miércoles, 25 de diciembre de 2013

Un Dios que me ama con corazón de carne

La imagen del Niño recién nacido es la más entrañable que podemos tener los hombres de nuestro Dios de amor y misericordia... "Hoy en la ciudad de Belén les ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor... Esta será la señal por la que lo reconocerán: Verán a un niño cubierto en pañales y recostado en un pesebre..." Es, sin duda, la imagen del anonadamiento extremo, del rebajamiento máximo que quiso realizar Dios para decirnos a los hombres que nos ama infinitamente y que por ese amor es capaz de hacer lo que sea. Contemplar a ese recién nacido, incapaz de valerse por sí mismo, totalmente indefenso y dependiente absolutamente de sus padres humanos, no puede sino hacernos exclamar: "¡A qué extremo nos ha llegado a amar nuestro Dios!"

La Navidad es la fiesta de la ternura. Me imagino a ese Niñito recién nacido, haciendo los gestos que hace cualquier niño en esas condiciones. Bostezando, llorando de hambre, riéndose al ver la cara de su madre, con esos movimientos compulsivos que algunos hacen... Y en ese Niño está el mismísimo Dios, que lo ha asumido voluntariamente, para iniciar la gesta más maravillosa que haya emprendido cualquiera en favor de los hombres... Cada tres horas, más o menos, ese Niño tiene hambre y llora para que le den su comida. La Virgen María, Madre amorosa, se apresura a tomarlo y ponerlo en su pecho para que sacie su hambre. Si Ella no hace eso, ese Niño, que es Dios, ¡se muere de hambre! ¡Hasta ese extremo llegó Dios para decirnos que nos ama...! No quiso dejar fuera de sí ninguna de las experiencias humanas. Sólo dejó a un lado la del pecado, pues es aborrecible para Dios y es precisamente la que viene a remediar. Habiéndolo dejado a un lado, llegará el momento en que deberá asumirlo, no como experiencia propia, sino como experiencia de sus amados. Los cargará sobre sus hombros y será "vencido" por esas culpas ignominiosas. La carga del pecado, que jamás fue suya, la va a asumir sobre sí para ofrecerse al Padre como propiciación inmensa y más que suficiente, para que el Padre perdone y olvide, y para que abra de nuevo las puertas del cielo, haciendo al hombre recuperar su condición de hijo de Dios...

Es un itinerario marcado por la solidaridad divina, que es siempre infinita. No puede Dios dejar las cosas a medias, pues Él es la perfección absoluta. Y hace su obra de manera que se comprenda y se asuma plenamente que lo hace por amor. Esa Redención la pudo haber hecho de cualquier otra manera, menos humillante, menos dañosa para su gloria, menos hiriente... Más digna... Él es Dios, y cualquier camino que hubiera elegido hubiera sido perfecto: Un grito lanzado desde el cielo en el que se proclamara a los cuatro vientos el perdón de los pecados, un decreto publicado en todos los diarios del mundo, una noticia que corriera de voz en voz... Cualquiera de los medios hubiera sido bueno. Y hubieran quedado perdonados, de hecho, todos los pecados, si Dios así lo hubiese dispuesto... Pero Él quiso trazar un itinerario que dejara más que claro el amor que siente por los hombres, sus hijos predilectos. Y el más claro es, sin duda, el que contemplamos... ¿Cómo no sentirse amados cuando vemos a un Dios hecho ternura infinita en el Niño que llora en su pesebre? ¿Cómo no sentirse amados cuando contemplamos embelesados la sonrisa arrebatadoramente hermosa del recién nacido envuelto en pañales y recostado en el pesebre? ¿Cómo no sentirse amados cuando sabemos que ese rebajamiento lo hizo únicamente para estar cerca de nosotros, que lo hizo por mí, y por todos los hombres? ¿Cómo no sentirse amados cuando sabemos que fue nuestro pecado, el mío, el tuyo, el de todos, los que hicieron que ese Dios decidiera dejar entre paréntesis toda su gloria infinita y la hubiera escondido en las carnes de una cosa tan pequeña como un cuerpito que se está estrenando? Imposible no sentirse arrobados y privilegiados por lo que ha hecho Dios por nosotros...

En el culmen de su amor por nosotros, ese Dios al cual los hombres no podemos enseñarle nada y del cual lo aprendemos todo, quiso tener una experiencia que nunca antes había tenido... Nos había amado infinitamente como Dios, casi cubriendo toda la gama del amor. No debería haber habido en Dios ninguna falta de amor... Pero, me atrevo a afirmar, y casi estoy seguro de no equivocarme, que Dios, habiendo amado infinitamente siempre, echó en falta algo que teníamos los hombres y que no tenía Él, y por eso quiso tenerlo: Un corazón de hombre para poder amar como lo hacemos los hombres. Nada le podemos enseñar a Dios. pero Él quiso aprender de nosotros cómo es eso de amar con corazón humano, con corazón de carne...

Y en Jesús, Dios se hizo un corazón humano, de carne, para amarnos ya no sólo como lo hace Dios, infinitamente, sino para amarnos también desde un corazón de carne humana, que latiera sólo por el amor que le tiene a cada hombre y a cada mujer de la historia. En el Niño Jesús ese corazón estará latiendo apresuradamente, como el de todo niño. En el joven Jesús ese corazón amará con la frescura juvenil y la fuerza que se cree invencible como lo vive cada joven. En el hombre Jesús ese corazón amará con el sosiego y la madurez que lo hace un adulto, y que se conduele de la desgracia de sus amados, del dolor de la viuda que pierde a su hijo, del miedo que vive la acusada de adulterio, del hambre que sienten sus seguidores, del dolor que sienten las hermanas de Lázaro fallecido... Y en la Cruz ese corazón amará tan intensamente, tan profundamente, que explotará literalmente de amor, pues era tan pequeño el lugar en que se escondía, y tan incapaz de contenerlo en su totalidad, que el soldado tuvo que traspasarlo para dejarlo libre y que corriera hacia todos los rincones del universo para gritarle a todos los hombres cuánto los ama, a extremo de entregar su vida para que lo entendieran...

En el Niño Jesús, Dios tomó corazón humano para amarnos también como hombre, con corazón de carne humana. Y para amarnos como sólo Él sabe hacerlo, infinitamente... Ese corazón sigue latiendo por nosotros. Y cada latido es redentor. La sangre que sigue corriendo hoy en el Corazón de Jesús es la savia de la vida, el amor que corre hacia nosotros, el perdón que se hace siempre más fuerte y misericordioso... Y esa historia empezó con el Niño Dios, que está envuelto en pañales y recostado en un pesebre... Con la máxima humildad, pero con la mayor demostración de amor divino y humano...

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