Jesús nos desnuda cómo es el corazón de Dios, de nuestro Padre de Amor. Es un corazón que a pesar de haber sufrido el desprecio, el rechazo, el dolor por la separación de sus criaturas predilectas, de ninguna manera se deja llevar por los deseos de escarmentar, y mucho menos de venganza. Su corazón es tan elevado en la cuestión del afecto, es tan puro en los sentimientos nobles, que no guarda ningún rencor, sino que se deja abrasar de amor por sus criaturas... No es Dios de castigo, sino de perdón. No es Dios de venganza, sino de misericordia. No es Dios de destrucción, sino de reconstrucción. Su intencionalidad original e inmutable, que no será destruida ni siquiera por el mayor de los desprecios, es el de procurar el mayor bien posible, pues su motor principal es el del amor. No dejará pasar la ocasión para reeducar a quien se desvía del camino del bien, pero en el momento del perdón no pestañeará un sólo segundo en otorgarlo. Así es el amor... Y cuando es sólido, firme, revelador de la más profunda esencia, es, además, inquebrantable, inmutable...
El profeta, en su meditación, reconoce admirado la esencia amorosa y misericordiosa de Dios: "¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia. Volverá a compadecerse y extinguirá nuestras culpas, arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos"... De no comportarse así, no sería Dios, pues la esencia de Dios, su identidad más característica y profunda es la del amor. Y el amor es, por naturaleza, misericordioso...
Por eso, en nuestro caminar cotidiano, tenemos que tener la certeza continua de ese amor que perdona y que procura la reconstrucción de quien se ha destruido a sí mismo por el pecado... Es un intercambio gozoso el que podemos vivir continuamente. De eso se trata la conversión: de reconocer lo que hemos perdido, el abismo en el que nos encontramos, la oscuridad que hemos elegido, para colocarnos en la senda del encuentro con quien nos puede elevar e iluminar: "Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros". Es la actitud de humildad, de reconocimiento, de arrepentimiento y de ponerse en camino hacia la casa del Padre, que es absolutamente necesaria asumir para recibir el regalo entrañable de la misericordia divina. Si no se da este paso, no se recibe el perdón. Y no porque Dios no quiera otorgarlo, pues Él es esencialmente perdón, sino porque no le damos la ocasión de dárnoslo al no acercarnos... Dios sólo hará lo que sabe hacer: "Echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo", e invita a compartir su alegría a todos los de casa: "Saquen en seguida el mejor traje y vístanlo; pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan el ternero cebado y mátenlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado"...
Esto podemos vivirlo cotidianamente cuando somos humildes, cuando abrimos el corazón al amor de Dios, cuando dejamos que ese amor nos conquiste y le dé sentido a nuestras vidas... Los cristianos tenemos a la mano el mejor elemento para vivir esto, con sólo acercarnos al Sacramento de la Penitencia, a la Confesión, a la Reconciliación. El Sacerdote, en la Reconciliación, es como el Padre de la Parábola. Jesús estableció que ese poder del amor que perdona, quedara en el ejercicio del Sacramento del Perdón. "A quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados. A quienes se los retengan, les quedan retenidos", le dijo a los Apóstoles, los primeros Sacerdotes... Y ese canal de la gracia de la misericordia y del perdón está siempre a la disposición. Basta que nos acerquemos a nuestros Sacerdotes para sentir el abrazo y los besos de nuestro Padre que nos espera en la casa para reintegrarnos a ella y hacer fiesta por nuestro retorno...
Si somos desdichados en el pecado, más desdichados aún lo somos cuando nos mantenemos obstinadamente en él por cobardía, por soberbia, por indiferencia. Aumentamos nuestra culpa de esa manera. Cualquier obstáculo que pongamos desde nuestro ser al ejercicio del amor de Dios en el perdón hacia nosotros mismos, es, realmente, una estupidez. Nos aislamos y nos prohibimos a nosotros mismos la experiencia más entrañable y amorosa que podemos vivir: la del perdón de Dios que nos quiere abrazar y besar, haciéndonos de nuevo suyos y dejándonos habitar de nuevo en su casa...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario