El día de Pentecostés es el día del nacimiento oficial de la Iglesia. Ella fue naciendo en varios momentos. Hay una prehistoria, que se remonta a la elección de Abraham como Padre de todas las naciones, el pacto hecho con Jacob y con los otros Patriarcas, la liberación de la esclavitud de Israel en Egipto, el Decálogo entregado a Moisés, la entrada triunfal en la tierra prometida... Muchos son los acontecimientos que nos hablan de la intención divina de tener una realidad en la cual congregar a los suyos, a los que Él quiere salvar, a los que ama y por ello conduce a una situación superior, de amor y de justicia, en la cual se viva la perfecta vida comunitaria...Ya, en la plenitud de los tiempos, al nacer Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nació el cuerpo. No puede subsistir la cabeza sin el cuerpo, ni el cuerpo sin la cabeza. Sería absurdo afirmar que la Iglesia, con el nacimiento de Jesús aún no existía... Y en la vida de Cristo son varios los momentos que pueden ser considerados fundacionales de la Iglesia: la elección de los Doce Apóstoles, el anuncio de Pedro como piedra sobre la cual la edificará, los signos y prodigios que realizó, el envío de los 72 discípulos a realizar labores misioneras, la Última Cena, la Institución de la Eucaristía y el Sacerdocio, la Pasión y Muerte en Cruz, el regalo de María como Madre de todos los hermanos de Jesús, el derramamiento de hasta la última gota de sangre con el lanzazo del soldado, la Resurrección, la aparición del Resucitado a los Apóstoles, la conversación final con Pedro encomendándole que apaciente a su rebaño y lo confirme en la fe... Cada uno de estos momentos van delineando la existencia de la comunidad de los salvados por el amor, en la cual será actualizado para toda la eternidad y para todos los hombres de la historia el efecto salvador y redentor de la obra que realizó Jesús... Cada momento de estos es fundamental para entender lo que es la Iglesia. Sin alguno de ellos quedaría fuera la comprensión total de lo que es la Iglesia como la realidad que funda Jesús para hacer llegar la salvación a todos los hombres...
Pero todo eso fue la puesta a punto de lo que sería la Iglesia realmente. Cada momento fue como un ladrillo que fue conformando la estructura del organismo vivo que sería la Iglesia que avanzaría con los hombres en la historia. Era la caparazón. Tenía que llegar el momento en que ese cuerpo debía recibir el soplo vital. La imagen de la creación del hombre en el Génesis nos viene al dedillo para comprenderlo. Yahvé hizo el "muñeco" de arcilla, que era el cuerpo del primer hombre. Pero luego insufló en las narices de ese cuerpo el hálito de vida que sería su principio vital, lo que le daría la vida que tendría, lo que lo impulsaría a ser realmente un órgano vivo... Todo lo que Jesús hizo, desde su nacimiento hasta la conversación final con Pedro, fueron como el Padre que modelaba el cuerpo de arcilla del hombre. Faltaba el dar a esa estructura el hálito de vida. Faltaba insuflarle la vida del Espíritu... Y llegó ese momento cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. Los apóstoles, reunidos en oración, con la Virgen María a la cabeza -la que había sido encomendada por el mismo Jesús de oficiar de Madre de todos y que estaba sirviendo como vínculo de unión, como eslabón, de aquellos que ante la muerte de Jesús, por temor, se habían dispersado-, reciben el don mayor de Jesús: su propio Espíritu, enviado desde el seno del Padre, prometido cinco veces en sus intervenciones antes de la entrega definitiva... Es el Espíritu que los llevará a la Verdad plena, el que los mantendrá valientemente en la actitud de testimonio, el que inspirará cada una de las palabras que deberán decir al dar testimonio de Jesús y de su amor, el que hace posible la vivencia del amor pues es la Persona del Amor de Dios, el que se ha derramado en los corazones de los hombres para hacerlos verdaderos hermanos y procurar el bien para todos los hombres. Es el Espíritu que se erige en principio vital de la Iglesia, sin el cual es imposible cualquier obra que quiera emprender ella para la salvación de la humanidad, pues es el Amor, que es el mismo Espíritu, el que motiva cualquier intento de salvar a cualquier hombre...
Los apóstoles sintieron esa presencia vitalizadora del Espíritu en ellos. Y de los hombres atemorizados, escondidos, encerrados bajo llave en el Cenáculo por miedo a lo que les pudieran hacer, al recibir al Espíritu Santo en cumplimiento de la promesa de Jesús, se convierten en los más lanzados, valientes, audaces, en el anuncio de Jesús y de su amor salvador. La transformación de ellos es impresionante. Los que los escuchan los oyen en sus propias lenguas y se sorprenden de las cosas que dicen. En ese primer discurso de Pedro se convierten unos tres mil hombres. Las estadísticas hebreas no cuentan a las mujeres y los niños menores de doce años, con lo cual podemos inferir que al menos podrían haber sido el doble los convertidos. Una obra impresionante, tomando en cuenta que estos eran los mismos que se escondían por temor. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, los había transformado de cobardes en valientes, de escondidos en lanzados, de incultos en poseedores de la Verdad...
Aquella transformación de los apóstoles debería darse en cada cristiano que recibe al Espíritu Santo. Es la misma Iglesia, es el mismo Espíritu Santo, es el mismo Dios. Él ni se cansa ni se desilusiona. Sigue dando sus mismos dones, sigue llenando de sus mismos frutos, sigue queriendo infundir la misma valentía, sigue inspirando la misma Verdad de Jesús, sigue queriendo derramar el mismo amor en los corazones de los hombres, sigue siendo la Persona del Amor de Dios... Los que hemos cambiado somos los hombres. Ya no somos los mismos que aquellos apóstoles que se dejaron llevar por la inspiración del Espíritu. No nos dejamos inspirar las verdades que debemos decir, no nos dejamos llenar de su fuerza y de su ilusión. Confiamos más -o desconfiamos más- en nuestras fuerzas que las que nos puede dar la presencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Necesitamos urgentemente una nueva conversión: la del Espíritu Santo. Que creamos en Él, que nos abandonemos en Él, que lo dejemos a Él ser el protagonista, el que nos anime, nos ilusione, nos lleve de su mano, nos dé la valentía que necesitamos. Que confiemos en lo que Jesús nos dice y nos dejemos llevar por su Espíritu, que es Espíritu de Amor para el mundo. Él se nos ha dado para que lo demos al mundo y le llevemos la salvación y el amor de Dios a cada uno de nuestros hermanos. No lo dejemos infructuoso, inútil, en nuestros corazones. Que el Espíritu Santo sea de verdad el renovador de todas las cosas. "He aquí que hago nuevas todas las cosas". Que las haga de verdad, y que nosotros seamos sus asociados mejores.... No detengamos al Amor. Dejémoslo libre. Sucedió con los Apóstoles. Y Él quiere que suceda también con cada uno de nosotros...
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