Al inicio de la Cuaresma la Iglesia nos pone a la vista dos momentos puntuales de nuestra historia de salvación. Es el claroscuro del cual se ocupa Dios directamente. El primer momento es el de la caída. Adán y Eva, viviendo en absoluta armonía con Dios y entre ellos, son tentados por el demonio en forma de serpiente. El relato es, seguramente, una adaptación de lo que pasó en el corazón y en la mente del hombre, creado para ser de Dios, para cumplir su voluntad, para tener su plenitud única y exclusivamente en la vida de unión total con Dios. Pero, por designio de Dios, infinitamente amoroso, hecho libre completamente y, por lo tanto, capaz de optar. La tentación que pone la serpiente no viene realmente de fuera. Viene de esa libertad que Dios mismo ha donado al hombre. La capacidad de distinguir el bien del mal no le viene al hombre por haber comido la fruta del árbol prohibido, sino por su capacidad de discernimiento. Mal hubiera podido Dios crear al hombre con inteligencia y voluntad, es decir, con capacidad de razonamiento pleno, y no haber puesto en esos dones y en esa capacidad, la posibilidad de discernir cuál es el camino correcto y cuál el equivocado...
Esa tentación del hombre es tentación de todo hombre: Ser como Dios. Sus ansias de infinito, también donación de Dios, se convierten, equivocadamente, en ansias no sólo de llegar al infinito que es Dios, sino de hacerse a sí mismo "infinito". Es la pretensión de la absoluta autonomía, de la total autoafoirmación de sí mismo, en la cual ya no hay normas externas, ya no hay realidades a las cuales hacer referencia, ya no hay otras cosas con las cuales tener una relación "relativa", sino la única posible en quien se considera absoluto, que es la de la subyugación de todo para colocarlo a sus pies... Si yo soy absoluto, todo lo demás está a mi servicio. Y si es así, mal puede alguien venir a darme normas, a decirme qué hacer. Yo me convierto en la única norma, en la única referencia posible. "Soy como Dios"... No se necesita de una serpiente para ponerme en esa tentación. Es la tendencia que tenemos todos los hombres. Es la soberbia, camino que lleva a la ruina total, pues al dejar a un lado a Dios, dejamos a un lado la plenitud. Sin Dios el hombre es nada. Con Dios lo es todo...
El segundo momento es el de las tentaciones de Jesús en el desierto. Antes de iniciar su labor de predicación pública, que vendrá acompañada por las obras portentosas que realizará para manifestar la hora de la liberación de los hombres, Jesús se demuestra totalmente libre. Muestra a todos cuál es la libertad que viene a ofrecer a los hombres. Él, el totalmente libre, quiere decirle a cada uno cuál es la verdadera libertad. Ella no consiste en "hacer lo que me viene en gana", sino en no permitir que nada me encadene, que nada me subyugue, que nada me impida moverme hacia Dios, que es la verdadera plenitud... La libertad absoluta es la de quien, siendo pleno poseedor de sí mismo, se coloca en las manos de Dios para obtener la plenitud ansiada. La libertad plena nos dice cuál es el secreto para satisfacer realmente las ansias de infinito que tenemos asentadas en nuestro ser, en nuestra mente y en nuestro corazón. Sólo podremos hacerlo junto a Dios, en su presencia, colocándonos en sus brazos amorosos...
Jesús pudo vencer las tentaciones del demonio, en primer lugar, porque Él mismo era Dios. Hay quienes afirman que el diablo se atrevió a tanto porque no sabía que Jesús era Dios hecho hombre... Lo cierto es que la naturaleza humana de Jesús sí sintió las tentaciones de placer, de tener y de poder. Y esa naturaleza las venció con la única convicción con la que se puede vencer: Poniendo a Dios en medio, en el primer lugar, defendiendo ser propiedad única y exclusiva de Dios. Los Obispos de Puebla dieron con una definición de pecado mortal fabulosa: "El pecado mortal es absolutizar lo que no es absolutizable", es decir, servir a lo creado como si fuera dios... El hombre Jesús rechazó al demonio, pues tenía la plena certeza de que el único Absoluto es Dios mismo. No se dejó engañar...
Jesús venció. Es este segundo momento culminante de nuestra historia de salvación el que de verdad vale la pena. Fue doloroso haber sido vencidos por la tentación en Adán y Eva. Pero es absolutamente dichoso el que Jesús, Dios encarnado, hubiera vencido tan contundentemente. Su muerte fue la victoria sobre el pecado y sobre la misma muerte. Su Resurrección fue el refrendado de esa victoria total. No hay posibilidades de que, quien ya venció, sea ahora vencido. Por eso, porque Jesús nos ha transmitido a todos su victoria, con Él, todos somos vencedores. Basta que nos pongamos con Él, haciéndolo nuestra armadura, para también vencer. Sería muy tonto de nuestra parte pretender vencer la tentación con nuestras solas fuerzas. Ya está demostrado que no invitar a Jesús a la batalla es una derrota segura. "Dios es fiel y no permitirá que seamos tentados más allá de nuestra fuerzas", nos dice Pablo... Si aquel primer momento fue oscuro, este segundo es luminoso... Y es el que estamos viviendo nosotros.
El camino es de libertad, pues "para vivir en libertad nos liberó Cristo". La derrota de un solo hombre, Adán, trajo la desgracia para todos los hombres. Pero la victoria de un solo hombre, Jesús, trajo la victoria para todos. Con Jesús todos somos vencedores, y jamás, con Él, podremos ser derrotados. Nuestra felicidad absoluta está asegurada. Se necesita únicamente que nos unamos al vencedor, y gocemos de la victoria que Él obtuvo para nosotros."Si el delito de uno trajo la condena a todos, también la justicia de uno traerá la justificación y la vida. Si por la desobediencia de uno todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos". Es nuestro camino de salvación eterna, en la que daremos plena satisfacción a nuestras ansias de infinito...
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