viernes, 6 de marzo de 2020

Yo soy quien decide si mi camino es de salvación o de condenación

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La conversión es la opción que nos pone Dios al frente para avanzar por el camino de nuestra salvación. Como nos ha dicho a través de Moisés, coloca delante de nosotros la vida y la muerte, y somos nosotros mismos los que libremente optamos. La alternativa es clara. Es plenitud o tragedia, elevación o debacle, iluminación u oscuridad. No es un camino ya determinado o definido, por el que debamos transitar inexorablemente, sino uno en el que somos nosotros mismos los que vamos colocando los ladrillos que iremos pisando y que harán que vayamos adelantando por la opción que hayamos asumido. Cuando optamos por una conversión hacia el amor, la perspectiva es la de la iluminación total, que nos irá conduciendo felizmente a nuestra salvación. Nuestra eternidad, de esta manera, será de absoluta armonía pues estaremos eternamente ante quien es la armonía en esencia. Es la armonía que da el amor de Dios, presente en su gloria eterna, en la que habitaremos quienes optamos por seguir esta ruta de entrega y de amor. Cuando nos convertimos y dejamos atrás toda la maldad que hayamos podido vivir en nuestra vida pasada, se abre para nosotros el panorama de una vida totalmente nueva, marcada por la novedad del amor. El hombre convertido es el hombre nuevo, el que ha dejado atrás el signo de Adán, que es el signo del alejamiento de Dios y la maldad, y ha asumido como propio el signo de Jesús, que es el signo de la bondad, de la redención y de la salvación que Él nos otorga con su entrega y su muerte en Cruz por amor: "Si el malvado se convierte de todos los pecados cometidos y observa todos mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. No se tendrán en cuenta los delitos cometidos; por la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?" El deseo de Dios quedaría totalmente cumplido, pues se lograría de ese modo la salvación del que se ha convertido de su maldad. Lo dice Jesús de otra manera: "No necesitan de médico los sanos sino los enfermos".

Aún así, quien ya se ha convertido no puede tampoco de ninguna manera cantar victoria. El hombre, que vive lamentablemente en la oscuridad del "hambre de pecado", debe reforzar con mucha determinación su espíritu, de modo que sienta cada vez menos la atracción por las cosas que lo puedan alejar de Dios. Ninguno de nosotros tiene una "armadura antipecados". Nadie posee el "seguro contra pecados". Por ello, en el camino de la conversión jamás podremos bajar la guardia ni despegarnos de Aquel que ha impulsado en nosotros el cambio que se haya producido. Quien camina por la ruta de la conversión no tiene ya alcanzada la meta. Está avanzando hacia ella. Y no lo está haciendo con un impulso personal, absolutamente individual, por el cual podría presumir de un voluntarismo que alcanzaría su salvación. Lo hace reconociendo con humildad que solo jamás podrá llegar a la meta, por lo cual necesita absolutamente de la fuerza que Jesús le imprime, de la ilusión de saberse salvado por Aquel que pende muerto en la Cruz por amor a él. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". No es su fuerza o su determinación la que alcanzará la meta, aunque sea también necesario poner de su parte. Junto a la fuerza o a la ilusión personal es imprescindible colocar la fuerza superior de Jesús que nos invita a avanzar y nos tiende la mano para que agarrados a Él podamos adelantar realmente. Si no lo hacemos así es muy probable una derrota trágica: "Si el inocente se aparta de su inocencia y comete maldades, como las acciones detestables del malvado, ¿acaso podrá vivir? No se tendrán en cuenta sus obras justas. Por el mal que hizo y por el pecado cometido, morirá". Nadie debe bajar la guardia, pues el camino de la conversión es un camino de retos continuos, pero también de compensaciones continuas. Y tendrá una compensación definitiva en la eternidad feliz junto al Padre. Ante nosotros están los dos caminos. Libremente optamos: "Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá".

Para Jesús el signo del avance en el camino de la conversión es el no contentarse con los mínimos de exigencia personal o con los formalismos del cumplimiento de la ley. Hacerlo así y contentarse con ello es signo de que no se quiere comprometer en el avance hacia la perfección. Quien se contenta con eso es quien simplemente se considera bueno porque no hace nada malo. Habría que preguntarse hasta dónde está involucrado en el camino del bien quien solo evita el mal, pero no se lanza en la procura del bien propio y del hermano. No basta no hacer lo malo. Hay que apuntar siempre a hacer lo bueno. Y eso requiere valentía y determinación, pues la maldad no se quedará de brazos cruzados. La maldad actúa siempre y con mucha fuerza, por lo cual quien se decide por el bien, siendo activo en oponer la fuerza de la bondad a la fuerza de la maldad, debe asumir que su camino estará muy lejos de ser un camino pacífico y de poca exigencia. Jesús sentencia: "Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos". Jesús aborrece los mínimos y nos pide cada vez mayor profundidad en nuestro compromiso. Y a medida que vamos avanzando, nos coloca retos mayores. La santidad es un camino de valientes, de aquellos que están dispuestos a responder siempre afirmativamente a lo que Jesús pone delante como opciones de vida: "Ustedes han oído que se dijo a los antiguos: 'No matarás', y el que mate será reo de juicio. Pero yo les digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano 'imbécil' tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama 'necio', merece la condena de la 'gehena' del fuego". La medida de esa exigencia personal es la delicadeza de espíritu hacia el hermano. No es una opción individualista, sino que debe tener repercusión en la vida comunitaria. Es la vivencia de una verdadera fraternidad la que dará resonancia a la opción personal de conversión. No se trata de ser bueno "hacia dentro". Se trata de demostrar ese ser bueno y de sembrar el bien "hacia fuera". Es el hermano el primer beneficiario de la conversión personal. Es la opción que nos pone Jesús a la vista. Nuestra libertad es la que decide. Ese es el camino que tiene como meta la salvación. Es el único camino que podemos recorrer para salvarnos. No hay otro. Y somos nosotros los que nos decidimos a recorrerlo o no.

jueves, 5 de marzo de 2020

Me creaste y te comprometiste a poner todo lo que necesito en mis manos

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Una de las formas principales de oración de los cristianos es la de la petición. Podemos dirigirnos a Dios para alabarlo reconociendo su gloria, para glorificarlo, para reafirmar nuestro reconocimiento de su absoluta trascendencia. También podemos hacerlo agradeciendo su providencia amorosa por la cual procura para nosotros todos los bienes y nos da todos los beneficios que podemos disfrutar de la creación que Él ha puesto en nuestras manos. Igualmente nuestra oración puede estar motivada por la absoluta humildad de reconocernos necesitados del perdón amoroso y misericordioso de Dios, fuente de toda piedad, y el único que puede realmente perdonar nuestras faltas. Alabar, agradecer y pedir perdón son las formas mejores por las cuales podemos dirigirnos a Dios. Si pudiéramos hablar de grados de perfección, en el orden en que están nombradas son más perfectas. Todas son buenas, pues todas nos ponen en contacto con Dios, y nos aseguran que al ponernos en contacto con Él lo estamos haciendo presente en nuestra vida cotidiana, y no estamos reduciendo su presencia a algunos momentos "estelares" de ella. El mismo Dios no quiere estar confinado en un rincón de nuestra existencia, del cual lo sacaríamos ocasionalmente para pedirle algo, para solicitar su perdón, para esperar su consuelo... Sería un contacto con Dios reducido casi solo a una relación de conveniencia, que tendríamos únicamente para la obtención de beneficios. No es esa la relación que Él quiere tener con nosotros. Su presencia en nuestras vidas ciertamente es continua. Y la meta a perseguir es que cada uno pueda hacerse consciente de ello.

Esta es la invitación que nos hace Jesús, cuando nos llama a pedir, a buscar, a llamar. Nos asegura que obtendremos respuesta, pues nos encontramos ante un Dios bueno, que no dejará de llenarnos de beneficios: "Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de ustedes le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre de ustedes que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden! Así, pues, todo lo que deseen que los demás hagan con ustedes, háganlo ustedes con ellos; pues esta es la Ley y los Profetas". Dios ha creado todo lo que existe para nosotros y lo ha puesto en nuestras manos. Todo lo que necesitamos está en nuestra manos, en la medida en que la accesibilidad a los bienes sea más sencilla. Cuando los beneficios no son ordinarios, es decir, no están a la mano, sino que entran en un ámbito superior, de bendición y de providencia, basta que se lo pidamos al Señor, dador de todos los bienes, y Él en su providencia amorosa, viendo la mejor conveniencia para nosotros, nos lo concederá. Él es ese Padre amoroso que jamás dará una piedra o una serpiente a sus hijos amados. Es el Padre que nos ha creado, haciéndonos surgir de la nada y nos ha colocado en un mundo también creado por Él para nosotros, en el cual encontramos todo lo que nos sirve para subsistir. Si esto se da en el orden material, con mayor razón se da en el orden espiritual, que es en el cual obtendremos siempre las mayores riquezas.

La razón última de la acción de Dios en nuestro favor es el reconocimiento de nuestra indigencia, de nuestra absoluta necesidad de Él en nuestra vida. La oración de petición tiene su fundamento en el reconocimiento de que Dios es la fuente de todo beneficio, de que en ningún otro obtendremos lo que necesitamos para poder subsistir y seguir adelante. A la oración de alabanza, de acción de gracias y de perdón, le sigue en perfección la oración de beneficios. Es la menos perfecta de todas, pero es a la que nos invita Jesús con mayor vehemencia. Sabe que somos necesitados y por ello nos llena de la esperanza de que esa necesidad siempre será cubierta por el Dios de amor y de providencia. Así debemos entenderlo todos: "Yo he escuchado en los libros de mis antepasados, Señor, que tú libras siempre a los que cumplen tu voluntad. Ahora, Señor, Dios mío, ayúdame, que estoy sola y no tengo a nadie fuera de ti. Ahora, ven en mi ayuda, pues estoy huérfana, y pon en mis labios una palabra oportuna delante del león, y hazme grata a sus ojos. Cambia su corazón para que aborrezca al que nos ataca, para su ruina y la de cuantos están de acuerdo con él. Líbranos de la mano de nuestros enemigos, cambia nuestro luto en gozo y nuestros sufrimientos en salvación". Ésta no es una oración que busca beneficios materiales. Aquí se solicita de Dios su compañía para vencer al enemigo. Es una oración que exige de quien la hace la humildad del reconocimiento de que de Dios solo obtendremos los beneficios que necesitamos, y que nunca nos negará esos beneficios que vienen solo de Él. Solo quien es verdaderamente humilde delante de Dios y se acerca a Él en el reconocimiento de que es la fuente de todo beneficio, material o espiritual, abandonando la pretensión de poder lograr individualmente la meta que se quiere alcanzar, obtendrá de Él el pan de su bendición y el pescado de su providencia. Él es el Dios de amor y de providencia, el que nos ha creado y ha puesto en nuestras manos todo lo que necesitamos para subsistir, y quien se ofrece para que tengamos siempre lo que necesitamos, especialmente aquello que no está siempre a la mano, y que surge de su corazón de amor, pues al habernos creado se ha comprometido con nosotros a hacernos llegar todo lo que necesitemos. Por un lado está, entonces, su amor todopoderoso y providente. Y por el otro, estamos nosotros, que debemos considerarnos indigentes y absolutamente necesitados de Él y de su amor.

miércoles, 4 de marzo de 2020

Tú eres la realidad de la salvación. No necesito más signo que tu amor

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San Pablo afirma contundentemente que la fe viene por el oído: "¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien! ... Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo". Esto lo entendió perfectamente la Iglesia naciente, que fue enviada en los apóstoles por Jesús a anunciar el Reino de Dios a toda la creación: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". El hacer llegar la noticia de la irrupción de la salvación a todos; del amor de Dios que se derrama sobre todos y cada uno de los hombres, en cualquiera de las latitudes en las que se encontraba cada uno; hacer que todos conocieran la mejor noticia que podía ser transmitida y en la que anunciadores y destinatarios estaban personalmente involucrados y eran beneficiarios de ese acontecimiento singular, era la tarea que le correspondía realizar a la Iglesia que Jesús había fundado y que comenzaba así su tarea como el instrumento de salvación que Él había dejado en el mundo para hacer llegar la salvación a todos. Luego vendrán las otras acciones, de gobierno y dirección y de instrumentalidad de la Gracia sacramental. Lo primero era hacer llegar esa grandiosa noticia de la salvación. Los hombres de todo el mundo eran desconocedores de la obra salvífica que había realizado Jesús en favor de todos ellos. No era tarea fácil la que se le encomendaba a los apóstoles, por cuanto fuera del contexto hebreo y del que de alguna manera habían tenido contacto con él, era ínfima la cantidad de personas que hubiera podido sentirse involucrada en esa noticia. Se trataba de derribar el muro del desconocimiento. Para ello, se necesitada, por un  lado, de una palabra convincente y contundente que venciera toda oposición y que convenciera no sólo con argumentos sólidos, sino también con experiencias que los sustentaran y, por otro lado, de una humildad y apertura de corazón que hicieran que se diera una buena disposición en los oyentes para recibir tan grata noticia.

Jesús, en su predicación, abre las puertas de estas disposiciones que debían darse para recibir con agrado la noticia de la salvación que Él mismo venía a traer: "Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás". El signo de la salvación es Él mismo, por lo cual ya no serán necesarios más enviados. Él es el enviado del Padre que no solo viene a anunciar una salvación inminente, sino que es la salvación misma. Por eso pedir signos es ya absurdo. Ya no habrá signos, pues lo que hay es la realidad absoluta de la presencia del Salvador en medio de los hombres. "Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación". Jonás fue el gran profeta que logró con la contundencia de su predicación la conversión de todo el pueblo: "Jonás empezó a recorrer la ciudad el primer día, proclamando: 'Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada'. Los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor". La conversión, como la fe, requiere de ese doble movimiento: el anuncio y la aceptación. Debe haber quien anuncie con alegría, con ilusión y con convicción. Y debe haber, de la otra parte, un corazón bien dispuesto a recibir la noticia y a abrirse a la salvación que Jesús quiere hacer llegar a todos.

Es la dinámica que debe presentarse siempre en la vida de quien quiere avanzar en la fe mediante la conversión. La Iglesia, atendiendo al mandato de Jesús, siempre tendrá predicadores bien dispuestos a ser anunciadores de la salvación que Él ha venido a traer. Esos anunciadores no deben ser solo comunicadores de una buena noticia, sino portadores de ella por haber tenido la buena experiencia de su propia salvación. La noticia la dan más porque la han vivido que porque la "conocen". Los que los escuchen tendrán una mejor disposición porque más que escuchar la Buena Nueva, la "leen" en sus vidas, y se convencen de que es una realidad innegable pues la ven hecha verdad en sus vidas. Por ello en los destinatarios se debe dar también una actitud de conversión, por la que estén dispuestos a deponer actitudes antiguas de soberbia, de vanidad, de egoísmo, que los anime a reconocer que lo que se les está presentando es mucho mejor que lo que han estado viviendo hasta ese momento. La conversión es tomar un camino diverso al que se lleva y asumir la nueva dirección con alegría e ilusión. Es descartar lo viejo y asumir lo nuevo. Es dejar lo que lo sume a uno en el odio para tomar lo que lo eleva en el amor. Es arrepentirse de todo lo anterior que alejaba de la vida de Dios, y con humildad, con buena disposición, con valentía, tomar la ruta nueva que lleva hacia Él y llena el corazón de la añoranza de tenerlo siempre para nunca más abandonarlo., Requiere de firmeza de carácter, de convicción, de valentía, pues es colocar ante el espejo la propia vida, para reconocerse en lo que verdaderamente se ha sido hasta ese momento, para desplazarse en una ruta diversa que lleva a la plenitud en Dios, quien es el único que puede darla. Es el camino que se nos presenta a todos y al que todos estamos llamados. No dejemos de colocarnos ante él y decidámonos con valentía a seguir el camino de nuestra elevación, para vivir el amor en plenitud.

martes, 3 de marzo de 2020

La oración me pone en contacto contigo y consolida mi amor por ti

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La oración es la forma necesaria de mantener un contacto frecuente con Dios. Así como el cuerpo necesita de la respiración para mantenerse con vida, así mismo el cristiano necesita de la oración para mantenerse vivo, alimentando su vida de gracia, es decir, la presencia de Dios en sí. Si ese contacto, además, está sondeado por el sentimiento más puro que podemos guardar, como lo es el amor, ya no solo es una necesidad sino que es la forma más hermosa de vivir ese sentimiento. Los enamorados buscan el contacto frecuente, no por un capricho superficial, sino porque sienten que de esa manera viven con mayor intensidad la felicidad que les proporciona su amor. Dios vive también con intensidad este contacto que los hombres tenemos con Él. Ciertamente, nuestro amor por Dios se consolida en el contacto íntimo con Él en la oración. No sucede esto con Dios, pues su amor por nosotros será siempre sólido e inmutable, como ya lo ha demostrado suficientemente. Pero como nuestro Padre, siente infinita satisfacción cuando buscamos tener contacto con Él, y aprovecha esos momentos para derramar con mayor abundancia ese amor en nuestros corazones. Es la consolación que sentimos cuando nos ponemos ante Él y mantenemos un diálogo de amor mutuo. Santa Teresa de Jesús, maestra de oración, afirmaba que la oración tenemos que verla como el encuentro de dos corazones que se aman, el mío y el de Dios. Está claro que el amor busca la cercanía. Los enamorados quieren verse, hablar, tocarse. Y no es solo una cercanía física, pues el amor trasciende lo material. La cercanía es afectiva, y por lo tanto, espiritual. Si fuera solo física estaríamos dejando al amor solo en el ámbito del hedonismo y de lo pasional, cuando ciertamente va mucho más allá. El amor se consolida en un contacto espiritual y quiere la cercanía, pero no vive solo del contacto físico. Si no fuera así no se explicaría la capacidad que tenemos de amar a un ser querido en su ausencia. Los ojos del amor no son los de nuestro rostro. Se ubican en el corazón y no necesitan de la carne para poder mirar. Ni el tiempo ni el espacio lo condicionan, pues el amor no tiene confines. En la oración vivimos esta realidad en toda su profundidad y en toda su verdad. Dios y yo vivimos y expresamos nuestro amor en esa intimidad de corazones.

Por supuesto, la oración nos exige actividad. No es pasiva. Nuestro espíritu se mueve hacia Dios. Y en la medida en que más lo hace, mejor lo hace. Es una práctica que se va haciendo mejor cuando la ejercemos. Vivir la oración nos exige esforzarnos. El diálogo de amor va siendo más vivencial y convincentemente amoroso en la misma medida en que lo experimento. No puede ser ejercitado solo en los momentos de conveniencia, pues entonces deja de ser amoroso. Acercarse a Dios solo cuando lo necesito no es justo. Evidentemente en esos momentos debo hacerlo con mayor razón, pues la necesidad lo exige. Pero debemos cuidar de que no se reduzca a una relación de conveniencia. Aunque sea así, aunque obtengamos los mayores beneficios de Dios en el contacto con Él, el mayor beneficio siempre será el de sentir su amor en nuestro corazón. Y eso se consigue solo en una relación espontánea, motivada solo por el querer sentir la compensación afectiva, que es infinita en una oración íntima y sabrosa. Dios siempre actuará en mí cuando me encuentro con Él. Jamás dejará de proporcionarnos un beneficio. Cuando el hombre ora, algo pasa en su interior. Misteriosa y portentosamente, Dios deja siempre algún efecto positivo en el corazón de quien se abandona en la oración. Así lo afirma el mismo Dios: "Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo". Ese encuentro con Dios será de alguna manera fructífero para quien se acerca a Dios. El primer beneficio será seguramente el de consolidar el amor que sentimos por Él y el de sentirnos cada vez más resguardados en su corazón amoroso y paternal. No existe compensación mayor que el de sabernos amados por Dios. Con esa convicción podemos siempre afrontar cualquier situación que se nos presente en nuestra vida cotidiana, pues "nada nos puede separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro". Esto nos hace sólidos e invencibles, pues el amor de Dios es todopoderoso. Resguardados en Él podemos afrontarlo todo. "Todo lo puedo en Aquel que me conforta". Solo podremos ser vencidos si nos ubicamos lejos de su amor y de su corazón.

Jesús, Señor y Maestro, respondió a la inquietud de sus discípulos. Necesitaban ese contacto con Dios para mantener y solidificar su experiencia de amor. Y les regaló, y nos regaló a todos, la mejor oración que podemos hacer. Si es buena la oración que hacemos nosotros, podemos imaginarnos lo buena que es si es el mismo Jesús su compositor. Con seguridad, de esa manera se dirigió Él mismo a su Padre Dios. Sabemos bien que Jesús fue un hombre de oración. Se retiraba con frecuencia y pasaba noches enteras en ese contacto de intimidad con Dios. Tan bueno fue su testimonio que los mismos apóstoles le rogaron que les enseñara a orar. Y surgió de ese corazón que se mantenía en constante contacto con Dios esta oración: "Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal". Es la oración de los hijos de Dios, en la que se asume la común filiación, la fraternidad global, la alabanza y glorificación de Dios, el abandono en su voluntad, la solicitud de su providencia y la necesidad de su perdón y de su apoyo para vencer en toda ocasión. Cuando en nuestra oración asumimos el Padrenuestro obtenemos la mayor de las riquezas, la mejor manera de comunicarnos con Dios. Y abrimos las puertas de nuestro corazón para que Él se comunique con nosotros. Al hacer nuestra esta oración, y dejarla surgir desde un corazón conquistado por el amor divino, Dios abre el suyo para dejar manar desde él su amor eterno e infinito y derramarlo en nuestros corazones. El Padrenuestro nos vacía de nosotros mismos y coloca a Dios en el lugar que le corresponde. Nos enriquece en nuestra experiencia espiritual, produce los mejores frutos en nosotros, y nos compromete a vivir para Él, para su amor y para el amor a nuestros hermanos.

lunes, 2 de marzo de 2020

Mis obras de amor me abrirán las puertas del cielo

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"En el atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el amor". Esta frase de San Juan de la Cruz es maravillosa, pues nos pone ante la perspectiva única y definitiva que se nos presentará a todos nosotros en el momento en que tengamos que hacer el balance final de lo que hemos vivido. El examen final al que seremos sometidos tendrá como única materia el amor. No existirá absolutamente nada más. Lo único que valdrá, lo único que tendrá peso en la balanza divina, serán las obras de amor que hayamos emprendido. Todo lo demás será vacío y no influirá para nada en que la balanza se incline más. Aquellos que hayan puesto su única preocupación en la fama, en las posesiones, en la obtención de placeres, verán como eso, delante de Dios, se convierte en arenilla que se escapa de las manos. En ese examen final no podremos aducir la cantidad de títulos académicos que hayamos obtenido, la cantidad de vehículos que hayamos podido comprar, las empresas que hayamos fundado, las buenas marcas de ropa o de calzado en las que hayamos gastado el dinero, las buenas inversiones bursátiles que hayamos podido realizar, la cantidad de ceros que tuvieron las cuentas bancarias que llegamos a movilizar... Dios no nos preguntará en aquel momento final nada de eso. A Él no le interesará ninguna de las realidades pasajeras o temporales. Nada de lo que puede pasar tendrá ningún peso, pues nada de eso trascenderá el tiempo ni el espacio. Llegará el momento en que todo eso desaparecerá. Y quedará entonces solo lo que trasciende, lo permanente, lo que nunca pasará. La única pregunta que se nos hará, entonces, en aquel examen final será: "¿Cuánto amaste?" Y dependiendo de nuestra respuesta, que seguramente no daremos nosotros, sino que la dará la película de nuestra vida que será proyectada en aquel juicio final, obtendremos nuestra salvación, que será la felicidad eterna en la vivencia del amor que nunca se acaba en el seno de Dios, o la condenación eterna, donde se dará la mayor frustración y tristeza, pues seremos excluidos eternamente del amor y viviremos los tormentos interminables que procurará para nosotros el demonio.

En todo caso, no debemos confundir el que no podamos llevar nada de lo material a la vida futura con el que sea absurdo intentar vivir nuestra vida actual de la mejor manera posible. No significa esto, evidentemente, que nada de lo que haga hoy, aquí y ahora, tenga sentido. Al contrario, precisamente el hecho de que vayamos a ser juzgados en el amor, nos llama razonablemente a asumir todas nuestras responsabilidades con el compromiso de teñirlas todas de ese color del amor que lo trasciende todo. En primer lugar del amor a Dios, que es quien nos ha enriquecido de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad para que podamos tender a la perfección en todo lo que hacemos. Desvivirnos en el intento de hacer todas las cosas, de cumplir con todos nuestros compromisos con la mejor de las calidades, persiguiendo que con nuestro trabajo haya una mejor calidad de vida en el mundo, procurando que en lo que a nosotros corresponda las cosas vayan mejor, es responder positivamente a esa llamada a hacerlo todo por amor. Es a la respuesta de amor que demos a Dios a lo primero que se le pondrá la lupa. La idea no es despreciar la realidad temporal, sino asumirla con la actitud cristiana de querer hacerla mejor, más humana, más santa. Querer que toda esa realidad temporal sirva mejor al hombre, pues para eso existe todo. Y para eso Dios nos ha dado las capacidades con las que enfrentamos cotidianamente esa realidad. Sin duda, la respuesta de amor a Dios es lo primero, pues es el primer mandamiento de la ley de Dios: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser". En la respuesta comprometida a ese mandamiento estará el peso de la consideración de mi salvación o de mi condenación. Jesús no hizo otra cosa que confirmar la primacía de este mandamiento sobre los otros cuando fue consultado sobre cuál de ellos era el más importante. Debemos entender, por tanto, que la buena labor que logremos ejercer en nuestra vida actual no es otra cosa que una semilla que estaremos sembrando y que tendrá su cosecha mejor en la eternidad. No deja de tener sentido, en efecto, el que pongamos nuestros mejores esfuerzos en intentar siempre cumplir perfectamente con las tareas que nos correspondan, atendiendo a la intención de Dios cuando nos enriqueció con sus dones de amor.

Pero la respuesta de Jesús a la pregunta sobre la primacía del mandamiento tuvo una segunda parte: "Amarás al prójimo como a ti mismo". Es decir, que el amor no se agota en Dios sino que debe tener una proyección en el amor al hermano. San Juan Evangelista sentencia rotundamente: "Quien dice amar a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, está mintiendo". Y en el juicio final esto destacará, por cuanto será revelador de la intensidad de amor que se haya tenido a Dios. Es por el amor a Dios que haremos obras de amor en favor de los hermanos. No es el simple altruismo (amor al otro) el que salva. Salva la caridad (amor al hermano porque en él se ama a Dios). Por eso Mateo pone los actos en favor de los demás como el único aval, pues hacer el bien a los hermanos es hacerlo a Jesús: "En verdad les digo que cada vez que lo hicieron con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron ... lo que no hicieron con uno de estos, los más pequeños, tampoco lo hicieron conmigo". Esta invitación de Dios a hacer obras de amor en favor de los hermanos es tan antigua como la misma relación de Dios con los hombres. El fundamento está en ese amor a Dios que debe motivarnos en todo. Dios dijo a Moisés, para que le transmitiera al pueblo: "Sean santos, porque yo, el Señor, Dios de ustedes, soy santo". La santidad a la que nos invita el Señor consiste en esas acciones en favor de los demás, evitando toda acción que pueda dañarlos y realizando todo lo que los favorezca, lo que vaya en función de lograr el bien para ellos. Después de una lista de acciones que se deben evitar para evitar el mal al prójimo y de las que se deben realizar para procurarles el bien, concluye así: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor". Hay una razón de autoridad final. "Yo soy el Señor". Él es quien establece las normas del juego. Pero no es una imposición de estilo tiránico, sino una exigencia que debe surgir al profundizar en el ser de Dios. Él es amor, y su esencia es amar. Así mismo, si debemos tender a su perfección, debemos tender a vivir en su mismo amor. "Yo soy el Señor", es decir, yo soy amor, tienes que ser como yo, amor. Y en la medida en que más te asemejes a mí en el amor, más estarás acercándote a la salvación. Más te estarás haciendo acreedor de esa estancia que tienes preparada para ti en las moradas celestiales. Y al final, te podré decir, junto a todos los que hayan avanzado por estas rutas: "Vengan ustedes, benditos de mi Padre; hereden el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo".

domingo, 1 de marzo de 2020

Tu amor creador pasó a amor redentor. Tu victoria es mi victoria

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La película "El abogado del diablo" tiene una escena final escalofriante. Después de que el demonio fue vencido, el personaje que lo representa se coloca ante el protagonista y comienza a alabarlo por sus capacidades, por su sabiduría, por su sagacidad, y le augura un futuro de éxito en su carrera como abogado. Ante esto, el abogado se siente muy complacido, pues avizora, con estas palabras una gran vida futura. El demonio entonces, en el disfraz de "un buen amigo", se ofrece como apoyo para lograr esas metas gloriosas, a lo cual aquel accede gustoso. La frase final es la que le da el calificativo de espeluznante a esta escena: "Me encantan los hombres porque son soberbios y vanidosos". Es la alabanza que hace el demonio al hombre. Precisamente, estas características fueron las que abrieron las puertas a la entrada del pecado en la historia de la humanidad. La serpiente sedujo a la mujer atacándola por su flanco más débil. Cuando la mujer le dice que Dios había prohibido terminantemente que comieran del árbol del bien y del mal, so pena de morir, ésta le replica: "No, ustedes no morirán; es que Dios sabe que el día en que coman de él, se les abrirán los ojos, y serán como Dios en el conocimiento del bien y el mal". Fue un golpe certero que exacerbó la soberbia y la vanidad, y se presentó como reto más que como prohibición. "Serán como Dios", fue la frase clave. No depender de nadie, ser para sí mismo la norma y el juez, deliberar sin el concurso de una autoridad superior, tener, en definitiva, absoluta autonomía, era lo más atractivo que se podía presentar. De nada valió el saber que la propia existencia se debía a un gesto de amor infinito de Dios, que permanecer en la vida era fruto de su providencia que se preocupaba absolutamente de que tuvieran todo a la mano, que la estancia en el paraíso era un tiempo de total armonía y felicidad precisamente porque Dios procuraba que todo estuviera en el orden establecido por Él que aseguraba paz y serenidad. Pesó más el deseo de echar a un lado a quien "dominaba" la situación, para colocarse a sí mismo en el centro para rendirse a sí mismo la pleitesía debida a Dios. Desplazar a Dios del lugar central que le correspondía y colocarse a sí mismo en él, decretó el inicio de la tragedia de la humanidad, su carrera hacia la autodestrucción, sumirse en la oscuridad más profunda. Fue el fin de la armonía y de la paz. El demonio venció en esta primera batalla contra Dios. Estaba declarada la guerra.

Aquella primera victoria alimentó la soberbia del demonio. Así empezó a creerse invencible, pues la historia torció su rumbo por ella. Los hombres quedaron marcados por esa mancha de soberbia, y al acabarse la armonía todo empezó a parecer encaminarse hacia la destrucción mutua. "La mujer que me diste por compañera", "¿Qué tengo yo que ver con mi hermano?", son expresiones que denotan la total ruptura de aquella fraternidad natural, de aquella unidad y armonía que solo quedaron en el recuerdo. Pero la iniciativa divina del Creador no quedó desplazada. Ante la tragedia que el mismo hombre se procuró, Dios diseñó la estrategia de rescate. Él seguía siendo el Todopoderoso y su amor seguía estando guardado para su criatura. La venida de Jesús no es otra cosa que el paso que da Dios para recuperar su lugar en el corazón del hombre. Aquella primera victoria del demonio fue real, pero no fue la definitiva. Había ganado una batalla, pero perderá la guerra ante el poder infinito de quien es el origen de todo, incluso de él antes de ponerse de espaldas al Dios del que había surgido. Y en el primer intercambio comienza a suceder lo inevitable. El demonio es vencido por Jesús en el desierto. Las tentaciones de placer, de poder y de tener con las que el demonio ataca a Jesús, que son exactamente las mismas con las cuales somos atacados todos, no hacen mella en Jesús. Hasta ese momento el demonio había vencido siempre en los hombres. Todos caemos, y seguimos cayendo, fácilmente en ellas. Nuestras cadenas las hacemos más fuertes nosotros mismos cuando no acudimos a Dios y nos confiamos exclusivamente en nuestras fuerzas. Jesús, siendo Dios, desde su poder infinito puso en su lugar al demonio: "Vete, Satanás, porque está escrito: 'Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto'". Y desde aquella ocasión todos tendremos la misma posibilidad de vencer si colocamos a Dios en el lugar que le corresponde y no nos empeñamos en quedarnos solos en la lucha. Con Él venceremos en toda ocasión.

Esa victoria de Jesús fue el preludio de todas sus futuras victorias y de las derrotas del demonio. La final, la más estruendosa, la definitiva, será la que se dará en la Cruz. El demonio se sobaba las manos pretendiendo haber sido el vencedor con la muerte de Cristo. La estrategia fue fabulosa pues estaba establecido que muriendo Jesús en la Cruz, moría el poder del mal, el pecado, la fuerza del demonio. Procurando la muerte de Jesús, Satanás procuró su propia derrota. Y ella quedó sellada absolutamente con la resurrección gloriosa. La derrota sufrida en Adán y Eva fue trocada plenamente en victoria por Jesús. Y esa victoria, aun cuando en ella no hemos tenido concurso ninguno nosotros, se nos apunta a nuestro favor. Es el efecto de la redención. Por uno, ganamos todos: "No hay proporción entre el delito y el don: si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos". La derrota del demonio no es lograda solo por Jesús. En Jesús todos hemos derrotado el poder del pecado. La muerte de Jesús, que representó la muerte del mal, es la victoria de todos nosotros. "Lo mismo que por un solo delito resultó condena para todos, así también por un acto de justicia resultó justificación y vida para todos. Pues, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos". El poder de Dios, a pesar de haber permitido alguna victoria del demonio, motivado sobre todo por su respeto reverencial a la libertad como don con el que nos ha enriquecido, no permitirá que se pierda aquel por el cual todo existe y que le da sentido a todo lo que Él ha creado. Ese poder, combinado con su amor eterno e infinito por nosotros, nos llena de gozo. Nuestra esperanza es que Dios todopoderoso está a nuestro lado. Y de que su amor no ha disminuido un ápice, a pesar de nuestro pecado. Su amor todopoderoso pasó de amor creador a amor redentor. Y sigue siendo amor. Y sigue estando a nuestro favor. Somos los seres más afortunados de toda la existencia.