Morir es la experiencia más misteriosa que podemos vivir los hombres. La muerte ha sido siempre una especie de tabú entre nosotros. Cuando somos niños, ni siquiera se nos ocurre pensar en ella. No es época para eso. Cuando somos jóvenes creemos que es el mundo el que nos debe a nosotros, por lo tanto, una deuda como la muerte está muy lejos aún de ser necesario saldarla. Ya de adultos, creemos que estamos hechos para la eternidad, que la muerte no es un tema que ni siquiera deba ser considerado, porque hay muchas otras ocupaciones prioritarias. Las fuerzas nos las consumen nuestras responsabilidades cotidianas: familia, trabajo, amistades, diversiones... Ya de ancianos empezamos a verla como una posibilidad real, la cual hay que considerar inminente, pero sobre la que preferimos dejar a un lado, pues nos asusta. Es preferible no pensar mucho en ella, que ya vendrá... Todos estamos con esa espada de Damocles sobre nuestra cabeza, pero es en la ancianidad o en los estadios más avanzados de nuestra adultez donde la cosa empieza a tener que ser pensada por necesidad...
Para los ancianos y adultos avanzados que sí piensan en ella, la actitud ante la muerte es una opción sobre la que realmente pueden elegir. A mí me sorprende la variedad con la que en este punto uno se encuentra. He tenido la oportunidad de conversar con muchísima gente al respecto y algunos me llenan de angustia con su propia angustia ante la inminencia de una realidad tan definitiva. Otros me llenan de una santa envidia porque ven la muerte simplemente como un paso más dentro de todo lo que es el conjunto de la vida. De ninguna manera la ven como morir, sino como continuar con una mejor vida. Otros le temen tanto que preferirían no pensar en ella... Hay ancianos que se confiesan una y otra vez, incluso de los mismos pecados, porque no quieren dejar absolutamente ninguna deuda pendiente para el momento de su muerte. Yo les insisto en la necesidad de confiar en Dios y en su misericordia, en que Dios no es un dios malo que esté sólo esperando el momento de la muerte para "cobrarse" todas las que le deben, menos aún cuando ya la persona se ha arrepentido y lo ha confesado... Pero no hay modo... Quieren tener inmaculado el espíritu, y están convencidos de que esa es la única manera...
La angustia ante la muerte se convierte ya en un verdadero purgatorio en vida. Tienen una fe inquebrantable, pues saben de la existencia de Dios, del cielo y del infierno, saben muy bien que nuestra realidad no se acaba con esta que vivimos hoy. Pero tienen una tara inmensa que es la idea de un Dios que sólo castiga y que tiene "dificultades" en ser misericordioso. Su aprendizaje ha sido errado. Para ellos Dios ama, sin duda, pero es como si ellos no fueran dignos de ese amor por los pecados que alguna vez cometieron... Por el contrario, hay quienes ven ese momento más como de liberación, de entrada a la plenitud, aun cuando no están muy claros en cómo será. Basta que sea el cumplimiento de la multitud de promesas que ha hecho Dios desde el principio sobre aquellos que le han sido fieles. No tienen grandes pesos de conciencia y, del otro lado, tienen una infinita confianza en el amor y la misericordia de Dios. Se reconocen imperfectos, pero saben que esa imperfección sólo se resuelve con el poder de la misericordia divina... Y así lo viven. A la espera de ese momento, que para ellos, sin ninguna duda, será de encuentro feliz y de gloria definitiva...
Definitivamente todos estamos llamados a la muerte. Y todos podemos optar por una actitud lógica ante ella, basada en la confianza en Dios, en su amor, en su misericordia. Será el momento de encuentro ya definitivo con ese Dios que nos ha creado para Él. No es un momento para dejar pasar por debajo de la mesa, pues es la puerta de entrada a la realidad inmutable, a la vida final y eterna, a la alegría definitiva junto al amor. O, si no lo asumimos como una certeza, será la realidad que nos convierta en los hombres más tristes de la historia, pues esa muerte, lejos de convertirse en vida eterna, será para quien ha sido infiel, burlándose de esa realidad sobre la cual suficientemente se nos ha puesto en guardia, la muerte eterna... Lo dice el mismo Jesús: "Les aseguro: quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre". Guardar la Palabra de Jesús es la clave para poder estar ante la muerte con una actitud positiva. No se trata de no pecar, pues todos somos pecadores, sino de confiar en el amor y la misericordia de Dios. En la búsqueda de la fidelidad a la palabra de Jesús, evitar el pecado y abandonarse en su perdón cuando caemos. Caminar erguidos hacia la meta final, y levantarse inmediatamente cuando lamentablemente caemos.
Por supuesto, Dios es un Dios de vivos y no de muertos. Para quien muere eternamente, Dios dejará se existir, pues quedará para siempre apartado de su amor. Ese es el infierno, la muerte eterna: la separación definitiva, para siempre, de Dios y de su amor, de su compasión, de su abrazo tierno y entrañable. Para quien vive para la eternidad, la muerte no es más que un paso hacia la vida plena, la que en sombras vivió en su cotidianidad, elevando su mirada y suspirando por el encuentro definitivo de amor con Dios, en el cual Él mismo será la compensación plena, y por cuya existencia no será necesaria ninguna otra compensación...
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