En una escena de un película sobre San Martín de Porras, el humildísimo santo peruano, que tenía muy frecuentes locuciones divinas, está éste barriendo -como era su costumbre- en la capilla del monasterio y desde una tea que se pone más reluciente que lo normal, empieza a oírse una voz que le dice: "Martín, Martincito... Tú eres el más humilde de mis hijos. Nadie hay en el mundo más humilde que tú. Te has esforzado por ser humilde y lo has logrado Y eso me tiene muy feliz..." Supuestamente era la voz de Dios que ensalzaba la humildad del santo. Pero Martín, ignorante de las ciencias humanas pero inmensamente sabio en las cosas del espíritu, supo discernir perfectamente de dónde venía esa voz. Le respondió: "¡Apártate de mí, Satanás! Lo que quieres es perderme..." Martín comprendió claramente que la intención de ese reconocimiento no era ni mucho menos una alabanza sincera e inocente a la humildad, sino la búsqueda de procurar la vanagloria en él por la cual se perdería absolutamente todo el valor de su humildad delante de Dios. Se parece mucho a otra escena de la película "El abogado del diablo", en la que después de haber sido vencido el demonio, arremete acariciando el ego de su vencedor, ensalzando su inteligencia y augurándole un futuro exitosísimo por sus inmensas cualidades... Ante eso, el protagonista sucumbe. Y en la escena final de la película aparece el diablo diciendo: "Me encantan los hombres porque son soberbios"...
La soberbia es la raíz de todos los males del hombre. Por ella, nuestros padres Adán y Eva fueron capaces de dar el paso que los alejaba de Dios, escuchando las seducciones del demonio, que los incitaba a no dejarse manipular por Yahvé, pues la prohibición de comer del fruto del árbol del bien y del mal, vendría de la conciencia de que hacerlo, los haría iguales a Él. La frase "Serán como Dios" resultó en la perdición total de la humanidad... Es la tendencia que tenemos todos de hacernos como dioses, buscando siempre los privilegios que eso supondría. La soberbia borra de la vista y de la conciencia la capacidad de percibir un mundo distinto al de los honores, de los privilegios, del poder, del dominio sobre los demás. Por supuesto, imposibilita la visión del servicio, del amor, de la fraternidad, de la solidaridad, del rebajamiento, de las necesidades de los humildes y sencillos... La soberbia embota completamente los sentidos, centrándolo todo en la visión de sí mismo. Por la soberbia expulsamos a Dios y a los hermanos del lugar en el cual deben siempre estar, y nos colocamos nosotros mismos en él. Para la soberbia es imposible el mandamiento más importante -"Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu mente y con todo tu ser, y al prójimo como a ti mismo"-, pues ese lugar central no lo ocupan ni Dios ni el prójimo, sino uno mismo. Si no están en el centro, es imposible amarlos por encima de uno mismo. No es razonable para el soberbio colocar absolutamente ninguna realidad por encima de sí...
Es el resumen de las tentaciones que quiso procurar el mismo demonio en Jesús en el desierto. Las tentaciones de servir al tener, el placer y el poder, no son otra cosa que la tentación de la soberbia terrible y funesta. Y lo peor es que ninguno de los hombres escaparemos de ella, pues es parte de nuestro constitutivo humano desde que los primeros seres humanos permitieron su entrada en ellos... Es la tendencia a la autonomía absoluta, al no aceptar normas y criterios ajenos, a buscar continuos reconocimientos, incluso en lo apostólico... La vanidad apostólica es, quizás, la más terrible de las vanidades, pues destruye todo lo que se haya podido construir... El salmo coloca la gloria en su lugar correcto: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria". La continua tentación de ser reconocidos, obnubila los sentidos al extremo de pretender darse a sí mismo los créditos. No hay peor mal que ese, pues consistiría en quitar a Dios el mérito que sólo Él se merece...
Fue lo que pretendió el demonio con Pablo y Bernabé en Licaonia: "Dioses en figura de hombres han bajado a visitarnos", gritaban los pobladores cuando milagrosamente hicieron caminar a un paralitico, con la virtud divina, por la fe que éste demostraba. Llegaron incluso a querer ofrecerles sacrificios: "A Bernabé lo llamaban Zeus y a Pablo, Hermes, porque se encargaba de hablar. El sacerdote del templo de Zeus que estaba a la entrada de la ciudad, trajo a las puertas toros y guirnaldas y, con la gente, quería ofrecerles un sacrificio"... La respuesta que dio Pablo a esta pretensión fue determinante, aunque le costó convencerlos de su absurdo: "Hombres, ¿qué hacen? Nosotros somos mortales igual que ustedes; les predicamos el Evangelio, para que dejen los dioses falsos y se conviertan al Dios vivo que hizo el cielo, la tierra y el mar y todo lo que contienen"... De ninguna manera quisieron sacar provecho de esta pretensión de reconocimiento de los licaonios... Sabían muy bien que sólo eran instrumentos y apuntaban a procurar la gloria sólo para el Dios vivo...
Colocar las cosas en su lugar justo es la clave de la humildad. No se trata de no reconocer lo bueno que se puede hacer, sino de dar el mérito a quien lo tiene de verdad. Si los hombres somos instrumentos de Dios y de su amor, simplemente debemos hacernos conscientes de que es a Él a quien se le debe el reconocimiento. El único reconocimiento posible para el instrumento es el de "Siervos inútiles somos, no hemos más que lo que teníamos que hacer"... Es hacer real la inhabitación de Dios en nosotros, tal como lo dice Jesús: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió". Ni siquiera Jesús se abrogó las palabras del Padre, sino que le dio a Él el reconocimiento. Amemos a Jesús, dejemos que Él con el Padre y el Espíritu vengan a habitar en nosotros y nos hagan excelentes instrumentos suyos, haciendo el bien para todos y dándole sólo a Él el reconocimiento...
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