El tiempo de la entrega de Jesús se acerca ya rápidamente. Es inminente la resolución de todo, en el camino del rescate que ha establecido el Padre que sea llevado adelante para satisfacer por la traición que había cometido el hombre con su pecado. El amor de Dios por cada uno de los hombres ha sido de tal calidad y de tal cantidad que echa mano al último recurso, el más elevado que le quedaba. Pide a su propio Hijo que asuma la tarea de hacerse hombre para que la naturaleza humana tuviera en Él un representante que estuviera a la altura de la satisfacción que se debía. Una ofensa tan grave a Dios sólo podía ser satisfecha por alguien que estuviera a la misma altura suya. Y el único que estaba en esas condiciones era su propio Hijo. Además, si el Padre demuestra el amor máximo por el hombre donándole a su Hijo, Él también hace gala de ese mismo amor divino. "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad", es su respuesta a la propuesta del Padre. El "Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo", se complementa con el "Me amó y se entregó a la muerte a sí mismo por mí", de San Pablo. Todo es una círculo interminable de amor, pues es amor de Dios, que es eterno e infinito. No hay manera posible de que los hombres seamos condenados, a menos que nosotros mismos nos opongamos a ser salvados. "Dios quiere que todos los hombres se salven", dice San Pablo, estableciendo así el concurso del mismo hombre para alcanzar su salvación. Cada hombre que desea la salvación debe demostrarlo con sus acciones, con su rendición a la voluntad divina, con su búsqueda del bien para sí y para los hermanos, con su procura de un mundo mejor para todos. San Pablo no dice "Dios quiere salvar a todos los hombres", aunque seguramente es su deseo más profundo, sino que, como es en realidad, afirma "Dios quiere que todos los hombres se salven". Cada uno hace su parte para llegar a la meta de la plenitud.
Es necesario entrar en esta lógica divina para comprender muchas cosas de nuestra vida personal, de nuestra historia. En ella encontraremos seguramente muchas cosas de las cuales nos quisiéramos deshacer. Muchas de las experiencias personales que vivimos las rechazamos. ¿Cuántas veces nos quejamos de que las cosas no están como nosotros quisiéramos? ¿De cuántos problemas, dificultades, sufrimientos, dolores, enfermedades, no despotricamos pues nos hacen daño y quisiéramos que nos fuera ahorrada tanta molestia? La vida, no Dios, presenta siempre cosas que nos son totalmente desagradables. El mal del hombre tiene consecuencias absolutamente perjudiciales para todos, y todos somos de alguna manera dañados por el mal de unos pocos. Esas experiencias debemos verlas entonces, ya que son insalvables, como oportunidades para confirmar nuestra confianza en el Señor que en ninguna de esas circunstancias nos deja solos. Jesús mismo nos ha confirmado su presencia: "Vengan a mí lo que están cansados y agobiados que yo los aliviaré". En medio de los tormentos que podemos sufrir, está siempre la mano de Jesús tendida para ser nuestro alivio y nuestro consuelo. Siendo inevitable el sufrimiento humano, también es seguro el apoyo de Jesús. Esa es la lógica que Dios quiere que asumamos. Sus criterios no son los nuestros. Nuestro criterio sería no sufrir nunca. El de Jesús es estar presente como alivio en medio de nuestro sufrimiento: "Pero el Señor es mi fuerte defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes. Acabarán avergonzados de su fracaso, con sonrojo eterno que no se olvidará. Señor del universo, que examinas al honrado y sondeas las entrañas y el corazón, ¡que yo vea tu venganza sobre ellos, pues te he encomendado mi causa! Cantad al Señor, alabad al Señor, que libera la vida del pobre de las manos de gente perversa". Esa fue la experiencia de Jeremías, perseguido, humillado, excluido, pero nunca desesperanzado, pues sabía que Dios estaba con él.
Asimismo fue la experiencia de Jesús, ante las crecientes oposiciones con las que se encontraba. Cuando se atrevió a desvelar su identidad con Dios, fue llamado blasfemo, y por ello la decisión de las autoridades fue asesinarlo. Se plantea entonces una diatriba entre quienes prefieren creer en Jesús, sabiendo que en Él se cumplían las esperanzas de salvación del pueblo, que las cosas anunciadas se estaban empezando a cumplir con su obra y su palabra, que nadie hablaba con la autoridad con la que Él hablaba ni hacía las cosas que Él hacía, que empezaban a sentir la verdadera libertad en la que el hombre estaba en el centro y no era el yugo de la ley lo que más pesaba sobre ellos; y aquellos que veían peligrar sus privilegios de dominio sobre ese pueblo sencillo que sentía el gozo de la presencia de Dios en medio de ellos. A pesar de su sufrimiento cotidiano, que vivían en su día a día de sometimiento, de ruindad, de maldad, sentían el gozo de que la hora de la liberación estaba ya cercana. El mal, a pesar de haberse enseñoreado en el mundo no tenía la última palabra. La última palabra corresponde a Dios, a su amor, a su justicia: "Muchos acudieron a él y decían: 'Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad'. Y muchos creyeron en él allí". Aún así, la suerte estaba echada, pues ya los jefes del pueblo habían decidido la muerte de Cristo. Ese pueblo fiel, que había visto renacer y fortalecerse en la esperanza, sufrirá la gran frustración al ver a Jesús muerto en la Cruz, pero ésta revivirá cuando lo vean resurgir victorioso de la muerte con su resurrección. Por muy dura que sea la experiencia del dolor, la esperanza de la victoria de Dios, del bien y de su amor, jamás debe desaparecer. No podemos quedarnos contemplando solo al crucificado. Asumiendo que su sacrificio fue su mayor demostración de amor y que con ello venció el poder del demonio, debemos mirar al que resurge triunfante del sepulcro, pues es en Él en quien es refrendada también nuestra victoria, la que nos regala Jesús con su resurrección, que será la nuestra.
Ese pueblo que acompañó a Jesús estando pendiente de sus leyes y tradiciones, le faltó el aspecto vivencial de la fe, ver en Jesús en sus obras y actuaciones un enviado de Dios. Señor! no permitas que continuemos cayendo nosotros en ese pecado..
ResponderBorrarSeñor que vivamos esta Semana Santa con espíritu orante para meditar el Misterio de tu muerte en la cruz pero con la esperanza de que resucitaras , y triunfaras y nos salvaras. Amen amen
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