Nosotros podemos asumir la vivencia de nuestra fe desde dos puntos muy dispares. El primero de ellos, desde una vivencia del amor a Dios que nos haga estar siempre cercanos a Él, buscándolo como nuestra única compensación plena, evitando absolutamente todo lo que pueda hacernos alejar de esa experiencia de amor y de intimidad con Él. Y el segundo, el del temor al castigo por no estar con Él, cumpliendo cabalmente las normas, tratando de no salirnos nunca del carril, evitando también alejarnos de Él, pero no por lo que implicaría de pérdida del amor sino por el miedo a sufrir el castigo del infierno por toda la eternidad. El primero se basa en el amor, el segundo, en el temor... Es cierto que uno de los frutos que produce el Espíritu Santo en quien habita es el del Temor de Dios. Pero esto está muy lejos de promover el tenerle miedo a Dios. Este fruto se refiere directamente al temor de ofender a Dios en atención al amor que se le tiene. Lo amo tanto, que jamás haría nada que fuera en contra de Él. El Temor de Dios se mueve en el amor, y procura jamás apartarse de esta experiencia. El temor a Dios se mueve en el miedo y busca no contristarlo nunca para que no nos mande al infierno. Si pudiéramos caricaturizarlo, en el primer punto Dios es una abuelita y en el segundo Dios es un ogro maligno...
Creo que el punto en el que se debe hacer énfasis para colocarse en el punto exacto es el de percibir de dónde nos está viviendo la Vida. Jesús mismo se pone como la fuente de esa Vida: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia". Y más aún, no se trata sólo de recibir la Vida de Él, sino también de recibir la frescura con la que Él la llena: "El agua que yo te daré producirá en ti un manantial que te hará saltar hasta la vida eterna". Mantenerse en la Vida y en la frescura que da Jesús requiere de mantenerse unidos en Jesús: "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no pueden hacer nada". Al fin y al cabo, la Vida que Jesús nos da es pura donación de su amor, no logro nuestro. Es necesario estar muy unidos a Él en el amor para poder recibirla y mantenerla...
No es lo que hagamos los hombres lo que logra que Jesús nos dé la Vida. Es lo que Él hace. La Vida de Dios en nosotros, que es la Gracia santificante, es, como su nombre mismo lo indica, una gracia de Dios. Es un regalo de amor que Él quiere hacer llegar a nosotros. Lo único que nos correspondería hacer a nosotros es abrirle campo, dejarle el espacio que le corresponde, abrir el corazón y la mente para que sean llenados por Dios, vivir en el amor que nos hace iguales a Dios y haría que nuestra vida sea una extensión de la suya... No se trata simplemente de cumplir algunas normas, sin estar comprometidos con el corazón. Pensar así sería colocar el mérito en lo que nosotros hacemos y no en lo que hace Dios como dádiva amorosa. No se salva el hombre por ir a Misa todos los domingos, o por no robar, o por no matar... Se salva por el amor que lo impulsó a encontrarse con Dios en la Eucaristía cada domingo y cada día en los que se sintió con el impulso de amar a Dios y fue a misa. Se salva por el amor al prójimo, reflejo del amor a Dios, que lo llevó a respetar los bienes de los demás, incluyendo la vida de cada uno...
No es el cumplimiento de la ley lo que logra la salvación. Si así fuera, no se necesitaría ni siquiera del sacrificio de Jesús en la Cruz, pues bastaría con que el hombre se porte bien para lograrlo. El empeño de los legalistas es el de desplazar al amor por la ley. La ley existe para el justo ordenamiento de la vida de los hombres, en lo externo. Pero, básicamente, puede no implicar al hombre, sino dejar las cosas en lo exterior sin implicación del corazón. Hay quienes se preguntan siempre el por qué de las leyes, y éstas se convierten siempre en una carga. Para el que ama, la ley llega a no ser necesaria, pues irá siempre en la línea de evitar hacer daño a quien ama, a Dios y a los hermanos. Esa es la mejor ley. Por eso dijo San Pablo: "La perfección de la ley es el amor". Otros lo han traducido: "Amar es cumplir la ley entera".
Pudiéramos afirmar que basar la vivencia de la fe en el cumplimiento de algunas normas denota una inmadurez en la base de la vida. No se trata de que sea malo, sino de que se hace necesario avanzar más. Quien ama, cumple las leyes, pero no como requisito para tener la vida, sino como consecuencia del ya tenerla, por lo cual se convierte en su estilo concreto. Las obras de quien ama y tiene fe son siempre obras buenas y no necesitan de la supervisión de la ley... "Muéstrame tu fe sin obras, que yo, por mis obras, te mostraré mi fe", dice Santiago. Es la plenitud de la vida en el Espíritu, que impulsa siempre a hacer el bien, en atención al amor que se vive. De lo contrario, se buscará la perfección fuera de sí, y no dentro, en la vivencia del amor. Fue lo que quisieron hacer algunos discípulos con los conversos del paganismo: "Unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse". La salvación basada en una circuncisión... El absurdo de quien exige desde la inmadurez de su vivencia de fe, y no desde el amor que vino a derramar Jesús como Vida de todos los hombres...
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