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domingo, 25 de mayo de 2014

¡Claro que la felicidad es posible aquí y ahora!

La esperanza es una virtud teologal que apunta a la expectativa que tenemos los hombres de ganar la eternidad feliz junto al Padre. Está claro que es una sola, pues se trata de alcanzar la plenitud de vida en el amor de Dios. Pero es también cierto que es una virtud que corre el riesgo de ser entendida como una invitación a posponer toda actitud en favor de mejorar algo del mundo en el hoy y aquí de cada cristiano. "Como la plenitud vendrá sólo en la eternidad, ¿para qué preocuparse ahora de hacer algo bueno?" Es la actitud fuertemente criticada en los cristianos de siglos pasados -y aún en algunos de hoy- que apuntaban sólo a elevar la mirada a los cielos, evitando ver la realidad que los envolvía a todos. Por eso se llegó a afirmar que "la religión es el opio del pueblo", no sin algo de razón, pues estos cristianos "pasivistas" huían de su compromiso actual en aras de la espera del futuro eterno...

Ya hemos dicho en repetidas oportunidades que esa esperanza final de la eternidad feliz junto al Padre sólo se cumplirá si se cumplen y se hacen efectivas las diversas "esperanzas" menores que se plantean en el día a día de cada uno. Es la invitación que le hace San Pedro a los cristianos de su época: "Glorifiquen en sus corazones a Cristo Señor y estén siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia". Dar razón de la esperanza es vivirla en cada instante, haciendo real que ella se sustenta en las diversas "esperanzas" que podemos ir satisfaciendo cotidianamente. Ellas se refieren a lo que se vive y se alcanza, a lo que se procura para sí y para los demás, y que apunta a una mejor viva espiritual, social y material en los hermanos. Es un verdadero compromiso que intensifica la responsabilidad social de los cristianos...

Y es que los cristianos tenemos que demostrar que no vivimos de una ilusión etérea, que se desvanece y se escapa como el agua entre las manos. No somos utópicos, en el sentido de que esa realidad que esperamos sea como aquella realidad absolutamente idealista que está sólo en un nivel inexistente, de la cual este mundo nuestro es una mala copia, oscura y difuminada. Sería ese "topos uranós" del cual hablaba Platón, cuyo reflejo mal hecho es nuestro mundo actual, que es como una cueva de sombras... Debemos negarnos a eso. Dios no puede crear en nosotros, no puede sellar nuestro espíritu con unas ansias que jamás satisfaremos, sino sólo cuando ya estemos en su presencia. Sería un dios "sádico", bajo cuyo designio nuestra vida cotidiana será un siempre y continuo desear, sabiendo que nunca vamos a satisfacer, sino sólo cuando ya estemos muertos... No cuadra esto con la realidad del Dios amor, que todo lo ha diseñado para la felicidad del hombre, aun su diario vivir aquí y ahora...

Tenemos suficientes razones para poder vivir la felicidad de las esperanzas cumplidas. Aun cuando la plenitud la alcanzaremos en la eternidad, es cierto que ya hemos vivido la encarnación del Verbo que se ha hecho hombre por nosotros, demostrándonos el amor infinito de Dios por cada uno, con lo cual nos da el mejor fundamento para vivir la alegría del amor de Dios demostrado y vivido totalmente. Ya hemos vivido el gesto extremo de la entrega por amor -"Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos"- por el cual hemos sido salvados, hemos sido perdonados, hemos vencido sin haber luchado... Ya hemos recibido el don infinito de la Pascua, que no es sólo la Resurrección victoriosa de Jesús, sino el envío de su Espíritu para ser nuestro compañero de camino: "Yo le pediré al Padre que les dé otro defensor, que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, lo conocen, porque vive con ustedes y está con ustedes". Ya hemos sido bendecidos con el regalo tierno y entrañable de nuestra Madre María, que nos fue donada desde la Cruz del Redentor como herencia amorosa: "Ahí tienes a tu Madre". Ya hemos sido hecho hermanos de todos los hombres, a los cuales se nos envía para hacerlos discípulos de Cristo: "Si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, ustedes deben hacer lo mismo unos con otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo que yo he hecho con ustedes"... "Pónganse, pues, en camino, hagan discípulos a todos los pueblos y bautícenlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, enseñándoles a poner por obra todo lo que les he mandado"... Todo esto lo estamos viviendo ya, por tanto, son esperanzas que ya se han cumplido. No tenemos nada más que esperar al respecto. Sólo fata que se dé la plenitud de la felicidad, pues ya estamos viviendo parte de ella en la vivencia del amor actual de Dios por nosotros...

