La obra de Jesucristo es impresionante. Durante su paso por la tierra realizó innumerables maravillas y portentos, como nos los refieren los Evangelios. Seguramente hizo muchas más de las que aparecen allí. El mismo San Juan al final de su Evangelio dice que no se puede escribir todo lo que hizo, pues no alcanzarían todos los libros sobre la tierra para poder abarcarlos. Su misión estaba muy clara: Salvar al hombre integral, en su cuerpo y en su alma. Por eso, sus milagros no se reducían sólo a curaciones físicas, sino a liberaciones espirituales, al perdón de muchos pecados, a victorias sobre el demonio... Jesús vino a salvar al hombre entero y a todos los hombres. Su salvación es para todos los hombres y para todo el hombre. No se puede hacer reduccionismo parcial o interesado de su obra salvífica... En su trajinar cotidiano eligió a hombres que lo acompañaran. No tiene sentido esta llamada si no era para prepararlos a fin de que continuaran la obra que Él iniciaba. Siendo Dios, al haber asumido la carne humana con toda su historia y todas sus consecuencias, tenía plena conciencia de que su paso por la tierra era limitado en el tiempo y en el espacio.
Su permanecer entre nosotros tenía un tiempo determinado. Por eso, tenía que prever la necesidad de establecer una continuidad. De no haber sido así, se hubiera verificado una tremenda injusticia: Los únicos beneficiarios de su palabra y de su obra portentosa iban a ser sus contemporáneos y sus paisanos. Nadie más. Para evitar esa injusticia funda la Iglesia, como instrumento de salvación que trascendiera el tiempo y el espacio, y pudiera hacer llegar su mensaje de salvación, su amor misericordioso y su obra milagrosa a todos los hombres de todos los tiempos y todos los espacios... Y esa Iglesia no iba a ser sólo una realidad espiritual que hiciera real su presencia continua, como Él mismo la prometió -"Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos"-, sino que iba a ser una realidad que, como Él, tendría una componente espiritual y una componente física, material. La "sociedad de salvación" que era la Iglesia tenía que tener una realidad visible clara, que iba a estar en esencia en aquellos que la componían, hombres como el mismo Verbo encarnado, que iban a hacerlo presente también "físicamente", que iban a ser sus instrumentos, sus voces, sus brazos, sus manos, sus amores... Los beneficiarios tenían que saber percibir en ellos la presencia real y salvífica del Redentor que había venido al mundo, y que aun cuando ya no estaba físicamente presente, sí seguía estando sacramentalmente en ellos, actuando y amando como cuando estaba entre nosotros...
Jesús quiso que ellos fueran, esencialmente, transmisores de su amor y de su salvación integral a los hombres. La constatación que hace Mateo en su Evangelio nos habla claramente de la intención divina de Jesús al establecer el pastoreo ministerial en la Iglesia: "Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, 'como ovejas que no tienen pastor'. Entonces dijo a sus discípulos: 'La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rueguen, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies'". La comunidad debe pedir al Señor que envíe a quienes se hagan cargo de llevar adelante la misma misión de Cristo: la del pastoreo amoroso, la de la salvación y el perdón misericordioso, la de la mano tendida en el amor y en la solidaridad con todo el hombre y con todos los hombres... No se trata, por lo tanto, de una labor exclusivamente espiritual. Si así fuera, Jesús no hubiera necesitado de manos que lo ayuden. Es una labor integral, que haga sentir incluso físicamente la mano salvadora de Jesús, su solicitud por todos los hombres y por todas sus necesidades. Los pastores no son sólo para llevar mensajes consoladores o para pronunciar palabras hermosas acerca de Jesús y su amor -lo cual es, también, esencial en su labor evangelizadora-, sino para que además todos sientan en sus vidas, en lo concreto y específico de su vivir cotidiano, esa mano de Jesús que los acaricia, que los auxilia en sus necesidades materiales, que no los deja solos...
Pero para lograr eso, para que Dios escuche la oración de la comunidad que implora pastores, la misma comunidad debe procurar que se den las condiciones para que haya quien responda. Dios elige de entre los hombres a los mismos que van a ser sus pastores. Y éstos deben tener un clima propicio para ello. Evidentemente, Dios no está atado a eso, pues es Dios y puede hacer surgir anunciadores de debajo de las piedras. Pero eso sería lo extraordinario. Quiere actuar en lo ordinario. Lo extraordinario es para los momentos extraordinarios. Lo normal es para la cotidianidad... Una sociedad que pide pastores, pero que se deja esclavizar por ídolos -"Con su plata y su oro se hicieron ídolos para su perdición. Hiede tu novillo, Samaria, ardo de ira contra él"-, que se deja apabullar por quienes quieren sacar a Dios de toda circunstancia vital, que exalta el hedonismo, que aplaude a los vivos y se burla de los honestos y de los que se exigen, que pone el acento en el tener por encima del ser, que adula a los que tienen el poder... es una sociedad que se la pone difícil a los que posiblemente en algún momento se sientan llamados. Familias en las que no se educa en valores, en las que lo que vale es la supervivencia sin trascendencia, en las que las figuras paternas han renunciado a su testimonio vital que apunte al cumplimiento de los compromisos, en las que Dios no ocupe un lugar prioritario, en las que el egoísmo es exaltado... hacen cada vez más difícil que haya quien se sienta animado a entregarse a los hermanos por amor...
La llamada a la oración por las vocaciones es fundamental. Tenemos que responder afirmativamente a ella. Pero es también necesario que empecemos a valorar lo que cada uno debe hacer para lograr que haya un ambiente propicio para el surgimiento de la respuesta positiva al llamado de Dios. Que tengamos jóvenes que se arriesguen, confiándose únicamente en las manos de Jesús para alcanzar su plenitud. Es la forma como aseguraremos que haya pastores que nos conduzcan al amor y a la salvación de Dios. No nos suceda como vaticinó San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars: "Dejen un pueblo diez años sin sacerdotes, y al final de ese tiempo estarán adorando a los cerdos..."
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