En el mismo ámbito de la alegría vivida por la llegada del Niño Dios, en la cual se inscribe también la fiesta de la Vida plena alcanzada por San Esteban, cuya muerte no fue sino la confirmación de su llegada a la felicidad absoluta junto al Padre, por haber sido fiel y haber reproducido en su vida la misma vida de Cristo, tanto, que su muerte tiene un paralelismo impresionante con la muerte de Jesús, recordamos la vida de San Juan, Apóstol y Evangelista, "el Discípulo al que Jesús amaba", como se autodenomina en su Evangelio.
Las dos introducciones de sus principales escritos, el Evangelio y la Primera Carta, son realmente impresionantes por la altura que alcanzan en sus consideraciones teológicas. Por eso a su Evangelio se le identifica con el signo del águila. Según los entendidos, su intención fue hacer frente a las pretensiones gnósticas de reducirlo todo al conocimiento. Y por ello busca demostrar, prácticamente con el mismo vocabulario de los gnósticos, sus errores y el camino correcto para comprender la centralidad del misterio del Dios que se hace hombre, que trae su amor, que habita entre los hombres y que se entrega para que tengamos la Vida eterna... Y, por supuesto, lo hace con la autoridad de quien no sólo ha tenido noticias de ese acontecimiento central, sino de quien lo ha vivido con la mayor intimidad y siendo incluso protagonista de toda la gesta... "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida (pues la vida se hizo visible), nosotros la hemos visto, les damos testimonio y les anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó", son las palabras con las que afirma que no ha sido un conocimiento de segunda, sino de primerísima mano, pues ha estado presente en esa manifestación de la Vida... Juan no habla de memoria, sino desde su experiencia...
Pensemos que, según los escrituristas, Juan Evangelista escribe su Evangelio y sus Cartas hacia el año 100. Era un joven cuando formó parte del grupo de los apóstoles. Se calcula que rondaba los 16-18 años. Podemos estimar que escribió sus obras alrededor de sus 80 años. Es de imaginar que luego de su experiencia con Jesús, después de una larga vida de testimonio, en la que incluso llegó a sufrir el martirio, aunque no murió en él -fue el único de los apóstoles que no murió mártir, pues la tradición afirma que, habiendo sido lanzado en una olla gigante con aceite hirviendo, Dios lo preservó de la muerte e incluso de las heridas-, tuvo tiempo más que suficiente para recordar, revivir en su espíritu, meditar con la máxima profundidad, todo el misterio de amor que había experimentado y ponerlo por escrito para compartirlo con los amados... Es un testigo ocular de todo lo acontecido con Jesús, del amor con el que pasó haciendo el bien en su transcurso terrenal, de su entrega final por el amor que rezumaba por los hombres... Hasta del acontecimiento fundamental de la fe de los cristianos, la Resurrección de Cristo... Luego de escuchar la noticia del sepulcro vacío que había traído María Magdalena, él y Pedro corren al lugar para verificar la información, y al hacerlo, él, en su mismo Evangelio -escrito en tercera persona, como es su estilo-, afirma que él, el discípulo amado, "vio y creyó"... Para él, constatar que el sepulcro estaba vacío, casi en perfecto orden, fue la prueba fehaciente de que Jesús ya no estaba oculto ni en la muerte ni en la oscuridad del sepulcro, sino que había vencido a ambas y había resurgido triunfante, refrendando con ello su obra redentora... Era la noticia más feliz que podía vivirse y que podía transmitirse: Jesús, que había yacido muerto en la Cruz y que había sido recostado inerme en el sepulcro, no estaba ya en las garras del demonio, sino que su poder, su amor y su redención habían sido más fuertes que él y le habían infligido la derrota más contundente...
Juan entendió que esta noticia no podía quedar sin ser gritada a los cuatro vientos. Entendió que su ser apóstol le obligaba, no jurídicamente, sino efectiva y afectivamente, a ser proclamador del acontecimiento más grandioso que vivía la humanidad. Dios había vencido en Jesús de Nazaret a la muerte y, en ella, al pecado y con ello había roto las ataduras que encadenaban al hombre a un futuro de muerte eterna. Ahora para el hombre estaban abiertas las puertas del cielo, por el amor infinito, misericordioso y omnipotente del Dios que había vencido para regalarle su victoria... No puede haber mayor alegría que ésta. No puede haber vínculo que uniera más firmemente a todos que éste... Por eso, Juan afirma: "Eso que hemos visto y oído se lo anunciamos, para que estén unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo"...
La noticia de la salvación de Jesús para todos los hombres, así lo entendió Juan, es el vínculo de unión más fuerte. La redención que alcanza Cristo nos une íntimamente a Él y nos ata a los demás. El redimido ya no es una isla, sino que pasa a conformar el cuerpo íntegro del Jesús místico, el de la Iglesia, y se une a los hermanos en un vínculo indisoluble, en el cual el eslabón más fuerte es el del mismo Padre y el de su Hijo Jesucristo... Cuando se tiene conciencia de ser redimidos es imposible sentirse un individuo aislado. Esa misma conciencia abate las barreras del egoísmo, de la vanidad, de la soberbia, del individualismo, y coloca al individuo en medio de su realidad de comunidad, de familia, de grupo compacto, en el cual la cabeza y la voz cantante las tiene Dios mismo...
Y hacer partícipes de esa misma noticia a los hermanos es alcanzar la plenitud de la felicidad. Si ya se es feliz por haber sido salvados y por haber sido integrados a la familia de los redimidos con Dios a la cabeza, esa felicidad se alcanzará plenamente sólo en la medida que hagamos partícipes de esa misma felicidad a los que tenemos a nuestro alrededor... Anunciar la salvación a los demás e integrarlos a nuestra misma familia de redimidos, nos dará mayor felicidad...Por eso San Juan dice: "Les escribimos esto, para que nuestra alegría sea completa..." No existe felicidad mayor que la de comunicar la propia alegría. En la medida en que le digamos a los demás la felicidad que vivimos, en esa misma medida aumentará la nuestra, pues estaremos haciendo que más y más se quieran integrar a los salvados que quieren vivir esa misma felicidad...
San Juan Evangelista sintió, en su ancianidad, que todo lo que había vivido le había dado sentido a su existencia. Y que lo había hecho inmensamente feliz. Ser discípulo de Jesús, "el más amado", y haber vivido y comprobado la experiencia de su resurrección, lo hizo ascender a las máximas alturas del gozo espiritual. Y lo quiso compartir con todos en su apostolado y en sus escritos, con lo cual vivió más intensamente su felicidad...
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