Jesús es el Dios que se ha hecho hombre. Habiendo asumido nuestra condición humana, mantiene en sí mismo todas las prerrogativas y aptitudes divinas. Siendo Dios, es infinito, todopoderoso, omnisciente, omnipresente. Por haber asumido la humanidad, es limitado infinitamente en su condición natural de Dios, pues para poder desarrollar su vida en solidaridad total con los hombres, tuvo que anonadarse, aniquilarse, rebajarse en su condición natural, la que tuvo eternamente, pues de otro modo no hubiera asumido realmente lo que somos para poder redimirnos desde dentro de nuestra condición humana... No es que haya perdido sus características propias como Dios, sino que las ha dejado como "en suspenso" durante el tiempo en el que vivió terrenalmente...No perdió nada de lo que le pertenece por esencia, sino que "lo escondió". Su vida humana la desarrolló en la absoluta normalidad de cualquiera: nació de una mujer, fue criado en una familia humana por un padre y una madre amorosos, creció en estatura y en sabiduría, tuvo amistades, sintió hambre y sed, vivió la alegría y el dolor de los que estaban a su alrededor, sufrió en sí mismo gozos y dolores... Murió como debemos morir todos los hombres, aunque su muerte haya sido el acontecimiento más significativo, unido al de su resurrección, para toda la historia de la humanidad...
Pero, en el desarrollo de su vida humana jamás dejó de ser Dios. Esa condición divina que no podía dejar a un lado, aunque se hubiera rebajado hasta la muerte al asumir la condición carnal, fue la que hizo posible que todos sus actos humanos fueran redentores. Hay quien afirma que hasta el llanto del Niño Jesús fue redentor. No hubiera podido redimir si el Jesús que llora y ríe no es Dios, si el mismo que se ve que multiplica los panes y cura las enfermedades no es el Verbo Eterno, si el que resucita a los muertos y expulsa a los demonios no es la Segunda Persona del Trinidad, si el que perdona a la Magdalena y ve a Zaqueo montado en el árbol no es el Hijo de Dios... Ese Jesús es Dios y hombre, y porque mantiene su doble naturaleza incólume es el Redentor y es el Maestro mejor que pueden tener los hombres. En su humanidad nos enseña a todos lo que debemos asumir de Dios para poder ser cada vez mejores. Nuestra riqueza humana no está en mantenernos tozudamente en lo que somos, sino en adquirir lo que realmente puede enriquecernos. Y si eso viene de Dios, infinitamente mejor. No se trata de defender lo nuestro dejando lo de Dios a un lado, queriendo erigirnos nosotros en nuestros propios dioses, pretendiendo poder tener todo lo divino sin recurrir a Dios. Ese aniquilamiento que vivió el Verbo Eterno de Dios para poder redimirnos, debemos vivirlo nosotros también en sentido inverso para poder ser redimidos, para poder dejarnos redimir...
Se trata de que hagamos nuestra propia "kénosis", nuestro propio rebajamiento. Es hacer el reconocimiento de que nosotros no somos lo mejor, sino de que necesitamos de lo mejor, que es lo de Dios, para poder ascender. Rebajarnos de lo que somos, destruyendo soberbia y egoísmo, pretensiones personales, búsqueda de prerrogativas ventajistas, para vaciarnos de ellas y llenarnos de las de Dios. Es hacer lo que hace Isaías ante el espectáculo divino que se presenta ante sus ojos y que es la demostración del Dios poderoso: "¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos". Reconocer lo que somos, sin temores de ningún tipo, pues es el primer paso para la ascensión personal a lo que es Dios, que es, con mucho, infinitamente mejor que lo que somos nosotros... Ante ese reconocimiento, Yahvé no hace otra cosa que enriquecernos con lo suyo. Ya nos hemos vaciado de nosotros y hemos abierto la puerta para adquirir el mayor tesoro: "Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado". No tiene sentido querer permanecer tontamente en lo que somos, si lo que podemos ser es mucho mejor. En ese diálogo de amor y de perdón, Dios nos propone que vayamos con Él a hacer el mismo trueque en los demás hermanos: "'¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?' Contesté: 'Aquí estoy, mándame'". Es la disponibilidad que da el llenarse del amor de Dios, que quiere el bien para todos. Llenarse de Dios es llenarse de su amor, es vivirlo y por eso es querer el bien de los hermanos, De allí la disponibilidad de ir a todos a hacerles llegar el tesoro del amor de Dios.
Pero hay que tener la conciencia clara de que jamás seremos más que nuestro Redentor y Maestro: "Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro, y al esclavo como su amo". El único que sigue siendo Dios y hombre es Él. Nosotros, por más que hayamos adquirido características divinas, seguimos siendo hombres. Enriquecidos y hechos mucho mejor por lo que Dios nos regala, pero hombres al fin. Con el tesoro del amor divino en nuestros corazones, pero todavía hombres. Adquirimos características divinas, que nos "divinizan", pero no dejamos de ser hombres. Por eso jamás seremos iguales al único Maestro, al único Redentor, aunque Él sea nuestro tesoro. El único que ha muerto en Cruz por nosotros es Él. El único que ha resucitado resurgiendo victorioso de las tinieblas de la muerte es Él, con lo cual nos sacó a nosotros de esas mismas tinieblas del pecado, del abismo, de la muerte... Pero en ese camino de identificación con Él, aunque no seamos Dios, debemos avanzar en su semejanza. Unirnos a Él para vencer como Él, aun en medio de los tormentos que se puedan sufrir: "No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, teman al que pueda destruir con el fuego alma y cuerpo". Eso lo vivió Él mismo en su carne, y aun así venció. Y quiere que venzamos con Él, con su fuerza, con su valentía. Y eso nos llevará al triunfo de la eternidad: "Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo". La clave está en ser cada vez más parecidos a Él, sabiendo que no somos Él. El Maestro y el Señor es Él. El Redentor es Él. Nosotros, al máximo, podemos hacernos cada vez más parecidos a Él, para poder ayudarlo en la tarea de redención del mundo, de nuestros hermanos, cuando vivamos en el mismo amor que Él...
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