En efecto, quien vive en la esperanza en cierto modo está ya viviendo lo prometido en su corazón, con una expectativa creciente. Como los fieles del pueblo de Israel, que vivían activamente la espera del Mesías prometido, de aquella Luz de las Naciones que había sido anunciada en la plenitud de los tiempos, y por eso vivían en una felicidad que es difícil de describir, en medio de todas las vicisitudes que les tocaba vivir... Su realidad estaba iluminada por la promesa, en la que todo lo malo sería superado, en la que la liberación sería una realidad plena, en la que la paz y la armonía universales sería un estilo de vida natural... Sólo había que ir creando las condiciones para que ese momento se viviera ya en la actitud personal y se fuera adelantando, preparando los corazones para que se llevara a cabo con seguridad...
La Palabra de Dios es veraz. No engaña e invita a prepararse. Dios quiere que cada hombre y cada mujer de la historia vivan con una esperanza que los motive. Quiere darles un sentido a la vida de cada uno. No quiere que su vida sea simplemente un transcurrir de segundos, de minutos, de horas, que pasan sin tener transcendencia. El camino de los hombres debe tener una ilusión que mueva los corazones y las mentes, que les dé algo que lo haga valer la pena. El final debe ser un punto luminoso que haga valer la pena esforzarse, mantener la ilusión, avanzar con un ánimo firme. De lo contrario, la vida de los hombres sería simplemente un vacío total, en el que se darían pasos sin dirección, en el que se miraría sin saber hacia dónde está el futuro, en el que las fuerzas se gastan en nada... Lo interesante de la vida es que se tenga una meta superior, un ideal hacia el cual apuntar, en que se espere vivir una situación que supere ostensiblemente la que se vive actualmente... Y Dios, experto Maestro de la historia, nos enseña así a caminar. Sus promesas están siempre presentes. No como la zanahoria que se coloca en las narices de las mulas, sino como la realidad que será plena, verdadera, que es la meta a la que se espera llegar con toda vehemencia...
La voz de Dios retumba en los oídos de los israelitas, deportados fuera de Jerusalén: "Aquel día, levantaré la tienda caída de David, taparé sus brechas, levantaré sus ruinas como en otros tiempos. Para que posean las primicias de Edom, y de todas las naciones, donde se invocó mi nombre. -Oráculo del Señor-". La promesa de Dios es la de la restauración total. No quedará Israel caída por tierra, sino que se levantará victoriosa y recuperará todo su esplendor. Es la promesa de Dios para cada hombre y cada mujer que ha caído. La reconstrucción interior es una realidad que se cumplirá plenamente en el futuro. No es engaño, sino verdad que se cumplirá plenamente. Dios mismo se encargará. Pero el hombre debe hacer su parte. Debe vivir ya la promesa como si fuera cumplida. No debe verla con aprehensión o desconfianza. Por eso, sigue el Señor diciendo: "Miren que llegan días -oráculo del Señor- en que el que ara sigue de cerca al segador; el que pisa las uvas, al sembrador; los montes manarán vino, y fluirán los collados", es decir, los que escuchan las promesas, ya las dan por cumplidas. La siembra se hará inmediatamente después de la siega, el vino se producirá inmediatamente después de la siembra de la uva... No hay que esperar nada. Ya la promesa es vivida como cumplimiento. Eso es lo que espera Dios que vivamos los que de verdad tenemos la esperanza activa a la que Él nos llama...
Adelantar el cumplimiento de la promesa depende de nuestra actitud. Por no vivirlo así, quizá estemos en la vivencia de la tristeza, de la desesperación... Hoy escuchamos la promesa de Dios, pero no hacemos nada por que se cumpla de verdad, ya... Dejamos que Dios lo haga todo y no hacemos nada nosotros por hacer que se cumpla. Y esa no es la actitud que Dios espera de nosotros. Pudiéramos decir que Dios también tiene una esperanza fundada en los hombres. Quiere que seamos activos en el adelantar el cumplimiento de las promesas, que demos signos de que creemos de verdad en su Palabra y en ese futuro que nos promete. Es, en cierto modo, lo que les echaba en cara Jesús a los que lo escuchaban: "¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán". Hacer fiesta y estar alegres es signo de que creemos en la promesa, en su cumplimiento, en la felicidad plena que augura. Estar tristes y hacer luto es signo de que la esperanza está muerta, de que la promesa no es confiable, de que no hacemos nada por adelantarla... Es el peor daño que nos podemos hacer nosotros mismos... Los hombres de hoy no somos más felices porque no terminamos de confiar en las promesas de Dios. Y al no hacerlo, tampoco nos esforzamos por adelantar su cumplimiento en nosotros. No nos hacemos ningún favor así. Nuestra plenitud, sin duda, será en aquella eternidad feliz que nos asegura nuestro Dios. Pero la vamos construyendo y consolidando cada día, hoy y aquí. No podemos dejar de hacerlo para que sea una realidad resplandeciente en nuestro futuro de eternidad feliz junto a Dios...
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