Esto lo tenemos que hacer real en nuestro mundo hoy. Debemos hacer partícipes a los hermanos de nuestra felicidad por el amor de Dios. Debemos hacer que ese mundo ideal del futuro empiece a hacerse realidad actualmente. Que la justicia, la paz, la fraternidad que será el sello de la vida eterna, comience a hacerse realidad en todo lo que hacemos en nuestro obrar cotidiano. No es una realidad que deberemos sólo esperar, sino hacerla ya presente, aunque sea como preludio de la plenitud que viene. Ya es nuestra responsabilidad. Es el compromiso que debemos cumplir los cristianos en nuestro mundo y que no podemos de ninguna manera dejar a un lado...

miércoles, 16 de octubre de 2013

No sembremos castigos... sembremos gloria...

El momento más glorioso del sembrador no es el de la siembra, sino el de la cosecha. La satisfacción de recoger los frutos no tiene parangón. Más aún cuando ese fruto recogido es el que se espera o mejor que el que se espera. Evidentemente, ese momento será trágico si el fruto recogido es de mala calidad por razones extrañas al esfuerzo que se ha hecho para la siembra: clima, plagas, lluvias copiosas, granizadas... Pero será igualmente trágico si en la siembra se ha sido irresponsable, si no se ha preparado bien el terreno, si no se escogió bien la semilla, si no se hizo en el tiempo oportuno... O si en el tiempo de consolidación de lo sembrado no se fue cuidadoso, no se limpió la hierba indeseada, no se regó bien, no se defendió de agentes destructores...

Sembrar es exigente. Pero no es el fin. La siembra tiene una meta concreta: la cosecha. En sí misma, la siembra compromete, pues el resultado final es a largo plazo, no es inmediato. Pero tiene una motivación importante que consiste en la esperanza de que el resultado sea bueno. Y en eso se va la vida del sembrador. El esfuerzo que se hace durante la siembra y su cuidado tiene sentido únicamente por la esperanza que se tiene en los frutos futuros... Si se quedara solo en el trabajo pesado de la siembra, sería una verdadera desgracia, pues la compensación es muy baja. Quedaría solo en haber hecho un trabajo completo, quizá bueno, pero del cual no se verán nunca los resultados...

Además, la siembra tiene una lógica propia. Se siembra lo que se quiere recoger. Es absurdo pensar en querer recoger manzanas si se ha sembrado semillas de naranjas... El que quiere recoger buenas manzanas, tiene que escoger bien la semilla, buscar el terreno propicio para una cosecha de manzanas, sembrar en el momento más oportuno para ellas, dar el tiempo que se necesita para consolidar el fruto, utilizar en la recogida los instrumentos a propósito para recoger manzanas... La siembra es lógica, y hay que respetar su lógica si se quieren tener buenos resultados...

Así es la vida de los hombres. Desde que tenemos conciencia de nosotros mismos, nuestra labor es sembrar para apuntar a frutos buenos. Y aquello que sembremos y cuidemos es lo mismo que cosecharemos. Es proverbial el dicho: "Quien siembra vientos, cosecha tempestades"... Eso quiere decir que no se puede esperar un fruto distinto de lo que se ha sembrado, o que, si se ha sembrado lo malo, jamás se puede pretender recoger una cosecha de bien... Pero, igualmente, en el sentido positivo de esta misma lógica, imposible obtener frutos malos si se ha sembrado el bien, si se ha cuidado, si se ha hecho un buen esfuerzo para sostenerlo, si se mira con esperanza ese futuro bueno de recogida de los frutos de bien que dé la semilla que se sembró...

Es necesario pensar mucho en esto. Lamentablemente, no asumimos con seriedad esto a lo que nos llama nuestra responsabilidad de siembra de nuestra vida. En lo humano, nadie puede pretender obtener cercanía, dulzura, solidaridad, si no es lo que se ha sembrado... Ayer mismo yo hablaba con una señora encargada de un grupo de atención de personas de la tercera edad, y me comentaba sobre una señora de unos 80 años que insistía en su deseo de morir porque estaba muy sola. Su esposo había muerto hace algunos años, y sus hijos y nietos ni siquiera la visitaban. Nos lamentábamos de esa sensación de soledad que debía estar viviendo. Y nos confirmábamos en la intención de ofrecerle todo el apoyo que necesitara, Pero también comentábamos que probablemente esa actitud de los suyos no era gratuita. Me comentó que esa señora nunca fue cercana, que siempre fue muy dura con los suyos, que aún ahora, estando en la situación en que se encuentra, lo único que destila es amargura... El signo de su actitud actual es evidente: se encontraba sola en la mesa de juegos mientras los otros ancianos estaban reunidos en una mesa jugando todos juntos... Ellos le huían... No justifico la actitud de sus hijos y sus nietos, pero sí la comprendo. Normalmente una abuela es para querer, para dejarse alcahuetear por ella, para malcriar... Algo raro había sucedido con ella, que no producía ese efecto en sus nietos... No había sembrado buena semilla...

Cuando se siembra el bien, la solidaridad, el amor, la simpatía, la cercanía, el fruto es seguro. Los demás van a reaccionar de la misma manera. Cuando no sucede esto, sin duda es efecto de una desadaptación de los otros. Y al menos queda la satisfacción de haber sembrado una semilla que de ninguna manera va a producir amargura en sí mismo... Pero si, por el contrario, sembramos semillas de discordia, de suspicacias, de rencores, de egoísmo, de falta de solidaridad, no esperemos de los demás una respuesta distinta. Recogeremos aquello que hemos sembrado. Y seremos unos desgraciados, pues seremos aislados totalmente. A nadie le agrada tener a su lado a una persona que es toda amargura...

Elevemos esta consideración a lo trascendente. Apuntemos al futuro de eternidad al que estamos llamados. Además de construir y sembrar para nuestro mundo, debemos hacerlo para el mundo futuro. Y esa siembra, aunque sea apuntando a la eternidad, se hace en el tiempo, en esta vida, en nuestro aquí y ahora... Debemos asumir con responsabilidad esta tarea. No es poco lo que nos jugamos. Hay que pensar más en esto. Lamentablemente, pensamos que nuestros actos no tienen consecuencias de eternidad. Y resulta que es en esa eternidad donde los actos que realicemos, es decir, las semillas, que sembremos hoy, tendrán su fruto... Un siembra de solidaridad con los necesitados, producirá para nosotros la solidaridad de nuestro Dios. Una siembra de amor con el hermano que tenemos al lado, producirá el fruto del amor eterno de nuestro Dios. Una siembra de simpatía al sonreír, saludar cariñosamente, apoyar a quien la está pasando mal, producirá frutos de simpatía eterna de Dios hacia nosotros... Es una siembra exigente, porque no es fácil tener una buena disposición continua. Son muchos los factores que querrán desestabilizarnos y desencajarnos. Pero, así como el sembrador se sobrepone a cualquier mala condición, pensando en los frutos futuros, alimentando la esperanza hermosa de que sean los mejores, así mismo debemos nosotros no quedarnos en la contemplación de los desaguisados actuales, sino fijar nuestra mirada en la esperanza de tener el mejor fruto posible: El de la vida en Dios por toda la eternidad, en la cual estaremos gozando del abrazo de amor interminable y dándonos el gustazo de disfrutar del mejor fruto posible, que es el de vivir en Dios para siempre...