Entre las imágenes más entrañables que podemos apreciar los hombres está la de una madre que cuida con amor y con esmero a su criatura recién nacida. Es hermoso ver cómo no hay lugar para el cansancio por los detalles, por las horas que hay que dedicarle, por la ternura de las caricias, por la delicadeza de los gestos para con él, por la preocupación por la razón de su llanto... En la madre todo es dedicación, sin importar ella misma. Importa su bebé y más nada. Todo el mundo alrededor prácticamente desaparece, pues el centro de sus atenciones y de su amor es su niño... Los hombres, y también los animales en general, podemos agradecer a Dios ese instinto de maternidad que ha impreso en todas sus criaturas...
No podía ser de otra manera. Dios mismo designó que esa delicadeza estuviera dentro de los instintos de sus criaturas. Y más aún, por ser racional y profundamente discernido y decidido, en la mujer. Cuando decretó: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza", ya estaba incluyendo esta tendencia natural, potenciándola con el razonamiento. Era su imagen la que estaba imprimiendo. Y Dios es un Dios tierno, que se ocupa de sus hijos con la máxima de las ternuras. "¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré". En Isaías Dios toma la imagen de la madre para decirnos lo que Él es. Es la primera vez que el mismo Dios utiliza esta imagen para hacer la mejor descripción de sí mismo. Dios es una madre que se ocupa continuamente de su criatura, que no la olvida jamás, que está siempre pendiente de ella, que no sólo la ha creado, sino que además ha establecido en su providencia infinita la donación de todo lo que necesita, la creación de las condiciones para que esa providencia sea real, para que a ella no le falte nada de lo que necesite para vivir bien.
Por eso los hombres no podemos jamás perder la perspectiva de dónde descansa nuestra vida. Ella está en las manos de Dios. Nuestra vida está en Dios y de esas manos jamás será sacada, a menos que seamos nosotros mismos los que nos desarraiguemos de ella. Como la rama del árbol que tiene la vida por el tronco, que es Dios, así mismo, el hombre tendrá su vida del Dios con el cual se encuentra esencialmente unido. El hombre, sin Dios, es nada. No tiene perspectivas de futuro, sino sólo de su inmediatez. Tristes los que apuntan a una "eternidad sin Dios", pensando sólo en que su legado en los hijos o en las obras que haya realizado serán las únicas realidades en las que perdurará... Por la Palabra que Dios nos ha regalado, sabemos los cristianos que nuestro futuro está en Dios, tal como está nuestro presente. Dios es eterno, y al unirnos a Él, también los hombres lo seremos. Sin Dios, no tenemos ningún futuro trascendente. Estamos llamados a lo más alto de nuestra existencia, no por nosotros mismos, sino porque Dios lo procura y nos lo dona amorosamente.
Si nuestra vida apunta a esa eternidad feliz, todo lo que hagamos debe ser una especie de siembra en esperanza en todas nuestras obras. Dios ha sido ya providente con nosotros al darnos nuestra inteligencia y nuestra voluntad para procurarnos los bienes que necesitamos para llevar una vida decente, de progreso, de bienestar general... Y esa misma capacidad la tenemos para, en cierto modo, ser también "providencia" para nuestros hermanos. Dios ha establecido en su designio amoroso, que los unos nos ocupemos de los otros. No podemos vivir desentendidos de las necesidades de nuestros hermanos, particularmente de los que más necesitan. Cuando alguien espera de Dios, muchas veces lo que está deseando es que nuestra mano se aparezca en su ayuda, como enviados de Dios para él...
Por eso Jesús nos dice: "No estén agobiados por la vida, pensando qué van a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?" Todo entra en el plan de salvación de Dios para con el hombre. También su plan de providencia. No quiere decir que no vayan a existir necesidades o problemas. Significa que Dios se ocupa de crear las condiciones para que se puedan resolver. Y que todo lo que nosotros hagamos sea en función de apuntar a avanzar por las rutas que conducen a la eternidad feliz. "No se agobien por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos". Lo verdaderamente importante, sin que por ello lo demás no lo sea, pero en grado inferior, es la procura de aquella vivencia plena junto a Dios, que tendrá su zenit en el cielo, junto al amor de Dios.
La llamada de Jesús tiene muchísimo sentido en este respecto: "Sobre todo busquen el reino de Dios y su justicia; lo demás se les dará por añadidura". Los hombres estamos llamados a adelantar la vivencia del Reino en nuestros días, de modo que lo futuro sea simplemente la confirmación de lo que ya hemos estado viviendo acá. El cielo eterno será la consecuencia del cielo cotidiano que vivamos en nuestra vida diaria. En todo, aplicar la justicia de Dios, vivir la misericordia y el amor, apuntar a la creación de las condiciones mejores de vida para todos los hermanos, hacer de la fraternidad y la solidaridad nuestro signo de vida característico... Es la realidad de la vida del cristiano.
Se trata, finalmente, de vivir en la esperanza. La esperanza teologal apunta a vivir en la añoranza de la realidad eterna prometida por Dios, a poder hacer nuestro eternamente el amor de Dios, en el cual viviremos la felicidad que no se acabará jamás. Pero será una esperanza que se cumplirá sólo en la medida en que hagamos cumplidas también las pequeñas esperanzas cotidianas que nos exige nuestra vivencia de la fe, con un claro sentido comunitario de ella, sintiéndonos verdaderamente hermanos, cobijados todos por esa madre que es Dios que jamás se deja de ocupar de sus criaturas...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario