Los hombres, en nuestra tendencia natural a la vanidad, al reconocimiento, por el egoísmo con que nos ha enfermado y contaminado el pecado, hemos confundido nuestra experiencia de fe con la realización de obras buenas que resulten evidentes a la vista de todos. Desde el mismo principio, añoramos el reconocimiento de los demás y el ser considerados buenos por las buenas obras que hagamos a la vista de todos, sin importar si en ello está comprometido verdaderamente nuestro corazón y nuestro ser completo. Llegamos al extremo de involucrar a Dios en esta intencionalidad, pretendiendo absurdamente con ello incluso hacer creer a Dios que somos muy buenos por las obras que hacemos, sin tener en cuenta que a Dios no lo podremos engañar jamás y que toda nuestra realidad, la más evidente y la más íntima, está siempre en su presencia de la manera más diáfana. No hay nada de lo nuestro que no sea evidente a Dios. Nada de lo nuestro le está oculto. Él percibe lo externo y lo interno. En nuestra pretensión de ocultar lo malo ante los demás podremos seguramente tener grandes éxitos. Pero jamás lo tendremos delante de Dios, pues Él ve hasta lo oculto que poseemos y que nos empeñamos en esconder delante de todos. Somos hechura suya y estamos grabados en las palmas de sus manos. Para lo bueno y para lo malo. Así como nos ama infinitamente y por ello procura para nosotros todos los bienes necesarios y nos anima a estar con Él pues esa es nuestra felicidad plena, así mismo conoce perfectamente nuestros caminos, nuestras palabras y nuestras obras, antes incluso que los emprendamos, que las pronunciemos o que las realicemos. Por ello, ante Él solo es posible una actitud: la de la transparencia, la de la coherencia, la de la honestidad. Al estar toda nuestra realidad delante de Él con toda claridad, es absurda la pretensión de querer ocultarle algo que conoce perfectamente.
En ese sentido, Dios pide de nosotros sus fieles la entrega total de nuestro ser. No se satisface con los sacrificios externos que podamos ofrecerle, pues ellos no necesariamente representan nuestra intimidad. Siempre pueden quedar fuera de nosotros, cuando el corazón no está entregado en ese mismo sacrificio y por tanto no es ofrenda que agrade a Dios. Nunca para Él es satisfactorio un sacrificio externo, que sea solo el cumplimiento de un formalismo vacío de vida, que no involucre todos los pensamientos y las obras del hombre. Se puede realizar un gran gesto externo, con el sacrificio de animales o de cosas muy valiosas, pero si en ello no está puesto el corazón del hombre, siempre será una representación externa, un teatro, de lo que verdaderamente debería estar sucediendo en el corazón del hombre. Cuando Dios, en el Antiguo Testamento, exigía los sacrificios del pueblo, lo hacía con la esperanza de que ese gesto fuera manifestación de lo que estaba sucediendo en el corazón de los israelitas. Lamentablemente, cuando constató que esos sacrificios no los representaban, comenzó a rechazarlos: "Ya no me satisfacen las ofrendas y holocaustos de ustedes". Por eso pidió al pueblo un cambio, y el pueblo buscó responder con autenticidad: "'Vamos, volvamos al Señor. Porque Él ha desgarrado, y Él nos curará; Él nos ha golpeado, y Él nos vendará. En dos días nos volverá a la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos. Procuremos conocer al Señor. Su manifestación es segura como la aurora. Vendrá como la lluvia, como la lluvia de primavera que empapa la tierra'. ¿Qué haré de ti, Efraín, qué haré de ti, Judá? El amor de ustedes es como nube mañanera, como el rocío que al alba desaparece. Sobre una roca tallé mis mandamientos; los castigué por medio de los profetas con las palabras de mi boca. Mi juicio se manifestará como la luz. Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos".
Esta misma conducta la exigió Jesús a sus discípulos. No es, por tanto, nuevo lo que pide a quienes quieran ser sus seguidores, pues es la misma conducta que exigió Yhavé a su pueblo antiguamente. No se trata de que queramos justificarnos solo con las buenas obras. Esas obras buenas hay que realizarlas y procurar que sean cada vez más y que nos identifiquen más claramente. No hay duda de que el mundo adolece de hombres y mujeres que estén entregados a Dios, que amen a sus hermanos, que realicen las obras que el mismo Dios pide que sean realizadas. Pero la respuesta no está en montar teatros hermosos y grandilocuentes en los que no esté comprometido el corazón del hombre. Lo que Dios quiere es que esas obras de bien, los sacrificios que se le ofrezcan, la fraternidad añorada con los demás, surjan de corazones que estén convencidos, de corazones que hayan sido transformados por el amor, de corazones que no necesiten ocultar nada pues son transparentes y totalmente coherentes con lo que reflejan sus obras buenas. Son corazones que no necesitan convencer a nadie, pues delante de todos, primeramente de Dios, demuestran lo que son con total luminosidad y sin necesidad de presentar una doble cara. Así lo ejemplifica Jesús: "En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: 'Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo'. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: 'Oh, Dios!, ten compasión de este pecador'. Les digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". Ante Dios, es lo que nos enseña Jesús, no podemos montar escenas de teatro. Él conoce perfectamente lo que hay en nuestro corazón. La única opción que tenemos es abrir nuestro ser a Él y dejarlo en sus manos, siendo totalmente transparentes, humildes y honestos, para alcanzar así su amor y su salvación y ser plenamente felices.
Llevamos en nuestro interior un fariseo y un publicano ya que sin quererlo caemos. Sin Ti nada podemos☺️
ResponderBorrarDios nos quiere con un corazón humilde y transparente, para que podamos entrar a la fiesta del perdón y la misericordia.
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