El pecado tiene una fuerza increíblemente destructora. El sólo hecho de constatar que logró desencajar absolutamente la armonía de lo creado, que Dios había establecido como su reino de amor, haciendo que todo pasara de una bondad original a una maldad de perversión, ya nos dice lo que es capaz de hacer... Ese proceso de destrucción tiene niveles diversos, cada uno muy lamentable. El primer nivel es el que se refiere al mismo Dios. Por el pecado, el hombre le da la espalda a su Creador, lo excluye de su vida, prefiere la oscuridad a la Luz que Él le proporciona. Ya su vida no tiene referencia directa a lo que Dios quiere de él, sino que él se da sus propias normas... El segundo nivel es el de los demás, el de los hermanos. El hombre rompe también toda relación armoniosa con el otro, destruyendo la posibilidad de una convivencia establemente pacífica, de concordia y de ayuda mutua. El otro se convierte, así, en una carga, en un estorbo para las propias pretensiones, alguien al que hay que tener envidia, del que hay que sospechar continuamente y al que hay que sobrepasar a como dé lugar... Y el tercer nivel es el íntimo, el de sí mismo, en el cual el hombre se encuentra delante de sí y comprueba su desnudez, su poca valía, su continua insatisfacción, que lo lleva a buscar la compensación en las cosas, en los honores, en el poder, en el placer. Así, el hombre se hace "uno más de la creación", no el predilecto, y en su afán de satisfacer sus ansias de más, se llega inclusive a hacer esclavo de las mismas cosas creadas... Ciertamente, al destruir todos estos niveles, en los cuales existía la armonía y la compensación plenas originalmente, el pecado ha destruido todo, demostrando así su poder...
Pero hay un poder que es superior. Es el poder creador de Dios. Jamás el poder destructor será mayor que el poder creador... El poder creador de Dios ha sido capaz de sacar desde la no existencia todo lo que existe. El poder destructor usa lo que ya existe para desbalancear lo creado. El poder divino se ha mostrado aún mayor en la redención alcanzada por el Hijo de Dios hecho hombre, por cuanto ha restablecido al orden original lo que había sido destruido por el pecado. Se tiene más poder en re-crear desde la negatividad del pecado que en crear desde la neutralidad de la no existencia. El salto cualitativo es mucho mayor. Se recorre más "distancia" desde lo negativo a lo positivo, que desde lo neutro a lo positivo. Se requiere más poder para lograrlo... Y el poder de Dios es infinito. Si demostró que es grande su poder al crearlo todo de la nada, lo demostró aún mayor cuando lo re-creó todo del pecado...
Esa obra de redención es obra de restitución. Si el poder inmenso del pecado destruyó aquella armonía originaria, la redención llegó para restituir las buenas relaciones en esos mismos tres niveles. De esa manera, quedó destruido el poder del mal. Así quedó totalmente derrotado el demonio y su instigación continua. Ya el poder no es el del pecado, sino el del Dios Redentor. Y podemos afirmar con contundencia que desde ese momento, el demonio ha quedado totalmente derrotado y no se levanta más... A menos que nosotros le demos esa posibilidad, colocando en sus manos el poder que ya no tiene... Lamentablemente, con frecuencia es lo que sucede... Ponemos en manos del demonio el poder con el cual nos destruirá a nosotros. Es como si nos hiciéramos sus cómplices en contra de nosotros mismos...
Las reconciliaciones en los tres niveles son la meta alcanzada por Jesús en la Cruz y en la Resurrección. Esa fue su obra demoledora del pecado... Somos de nuevo amigos de Dios, y mejor aún, sus hijos recuperados... Somos de nuevo amigos y hermanos de los demás hombres creados desde el amor de Dios... Y podemos vernos de nuevo en el espejo sin complejos, habiendo recuperado nuestra "autoestima espiritual", sabiéndonos débiles, pero apoyados en el amor de Dios que es la fuerza mayor... Pero esto último a veces es el paso más difícil de dar... Quizás el paso reconciliador que hace falta para alcanzar la tercera armonía, con nosotros mismos, es el que más nos cuesta. Se nos hace muy difícil, en ocasiones, perdonarnos a nosotros mismos cuando hemos pecado. Pareciera que en el momento del perdón los más duros para darlo somos nosotros mismos... Es impresionante lo injustos que podemos ser con nosotros mismos, cuando decimos: "No tengo perdón de Dios... Es pecado que he cometido es muy grande, y Dios no puede perdonarlo... He sido demasiado infiel a Dios y a su amor, y eso no puede ser perdonado..." Y esa actitud nos cierra el camino para las otras dos reconciliaciones...
Lo cierto es que no hay ningún pecado mayor que el amor de Dios. Por muy grande que sea nuestro pecado, siempre será mayor el amor misericordioso de Dios, pues es infinito, y el pecado no lo es... Con todo el poder destructor que tiene el pecado, nunca será mayor que el poder re-creador que tiene el amor de Dios... Por eso nos dice Dios a todos: "Aunque sus pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana"... Dios es el poderoso, y el demonio es el derrotado. También sucede con el pecado. Por eso no tiene sentido que, si estamos arrepentidos y adoloridos por haberle fallado al amor de Dios, desconfiemos de ese mismo amor que nos ofrece el perdón. La reconciliación con nosotros mismos es absolutamente necesaria. No dejemos de acercarnos a pedir el perdón, ni por soberbia ni por desconfianza en el amor. No somos tan malos, aunque tampoco seamos tan buenos. Pero Dios quiere que, asumiendo como somos, nos abandonemos en sus manos para hacernos mejores. Y eso empieza por aceptarnos como somos, que hemos pecado, que sólo el amor de Dios remedia nuestros males, y que es su perdón el que logrará nuestra re-creación...
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