La actitud que debe movernos es, entonces, la de la espera feliz de que una nueva promesa se cumplirá. Aun cuando la Cuaresma es tiempo de penitencia, de reflexión personal, de conversión de lo malo a lo bueno, de arrepentimiento, no es tiempo de tristeza. Es, sin duda, tiempo de esperanza, de alegría, de mirar a lo que se avizora en el futuro, que no es más que armonía total, felicidad plena, vivencia única y definitiva del amor... A eso nos invita la escritura, y a eso debemos tender, sin quedarnos sólo en lamentaciones o añoranzas vanas...: "Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados". Esta es la realidad en la que se compromete el mismo Dios. Es tan cierto, tan real, tan serio el compromiso que el mismo Dios asume, que no lo delega en nadie. Es Él mismo, con su amor, con sus entrañas misericordiosas, el que saldrá al encuentro del hombre necesitado, arrepentido, expectante de la felicidad plena: "¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré". Dios promete ser Él, sin mediadores ni dilaciones, el que saldrá al encuentro del hombre necesitado.
¿Qué imagen más entrañable para los hombres que la de la madre que se ocupa amorosa y tiernamente de su hijo de pecho? Pues es la imagen que Dios usa para explicarnos cuál es su actitud ante nosotros, expectantes y añorantes de su amor y de su misericordia. Dios se describe ya no sólo como Padre, sino que asume la cualidad de Madre. Dios es Padre y Madre, abandonando la mentalidad sexista que coloca al hombre como el único importante, como el dador de la vida, como el sustento de lo esencial. La cualidad materna, que apunta al cuidado extremo, a la ternura, a dar incluso la vida por su hijo, es reflejo de lo que Dios hará por sus hijos, por nosotros. Recuerdo una vez que mi mamá me dijo: "Si tuviera que sacarme la comida de mi boca para dártela, lo haría sin pensarlo dos veces..." Es lo que Dios hace. Nos da la vida, desde su abandono. Nos coloca por encima incluso de sí mismo, siendo Él el Eterno, el Omnipotente, rebajándose al máximo, con tal de que nosotros quedemos por encima de todo dolor y sufrimiento...
En este caminar en la certeza de la misericordia y del perdón de Dios es necesario el concurso del hombre, en el sentido de hacerse acreedor. No se trata de una ganancia automática, en la que la felicidad eterna se logra sin ningún esfuerzo. No es el mérito del hombre el que lo alcanza, pues ha sido el Hijo el que lo ha logrado para todos, pero sí es su demostración de la búsqueda de la felicidad y la concreción en hechos y palabras de esa añoranza, la que hace que Dios la conceda... "Los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio", dice Jesús. Es la obra en favor del bien, es el alinearse en la misma actitud de la salvación, la que logrará que Dios aplique su infinita misericordia y conceda la felicidad eterna a los hombres...
En efecto, sólo quien labora por la vida tendrá la vida. Y la vida es el día a día, es lo cotidiano. No quiere Dios separarnos de nuestra realidad cotidiana para que nos hagamos suyos. Es exactamente al revés. Quiere que seamos cada vez más suyos, estando cada vez más comprometidos con nuestra realidad cotidiana. Es el día a día lo que debe servir para poder manifestar nuestra añoranza de eternidad. Sólo quien está firmemente asentado sobre su realidad alcanzará manifestar su añoranza correctamente, pues es esa realidad la que desea cambiar y colocar a los pies de Jesús. El Reinado de Cristo no es una reinado extraterrestre, sino que es esencialmente terreno. Es el reinado en el cual los valores y los principios cristianos se hacen realidad, se hacen naturales, se hacen vivencia cotidiana en cada uno de los hombres. No habrá reinado futuro en la eternidad si éste no empieza a desarrollarse en lo del día a día... Quien añora la salvación eterna, la añora temporal. Quien añora vivir la felicidad eterna, añora hacerla realidad ahora. Quien añora la Justicia divina, no mira a otro lado cuando percibe la injusticia ahora. Quien añora la paz sólida, no se hace el desentendido ante la violencia. Quien añora la riqueza de Dios, no puede ser indiferente ante la pobreza y la miseria actual de los hermanos...
Sobre esto se basará el juicio final. No en cuánto se suspiró inútilmente por la realidad futura, sino en cuánto esos suspiros nos motivaron por poner manos a la obra. En cuánto nos movimos por lograr que el Reinado de Cristo empezara cuanto antes entre nosotros, en las realidades cotidianas que vivimos, en nuestros ambientes familiar, laboral, de amistades, de diversiones... En cuánto hicimos en concreto, no en cuánto soñamos. Ese juicio pertenece a Jesús. Así como Él mismo se compromete a ser el alivio y el consuelo de los hombres, sin delegar a nadie -"Vengan a mí los que están cansados y agobiados, que Yo los aliviaré"-, así mismo a Él corresponderá juzgarnos: "El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que lo envió". Es Jesús quien tendrá en sus manos la decisión sobre nuestro futuro de eternidad. Y su decisión se basará en lo que hayamos honrado al Padre con nuestras obra y nuestras palabras... Con el compromiso que hayamos cumplido en procurar que la felicidad eterna se adelantara en nuestra realidad diaria...
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