No hay nada más voluble que un hombre que deja de ser él mismo y que, arrastrado por las masas, empieza a ser también "masa". La psicología de las masas es, hasta cierto punto, sencilla. Basta mantener el control con algunas consignas motivadoras y entusiasmantes, que revelen y expresen bien el estado de ánimo general que se vive en el momento, para tener éxito. Hay que conectar con el estado de ánimo de las individualidades, que más o menos sea el mismo que viven todos, para dar con la clave que los aglutina casi como en un único cerebro. No es que no sean reales las consignas. Lo son. Y ahí está la clave de la masificación. Los individuos se sienten identificados en ellas y por eso, al verse retratados y aglutinados en un mismo sentimiento, se amalgaman sólidamente en un mismo "espíritu"... Cuando eso se ha logrado, ya se tiene el camino iniciado. Las consignas pueden ir subiendo de tono e, imperceptiblemente, todos van asociándose a ellas, sintiéndose incluidos, viéndose identificados con cada una, aunque a lo mejor no eran ideas que tenían originalmente. Basta con que el que lanzó las primeras consignas, al que se le dio toda la confianza al verse retratados originalmente, lance nuevas consignas, para confiar en él. Si se identificó con cada uno originalmente, las nuevas ideas que entrañan las nuevas consignas deben ser de la misma entidad, por eso también nos vamos identificando con ellas...
Al ser parte de la masa, la conciencia de ser persona individual se obnubila. Se necesita tener mucho dominio de sí mismo, no adolecer de grandes cosas, tener fortaleza de carácter y gran personalidad, para poder evitar el sucumbir al anonimato que se propone con la masificación. Pero el manipulador es muy inteligente. Y basa su entramado en necesidades reales, consistentes con lo que se vive cotidianamente, y de ahí parte para suavizar la oposición basada en madurez, en dominio de sí, en objetividad, en conciencia...
En el Domingo de Ramos asistimos a una ejemplificación típica de esto. El pueblo de Israel, congregado en Jerusalén para iniciar las celebraciones de la Pascua judía, se encuentra de repente con un signo claramente mesiánico: Jesús entra, tal como lo decían en las Sagradas Escrituras, como el rey que va montado sobre un pollino. Bastó que alguno descubriera en eso el signo de la profecía y que empezara a vitorear a Jesús que entraba triunfalmente en la ciudad para que todos iniciaran su alabanza al Rey que viene... Y no es que no fuera real. El pueblo esperaba a ese liberador que había sido tantas veces anunciado por Dios en el pasado. Al parecer, esos tiempos de liberación, de cumplimiento de las promesas, se estaban iniciando con este personaje del que ya se estaba hablando tanto. Ya la obra de Jesús era harto conocida. Había hecho muchas maravillas, muchos milagros. Había tenido sus encontronazos con las autoridades judías y romanas. Se había atrevido a oponerse a las cosas que estaban ya establecidas, que eran ya norma, pero que no estaban al servicio del hombre ni del pueblo en general. Su mensaje, aun cuando en sus acciones llamaba a la rebeldía cuando se pisoteaba la dignidad de cada hombre, era de perdón, de amor, de misericordia, de fraternidad... Esto cuadraba perfectamente con lo que Dios había anunciado. Y era lo que necesitaba el pueblo que ya se sentía suficientemente humillado por esas autoridades. Este era, sin duda, el personaje que se estaba esperando para iniciar la obra de liberación del pueblo. Por eso es aclamado como "el que viene en nombre del Señor". Jesús es el Mesías, el esperado tantos siglos, el liberador que Dios había prometido a los judíos. Por eso no cabe nada mejor que alabarlo, que bendecirlo, que abrir las puertas del corazón para que los subyugue totalmente: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene el nombre del Señor! ¡Aleluya!"
Todo el pueblo se enardeció con Jesús en medio de ellos. No había dudas para nadie: la época de la liberación ya había llegado, y había que anunciarla a los cuatro vientos. No se podía callar tanta alegría. Israel sería liberado completamente del yugo de los romanos, como fue liberada portentosamente del yugo de los egipcios, pero también sería liberada del yugo de las autoridades religiosas que se aprovechaban de su ascendiente sobre los débiles para mantener un estatus que necesariamente debía serles arrebatado por no servir a los hombres, sino a sí mismos...
Pero, unos días después ese mismo pueblo que tan animada y entusiastamente aclama al liberador de Israel, estará pidiendo su crucifixión. No sabemos si son exactamente los mismos, pero es la misma ciudad, por lo que podemos suponer que muchos son los mismos personajes. Los que aclaman hoy el paso de Jesús y colocan sus mantos y ramas a los pies del pollino para que pase sobre ellos, mañana pedirán a Pilato que lo crucifique... La psicología de las masas en este caso funciona en dos direcciones opuestas y contradictorias. Los que antes estaban entusiasmados porque había llegado la liberación del pueblo representada en el enviado del Señor, piden después que sea anulado, execrado, asesinado. "¡Crucifícalo!", gritan enajenados...
Aquella población de Jerusalén no es más que representación de lo que somos nosotros mismos. Tan pronto aclamamos y nos alegramos de la obra que Jesús ha realizado, al liberarnos del pecado, al rescatar nuestra dignidad de hijos de Dios, como apenas tenemos la oportunidad, con nuestras acciones pedimos su crucifixión, preferimos el barro pestilente de pecado. Estamos en un sube y baja espiritual, del que se aprovecha el demonio. Nada hay más reconfortante para la obra del demonio que el que nosotros seamos volubles, que el que no tengamos solidez en el criterio de fidelidad y de amor a Dios y a los hermanos, que nos dejemos llevar por conveniencias y gustos y no por la objetividad de la vida de la gracia y su infinita compensación. Gritamos "¡Crucifícale!" apenas nos dan la oportunidad. Reconocemos su obra liberadora, pero nos dejamos llevar por el manipulador de oficio, el demonio, para volverlo a asesinar una y otra vez...
Y Jesús sigue entrando triunfalmente en nuestra Jerusalén, para que lo aclamemos. Cuando ya sólo lo aclamemos y no lo crucifiquemos de nuevo, entonces, y sólo entonces, viviremos la alegría de nuestra redención, de nuestra renovación radical. Entonces será nuestro verdadero liberador, el que nos redime cargando sobre sus hombros todas nuestras inmundicias, y llevándonos sobre sus hombros, como el buen pastor, a la presencia del Padre que nos dará la compensación, ya no como masa, sino como hijos amados personalmente que estarán eternamente en su presencia de amor y de misericordia...
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