Jesús es el Dios que se ha hecho hombre y que ha asumido nuestra naturaleza humana radicalmente, con todas las consecuencias de ello, al extremo de llegar incluso a sufrir como cualquier humano las tentaciones que todos sufrimos. Lo ha hecho para realizar desde dentro mismo de nuestra naturaleza, de nuestra historia, de nuestro ser, la labor de rescate que le encomendó el Padre Dios. Los hechos que fue realizando en su vida terrena fueron convirtiéndose en símbolo de lo que lograría al final, con la obra culminante de su entrega en la Cruz. En el encuentro con la Samaritana, al borde del pozo de Jacob, se identifica claramente con el Agua Viva que Él viene a dar a los hombres para que en todos se instale "un manantial de agua que hará saltar hasta la vida eterna". La curación del ciego de nacimiento, al darle la capacidad de ver, no es simplemente un gesto que daba una capacidad física que no poseía, sino la capacidad de ver lo que verdaderamente es importante: "-¿Crees en el hijo del hombre? -¿Quién es, Señor, para creer en Él? -Es éste, que estás viendo y con quien estás hablando... -¡Creo, Señor!"... Jesús es el Dios que se hace hombre, que da el Agua Viva que nos hace llegar a la vida eterna, y que nos da la capacidad de ver lo importante, en medio de toda nuestra realidad material... Esto, podríamos decir, es el resumen de los cuatro primeros Domingos de Cuaresma que hemos vivido...
El V Domingo, el último antes del inicio de la Semana Santa, que abre sus puertas con el Domingo de Ramos, en el que presenciaremos la entrada triunfal de Jesús en la Ciudad Santa, Jerusalén, nos presenta el gesto maravilloso que Jesús viene a realizar con toda la humanidad. Es el rescate final y definitivo que se convertirá en el paradigma de la obra redentora, por cuanto es el arrebato que hará Jesús de cada hombre y de cada mujer de la historia de las garras terribles de la muerte y de la oscuridad del sepulcro... En Lázaro, resucitado después de cuatro días de muerto y oculto en la soledad del sepulcro, está cada uno de nosotros. Es a cada hombre y mujer a los que Jesús lanza el grito victorioso: "¡Lázaro, sal fuera!" La obra de Jesús, que consiste en su propia entrega a la muerte, es como el pago de un rescate de alguien que ha sido secuestrado. El secuestrador es el demonio, el pecado, la muerte, la sombra maléfica. El sepulcro es el sitio de reclusión, donde el demonio oculta a su "presa". Es como el trofeo del cual el demonio está seguro que posee definitivamente. Pero aparece el rescatador, que ofrece al demonio un intercambio que para él resulta muy interesante. "Me ofrezco yo en vez de ellos. Tómame a mí, y yo muero en vez de ellos y quedaré también oculto en el sepulcro, en su oscuridad, en su soledad, en su frío..." Delante del sepulcro, Jesús, Dios hecho hombre, lanza el reto al demonio, que acepta gustoso el intercambio, sin saber que esa será su perdición definitiva. Jesús lanza a Lázaro el grito de la victoria total: "¡Lázaro, sal fuera!"... "Tu lugar no es la muerte, sino la Vida. No estás para quedarte en la soledad y la oscuridad del sepulcro, sino para tener el Agua y la Luz de la Vida. Estás para vivir eternamente feliz en la presencia del Padre amoroso, que me ha enviado a rescatarte..."
Es la voz estruendosa del Dios victorioso, del Dios que jamás será vencido, del Dios que acepta pasar por la humillación de la Cruz y del sepulcro, pero sólo como paso previo a la más estruendosa de las victorias y la más humillante de las derrotas que será infligida al demonio... Ya lo hemos dicho... Lázaro somos cada uno de nosotros. Somos nosotros los que vencemos en Jesús. La muerte no tiene ningún poder sobre el hombre, pues Jesús mantiene su presencia frente a los sepulcros donde ha pretendido mantenernos secuestrados el demonio, y su voz sigue resonando fuertemente: "¡Sal fuera!"... "¡Salgan fuera todos ustedes, los que han muerto por el pecado! ¡No los ha creado mi Padre para la muerte, sino para la vida! ¡Él no permitirá que su obra se pierda!"
La resurrección de Lázaro, al entender de muchos teólogos, no es verdaderamente tal. La forma correcta de llamarla, según ellos, es "reviviscencia", por cuanto a pesar de que Lázaro revivió, en su momento debió morir de nuevo, como cualquier humano... Pero sí es un signo, un símbolo, un preludio, de la resurrección gloriosa que viviremos los hombres al final de los tiempos. En todo caso, sería una "primera resurrección" que se daría cuando somos bautizados y cuando son perdonados nuestros pecados en la confesión. Pero que será definitiva e inmutable cuando seamos ya resucitados al final de los tiempos, para la vida eterna... Será el cumplimiento total de la visión de Ezequiel: "Yo mismo abriré los sepulcros de ustedes, y los haré salir de sus sepulcros, pueblo mío, y los traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra sus sepulcros y los saque de sus sepulcros, pueblo mío, sabrán que soy el Señor. Les infundiré mi espíritu, y vivirán; los colocaré en su tierra y sabrán que yo, el Señor, lo digo y lo hago". Es el Señor el que hace que esta visión sea una realidad. La resurrección de Lázaro no es más que un adelanto de lo que, sin posibilidad de echar atrás, hará Dios con el hombre al fin de los tiempos...
Será la realidad final, gloriosa, dichosa, que viviremos todos los hombres. Es a lo que vino Jesús. Y lo cumplió perfectamente. Jesús murió en la Cruz para lograrlo. Pero esa muerte no tuvo el poder para contenerlo. La fuerza del sepulcro no fue suficiente, pues el poder de Dios es infinito. La resurrección de Jesús es la puerta que se abre para la resurrección de todos nosotros. "Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también sus cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en ustedes". Nuestro final, al mantenernos unidos a Jesús, es la gloria. No es posible que Aquél que venció a la muerte por su propia virtud para rescatarnos, hoy no siga haciendo lo mismo. El grito que lanza a Lázaro nos lo lanza a cada uno. Y será una resurrección para la Vida Eterna feliz junto al Padre, en la felicidad plena de la que ni siquiera nos imaginamos su magnitud, en la que seremos totalmente compensados por mantenernos fieles a su amor, a su misericordia, viviendo en su esperanza...
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