Dios hace su parte perfectamente. El Creador, cuyo amor se expresó en lo grandioso de la obra creada por su poder infinito, dejó su impronta de perfección en todo lo creado. "Vio Dios que todo era muy bueno", no sólo en la belleza de todo lo que llegó a existir por su voluntad, sino en la absoluta armonía que se vivía, en el orden que Él le había impreso, en el cumplimiento radical de su voluntad. Esa armonía y ese orden se basaban esencialmente en que todo iba según el designio divino. Esa era la perfección. La plenitud de lo creado estaba en mantenerse en ese ámbito de "obediencia" a lo que Dios había dispuesto, pues esa era la plenitud. Para eso había sido creado todo y su gozo absoluto estaba en estar en ese ámbito... La creación entera tenía esa finalidad. Trastocar ese orden era la debacle de la armonía, de la paz, del orden. Por eso, la obra de la Redención consiste en restablecer el orden original, en lograr que de nuevo todo esté "como escabel de los pies" de Jesús, como lo estaba en el principio.
La acción del hombre, creado perfecto pues era "imagen y semejanza" de Dios, fue el culmen de esa creación. Su libertad y su capacidad de amar fue el rasgo más propio de Dios impreso en su ser. Pero fue, a la vez, el riesgo más grande que corrió Dios. Crear al hombre libre y con capacidad de amar era abrirse a la posibilidad de tener que aceptar que, en el uso de esa libertad, el hombre decidiera tener capacidad también para lo contrario del amor. Y la historia triste y negativa del hombre nos dice que eso fue lo que pasó. El hombre destronó de su ser a quien debía ser el objeto del amor, a Dios, y con Él quedaron expulsados como consecuencia, también los demás hermanos, que deben ser objetos y muestra del amor a Dios. Amar a un objeto distinto de Dios y de los hombres es automáticamente sustituir al objeto correcto del amor por uno equivocado. Cuando esto sucede el amor es sustituido por su contrario, el odio. Amar lo creado, por encima de Dios, es odiar a Dios y odiar a los demás. No se necesita que se sientan deseos de destrucción o de aniquilación del otro para afirmar que se odia. Simplemente se necesita que no se le ame, cuando es el único digno de ser amado... En esa debacle de su esencia, el hombre arrastró consigo todo: "Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió". Hasta la creación inanimada ha pecado, no libremente sino sometida por el hombre pecador. Basta ver lo que el hombre es capaz de hacer con su propio entorno: destrucción, desaparición de especies animales, devastación de bosques y selvas, cambio climático... Incluso con el mal uso de grandes cosas que ha descubierto el hombre: energía atómica, drogas, avances científicos y médicos... El odio del hombre no tiene límites, como no lo tendría tampoco el amor, de ser vivido... Es la capacidad de la libertad que Dios le regaló...
Pero, hemos dicho que Dios siempre hace su parte, y que la hace perfectamente. Si el orden original ha sido devastado, el mismo Dios se pone a la obra para su restitución. Hace descender a quien tiene la posibilidad de hacerlo. Es su Palabra creadora: "Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo". El hombre destruye, en el uso equivocado de su libertad, pero Dios, que nunca dejará de amar, pues es su esencia, y su libertad jamás dejará de ser tal -la libertad es tal sólo si apunta al bien, de lo contrario se convierte en libertinaje o en capricho-, rediseña un plan de restitución, en el cual su Palabra es protagonista y autora esencial. Esa Palabra suya, el Verbo eterno de Dios, su Hijo, que se encarna, es el Redentor del mundo y del hombre, el que logrará poner de nuevo todo en su lugar... Es Jesús de Nazaret.
En ese plan de restitución del orden original, Dios nos encarga de algo importante: Hacernos capaces nosotros mismos de recibir esa Palabra, de dejar sembrar la semilla, de dejarnos redimir. Ante la propuesta divina podemos reaccionar de diversas maneras: empeñarnos en seguir destruyendo, ser indiferentes en la búsqueda de nuestra plenitud, dejar que el entorno nos siga engullendo, no profundizar y quedarnos sólo en lo superficial y en la vanidad de la vida, colocarnos en situaciones límite en la que el riesgo de perdernos esté siempre presente... O hacernos buen terreno en el que la semilla del Verbo prenda , se arraigue, crezca y dé frutos... Está en nuestras manos. Dios hace su parte, pero nosotros debemos hacer también la nuestra. Nuestra obra es pasiva, por cuanto de lo que se trata es de "dejarnos redimir". Pero nos exige una lucha frontal contra todo lo que buscará distraernos de esa meta. Se trata de hacernos "tierra buena" para que la Palabra de Dios haga su trabajo en nosotros y nos lleve a la plenitud. Eso debemos desearlo, pues es nuestra verdadera felicidad. No hemos sido creados para medias tintas. Tampoco para tintas transparentes. Mucho menos para tintas negras completas. Hemos sido creados para tintas resplandecientes, brillantes, de colores alegres y esperanzadores. Hemos sido creados para el cielo. "Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno".Y en caminar hacia esa meta está nuestro gozo. No hay otra posibilidad para vivir la plenitud a la que somos llamados y en la que está la dicha plena...
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