El Cuerpo y la Sangre de Cristo son el legado de amor de Cristo a los hombres. Era su deseo. A Cristo le gustó estar entre los hombres y no quería irse. Pero tenía que irse. Quedarse escondido en el pan y en el vino de una comida ritual de los judíos fue la manera mejor que encontró para lograrlo. Irse quedándose. Quedarse yéndose... Al tomar el pan y el vino pronunció las palabras que lograban la transformación total de aquello que en apariencia seguía siendo lo mismo. Aparecía el pan, pero ya no era pan, Aparecía el vino, pero ya no era vino. La sustancia se había trastocado en algo distinto: la Carne y la Sangre de Cristo. "Tomen y coman. Esto es mi Cuerpo... Tomen y beban este este es el cáliz de mi Sangre". Es el alimento que dejó a los hombres para toda la vida sobre la tierra. Que nunca fallará, mientras haya Sacerdotes sobre la tierra que con esas mismas palabras hagan de nuevo, una y otra vez, el milagro de la Transubstanciación....
La Eucaristía es el memorial perfecto de la obra redentora de Jesús. El Cuerpo ha sido entregado hasta la muerte. La Sangre ha sido derramada totalmente. La Cruz fue el altar en el que Jesús realizó su obra maestra para lograr el rescate de la humanidad de las garras de la muerte, del pecado, de la oscuridad, para colocarlo donde era la voluntad divina: en la Vida, en la Luz, en las alturas celestiales. Y desde ese altar se transmite para todos los hombres. Somos todos beneficiados con ese regalo de amor inmenso, insuperable, de Jesús por los suyos. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos". Eso lo hizo Jesús. La Eucaristía nos recuerda día tras días, celebración tras celebración, que tenemos a un Dios que se hizo hombre, para tener un Cuerpo que donar, para tener una Sangre que derramar, diciéndonos a todos que nos ama infinitamente, más de lo que nos imaginamos, más de lo que nosotros mismos nos amamos...
Cada vez que celebramos la Eucaristía no estamos sino haciendo de nuevo presente el recuerdo de la entrega póstuma de Jesús. Su Muerte y su Resurrección. Su Sacrificio y su Triunfo. No se repite, pues se ha celebrado una vez y para siempre. No hacen falta ya más sacrificios. Pero sí se renueva su recuerdo. Revivimos y hacemos presente el amor. Y se actualizan los efectos de la salvación. Cada vez que celebramos la Eucaristía, nos salvamos de nuevo, se renueva el amor de Jesús. Y podemos responder también con mayor ilusión y con mayor alegría con nuestro amor a ese amor del Dios hecho hombre. Hacemos que surja de nosotros, como fuente que Dios mismo logra, un amor de respuesta que nos compromete más, que nos llama más, que nos lanza más a nuestro mundo. Para que podamos gritar con mayores fuerzas, ese amor que vivimos y que queremos que vivan todos...
La Eucaristía nos recuerda como lo escuchó Moisés, que "no sólo de pan vive el hombre". Que nuestra realidad trasciende lo material y apunta a lo superior, a lo celestial. Desde el principio de nuestra historia como pueblo elegido por Dios, Él mismo se ha encargado de hacérnoslo entender. El maná del cielo en el desierto nos habla de providencia divina. Pero también nos dice que debemos elevar la mirada, que no debemos quedarnos en lo horizontal de las preocupaciones cotidianas, con ser muy importantes. Que sepamos que nuestra vida tiene una componente espiritual que debe ser cuidada con cariño, con amor, pues se refiere a lo que le da pleno sentido a nuestra vida... En la Eucaristía somos llamados a dejar a un lado lo individual. Todos formamos una familia unida que se sienta en la mesa del amor de Dios para alimentarse. Comer todos del mismo pan y beber del mismo cáliz, nos dice que no somos islas, sino un unidad misteriosa en la que todos nos alimentamos de la misma fuente. "El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan". La misteriosa unidad que produce el Pan Eucarístico debe ser una realidad siempre y en todo lugar. No es posible, entonces, que nos veamos como extraños. Es el mayor contrasentido que los que son alimentados con el mismo Pan del cielo, se vean luego como extraños, como enemigos, como lejanos. La Eucaristía debe producir la unidad de todos, en la que nos sintamos verdaderamente hermanos, unidos más profundamente incluso que los hermanos de sangre, hijos del mismo padre y de la misma madre. La Eucaristía nos hace hijos del mismo Dios y hermanos del mismo Cristo...
Apuntamos a la Vida eterna, y por eso comemos a Jesús. "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre". Es el Pan del cielo, el que nos lleva ya desde ahora hasta el cielo, y el que nos asegura que el final de nuestro caminar aquí y ahora es la meta de la eteernidad feliz junto al Padre. No hay mayor seguridad que esa, pues es la Palabra empeñada de Jesús. Nunca debemos desconfiar de lo que Él mismo nos dice: "Éste es el pan que ha bajado del cielo; no como el de los padres de ustedes, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre". Comer a Jesús, masticar su Cuerpo y beber su Sangre, es la prenda de la eternidad. Debemos acercarnos a Él, a su mesa, para alimentarnos de Él, y estar así seguros de que nuestra meta de felicidad eterna será cumplida. No sólo para nosotros, sino para todos, unidos esencialmente al comer todos del mismo Pan celestial de Jesús...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario