Jesús es la alegría del mundo y de cada hombre de la historia. Cuando se acepta su amor, cuando se conoce de la obra que realizó en favor de la salvación de la humanidad, cuando se renueva el ser por la Nueva Creación que realizó, cambia completamente la perspectiva de la vida. Ella adquiere una luz esplendorosa que no tiene ninguna sombra y una fuerza tan poderosa que no es detenida por ninguna potencia... La vida de los hombres que abren su corazón a la presencia del Dios del amor, que envió a su Hijo para la salvación del mundo, adquiere una plenitud que no podrá ser jamás superada por ninguna otra realidad. La divinidad, vivir para ella, el amor de Dios que inunda el ser, no dejan espacios para nada más. Más aún, no se necesita, pues la complementación es absoluta. Haber experimentado esa plenitud hace que se tenga la certeza de que nada más podrá equiparársele... Es imposible que exista algo más que, como Dios, llene tanto...
Por eso, los primeros discípulos tenían claro que su tarea era la de hacer que todos los hombres que estaban a su alrededor, que eran también hermanos por los cuales Jesús entregó su vida, conocieran los acontecimientos grandiosos que los harían vivir esa misma plenitud que ellos vivían. Quien no los conoce, no los echa conscientemente en falta, aunque sabe que algo falta. No sabe bien qué es, pero sabe que debe haber algo que lo haga llegar a la cima de esa plenitud a la que todo hombre añora llegar. Puede ser que haya quien viva con mucha felicidad. Pero esa misma experiencia de la felicidad que tiene lo hace añorar la felicidad mayor, la felicidad plena, que aun cuando tenga alguna experiencia -en esas felicidades "parciales"- no la tiene en plenitud... Muy bien lo entendió San Agustín, quien fue un arduo buscador de esa felicidad y en cuya búsqueda probó infinidad de caminos errados que recorrió con la consecuente frustración: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti". Podemos probar muchas "recetas" de felicidad, pero sólo una nos dará la felicidad plena. Esa es la que nos da Jesús, la que nos hace sentir su amor de donación, oblativo, de entrega total por nosotros...
Quizás nuestro mundo adolece de la felicidad mayor porque se ha hecho indiferente ante ella. La realidad es que Jesús ha venido para todos. Y para que todos sean felices no es necesario solamente que Jesús sepa que vino a salvarlos, sino que ellos mismos sepan que Jesús es su salvación. Los caminos deben encontrarse para que se dé la plenitud. El amor tiene que tener destinatarios dispuestos a abrir el corazón para que entre. De lo contrario, siempre seguirá habiendo amor, pero ese amor no será recibido por quien debe vivirlo. El amor surge de la persona, para dirigirse al objeto amado. Pero, lamentablemente, muchas veces el amor parte, pero no tiene punto de llegada, aunque esté claro cuál sea su itinerario deseado... La labor de los anunciadores del amor es advertir a los hombres que hay un amor superior que está esperando que el destino esté bien dispuesto a abrirse para recibirlo... Y eso fue logrado en muchísimas ocasiones. Quienes tienen hambre de amor, de vida, de salvación, de felicidad plena, no tienen empacho en aceptar aquello que están esperando ansiosos. Todo el mundo es el objeto del amor de Dios, pero sólo quien se dispone a recibirlo lo vive personalmente. Es todo el mundo el que debe abrirse a esa vivencia de le felicidad plena y no dejarse embaucar por pequeñas felicidades que empañan al amor mayor. Engañan a los hombres haciéndoles tener la sensación de que ya no hay más, de que eso es suficiente, de que su búsqueda debe terminar... Y no es cierto. Queda siempre al insatisfacción. Se percibe que debe haber "algo más". Se tiene la impresión de que se nos ha creado para una experiencia de mayor plenitud que la de las simples felicidades pasajeras y momentáneas...
Es lo que experimentó el eunuco etíope con el que se encontró Felipe en su camino, y al que lo condujo el Espíritu para que le abriera el entendimiento y el corazón para que aceptara a Jesús como su Salvador... Iba en búsqueda. Leía la Escrituras y pugnaba en su interior por entender de quién hablaba el profeta Isaías. Felipe anduvo con él un trecho del camino y lo dispuso bien para que aceptara que su Salvador era Jesús. Tan bien dispuesto estaba que inmediatamente aceptó a Jesús y pidió ser bautizado... Felipe, después de esto, es arrebatado por el Espíritu, desaparece y el eunuco siguió su camino... "El eunuco no volvió a verlo, y siguió su viaje lleno de alegría". Jesús se había convertido para él en la alegría plena. Estaba lleno de esa felicidad que Dios quiere que viva todo salvado. Felipe lo invitó a abrirse y él se dispuso bien a vivir la experiencia de la felicidad en plenitud... El eunuco es cualquier hombre del mundo, que está esperando que alguien le anuncie la verdadera alegría, el amor de Dios, la salvación alcanzada por la entrega total de Cristo... Todos los cristianos estamos llamados a ser sus anunciadores...
Es el apuntar a la vida eterna que ofrece Jesús, el pan del cielo. Nuestra felicidad apunta a lo eterno, no a lo pasajero, a lo efímero. Aun cuando tenemos derecho a vivir la felicidad plena hoy, ella será inmutable en la eternidad, cuando ya vivamos en la presencia amorosa de Dios junto a nuestro hermano mayor, Jesucristo: "Se lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo". Jesús es nuestra vida, nuestro amor, nuestra salvación, nuestra plenitud, nuestra felicidad. Jamás nos permitamos perder la plenitud contentándonos con alegrías que pasan... Sólo Dios es la plenitud...
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