La Resurrección de Cristo es la noticia más feliz que hemos recibido los hombres. Ella representa para todos la certeza de que el final del camino siempre será la Gloria, pues ese mismo itinerario que ha seguido Jesús es el que seguiremos todos: "Si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir sus cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en ustedes", dice San Pablo; y también: "Si hemos sido injertados en Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también compartiremos su resurrección"... Y es que la Resurrección de Jesús no es algo que va en beneficio suyo, pues Él es Dios encarnado, que, al fin y al cabo, nunca puede morir. El hombre que es Dios no necesita de la Redención, pues nunca pecó. Asumió la muerte como remedio saludable para todos los hombres, sus hermanos. Esa fue la tarea que cumplió a la perfección. La Gloria infinita que habita en el Verbo eterno de Dios nunca se perdió, nunca murió, nunca desapareció. Tuvo siempre su condición divina, inmortal, eterna... La humanidad asumida por el Hijo de Dios fue la humanidad más pura jamás pensada. Pero se dejó "manchar" por el pecado de los hombres, por su maldad, por las garras del demonio, para hacerlo morir en la Cruz junto a Él. Pero no se quedó allí, vencida, sino que de la muerte resurgió triunfante e invencible...
Esa es una noticia inédita, jamás escuchada ni vivida antes. Y conmueve lo más íntimo de la vida de los hombres, por cuanto lo hacen transformarse radical y esencialmente. El hombre, después de la Resurrección de Cristo ya no es el mismo. Ha sido transformado, como dicen los filósofos, "ontológicamente". Es lo más íntimo de su ser lo que ha sido cambiado, renovado, refrescado. La novedad radical que Dios imprime en su ser lo hace un ser distinto al que era antes de la Redención. Su ser estaba manchado, excluido de la Gracia, vagando perdido por las penumbras y los abismos de la lejanía de Dios. Era un ser oscuro, muerto, desangelado... Con la Redención se ha llenado de nuevo de la luminosidad y la vitalidad originales, que no son propias, sino que son las que le concede Jesús desde la Cruz y desde el sepulcro vacío del cual ha escapado con la Gloria de la infinitud divina...
Esta novedad de vida la imprime entrañablemente el amor de Dios. Es el amor el que deviene en la novedad mayor del hombre. Su experiencia de ser amado por Dios es la experiencia más enriquecedora que pueda tener en toda su existencia. No hay vivencia más profunda, más entrañable, más compensadora que ésta. Ella le da a su vida un nuevo matiz que la conduce por caminos de compensación absoluta. Desde el amor de Dios que experimenta en su ser más íntimo, la experiencia del hombre es la de ser importante para Dios. Él no lo dejó abandonado en su ruta de perdición, sino que salió a su encuentro para rescatarlo. No podía dejarlo en la indigencia, pues lo amaba profundamente, lo había creado por amor, lo había perdido en el amor, y no podía permitir que su criatura más amada se perdiera en la oscuridad. Por eso diseñó el plan de rescate más heroico jamás llevado a cabo. El de la entrega de su propio Hijo para que muriera en vez de quienes debían morir, pero no para quedarse vencido e inerme en la Cruz o escondido en un sepulcro frío, sino para resurgir triunfante y vencedor, tomando de su mano a todos los que estaban muertos. Nos arrancó de las garras de la muerte con su resurrección. No nos dejó a nosotros en el sepulcro, sino que nos sacó de allí junto a Él...
Es nuestra victoria, a pesar de que no hemos hecho nada para merecerla. Al contrario, cada vez que nos dejamos vencer de nuevo, cada vez que nos ponemos de nuevo en las garras del pecado y del demonio, merecemos más muerte. Y Jesús, sorprendentemente, nos da más vida. Nos perdona y nos lleva de nuevo a la Gloria perdida... Una y otra vez... Una y otra vez... Es impresionante la tozudez del amor divino... Es insistente, incansable, interminable... Nos quiere con Él, y hace todo lo que sea necesario para que así sea. Nos quiere hermanos, y nos da insistentemente las oportunidades para serlo. Nos quiere viviendo en la fraternidad, y nos llama a ella siempre, a pesar de las muestras continuas que damos de egoísmo, de soberbia, de exclusión, de odio... Nuestra opción mejor es la de resucitar con Jesús. No tiene sentido ver la insistencia de Cristo, con la seguridad de que ese es el mejor camino a seguir, y empeñarnos en continuar por el camino que nos lleva a las sombras. Estamos llamados a la luminosidad del amor e insistimos en mantenernos en las penumbras de su lejanía y de la lejanía de los hermanos...
La mejor manera de vivir la noticia de la Resurrección es resucitando nosotros mismos. Es haciéndonos testigos vivientes de la Resurrección. Es anunciar a todos con nuestras vidas que Cristo ha resucitado y que nosotros hemos resucitado con Él. "Dios resucitó a este Jesús, de lo cual todos nosotros somos testigos", era la noticia feliz que daban los apóstoles a todos los que querían escuchar el anuncio. Pero no era sólo como quien da una noticia absolutamente ajena. Era una noticia que todos leían en sus vidas. La gente creía en la Resurrección de Cristo porque la veían dibujada en la vida de los discípulos. De no ser así, era simplemente algo que no tenía ningún sustento. La fe surgía en los otros porque lo que decían los apóstoles lo leían en las vidas de quienes lo anunciaban... Se habían encontrado con el Resucitado, habían renovado sus vidas completamente bajo su Luz, se habían transformado completamente con su nueva vida... Habían encontrado a Jesús resucitado, tal como lo había ordenado Él mismo: "No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán", y ese encuentro fue suficiente para sentir la renovación profunda de sus vidas, su transformación radical. Y así, se convirtieron en los mejores testigos de la Resurrección de Cristo anunciándola con la propia vida resucitada...
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