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lunes, 5 de julio de 2021

La carne del hermano es la carne de Cristo

 Trae tu mano y métela en mi costado (Jn 20,19-31)

Las experiencias que viven los apóstoles en la presencia del Salvador, en sus encuentros con Él, que les van dando la idea auténtica sobre quién es Él, sobre la tarea que viene a cumplir asumiendo la misión que le ha encomendado el Padre, que es nada más y nada menos que la restitución del mundo al orden original que existía, abriendo de nuevo la perspectiva de la filiación divina establecida y perdida por el pecado del hombre, pero que ha asumido con el mayor agrado, pues es el fin al que se dirige la humanidad entera por designio divino, ya que es la meta final a la que debe dirigirse. Esta experiencia, siendo paulatina en los años en los que cada uno de los apóstoles fue elegido para formar parte de ese grupo de privilegiados, necesariamente tuvo que ser así, pues era urgente que esas experiencias quedaran bien asentadas en el alma y en el corazón de cada uno de ellos. Así podían tomar en toda su profundidad esa condición de esencialidad. Por ello, Jesús toma con delicadez esta tarea, de modo que sus apóstoles fueran adquiriendo con cada vez mayor solidez también su propia elección. Con ellos había una intencionalidad muy concreta. No eran simplemente unos elegidos fortuitos, sino que sobre ellos descansaría la principal responsabilidad: la de la salvación del hombre y del mundo. No era despreciable, por tanto, todo esfuerzo que se pudiera hacer en función de esa ansiada solidez. El empeño de Jesús es totalmente razonable, pues buscaba que ellos fueran roca firme sobre la cual se asentaba el futuro de la humanidad, y concretamente, el de la Iglesia, el instrumento de salvación que fundaría para su obra salvífica del hombre y del mundo.

Esta toma de conciencia de los apóstoles, siendo paulatina y progresivamente más sólida, se da, principalmente en la convicción de la asunción, por parte del Hijo de Dios, de una carne que lo hace uno más de entre los hombres. Es Dios, y es eternamente Dios. Nunca dejará de serlo pues es su primera naturaleza, pero añade a esa condición la de hombre, lo cual es una ganancia de la experiencia de ese Hijo amado del Padre. Más que un lastre al que decide atarse, es el modo de estar tan cercano al hombre, que pasa a formar parte de él. Ya nunca más podrá separarse de eso. De ahí que en esa condición, desde esa carne humana, invita a toda la humanidad a percatarse de que esa carne sagrada asumida por el Hijo de Dios, es carne también divina que debe ser asumida como esencial en el proceso de salvación. Ese encuentro de Jesús con el apóstol Santo Tomás no es simplemente el encuentro de dos amigos, sino que es el anuncio nuevo de que toda carne, como la del Verbo encarnado, es sagrada. Por ello Jesús se acerca para dejarse tocar, como lo había exigido Tomás. Se trata de tener tanta delicadeza de espíritu que se llega a ser capaz de no quedarse solo en la evidencia de lo que está a la vista, sino en ampliar la mira para descubrir que en esa carne que se toca está cada hombre y cada mujer de la historia. La carne del hermano es la carne de Jesús que se entrega por ellos. Por ello es terreno que debe ser pisado con toda reverencia: "Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: 'Hemos visto al Señor'. Pero él les contestó: 'Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo'. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: 'Paz a ustedes'. Luego dijo a Tomás: 'Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: '¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: '¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto'". La comprensión de esta verdad fundamental de nuestra fe, produce inmediatamente la paz en el corazón de los apóstoles, tal como el regalo de amor que da Jesús a sus creyentes. "Paz a ustedes", es la añoranza de todos los discípulos de Cristo. Es a cada uno a quien nos invita Jesús a rescatar esa paz que nos llena de amor y de serenidad.

Hacia esa meta de paz y de sosiego en Dios, debemos dirigirnos sin dudarlo un instante. Fue esta la clave de lo que vivieron los apóstoles y que supieron transmitir a todos los que se decidían a ser discípulos de Señor. Vivir en la paz y en el sosiego que se da cuando se sabe que se está en la presencia del dador de todos los bienes, el que nos promete el alivio y el consuelo en cada una de nuestras circunstancias vitales, por lo cual no debemos preocuparnos en exceso por el qué se vivirá cada día, pues "a cada día le basta su agobio", aunque sí tengamos el deber de hacer nuestra parte, pues no estamos llamados a la pasividad ni al inmovilismo, debe ser vivida en plenitud. Apuntar a mayores y no quedarnos en lo mínimo. La cantidad de beneficios con los que somos enriquecidos nos deben hacer caer en la cuenta de que nuestro destino es superior a lo que ya estamos viviendo, con toda la carga de alegría y de satisfacción que ya tiene. El crecimiento exponencial de lo bueno, es superior a lo que en ningún momento nos podemos imaginar. Dios no se deja ganar jamás en generosidad. Y nosotros ni siquiera deberíamos intentar encontrar algo mejor, pues nunca lo encontraremos, y del esfuerzo nos quedará solo el cansancio: "Hermanos: Ustedes ya no son extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios. Ustedes están edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por Él también ustedes entran con ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu". Es una edificación que tiene las bases más firmes y sólidas que pueden existir. Son los elegidos del Señor, sobre los cuales Él ha hecho descansar el futuro de la humanidad hasta el fin de los tiempos. Ellos son las piedras sobre la que se funda la Iglesia.Y nos indican el camino que debemos seguir todos. Él los ha puesto como nuestro referencial, para que sepamos cuál es el camino que también a nosotros nos toca transitar. Ellos son las piedras sólidas. Nosotros somos sus seguidores, siendo seguidores de Jesús nuestro Maestro y nuestro Salvador. Unidos a ellos, estamos seguros de que estamos unidos a Jesús. Y solo allí tendremos nuestra solidez y nuestro sosiego.

domingo, 19 de abril de 2020

Que te pueda confesar como Santo Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!

Santo Tomás, Apóstol - 21 de diciembre - FSSPX.Actualités / FSSPX.News

Santo Tomás ha pasado a la historia como el prototipo del incrédulo. El episodio del encuentro del Señor resucitado con los apóstoles, en el cual no se encontraba Tomás, que pone en duda la noticia que le transmitían los otros apóstoles sobre la aparición de Jesús, y en el que exige tocar las llagas de Cristo para creer, lo ha marcado para siempre. Tomás es el clásico positivista que exige pruebas físicas fehacientes y contundentes para poder rendirse ante las evidencias. De lo contrario, si esas pruebas no son presentadas, no creerá. "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". Es contundente en su determinación. No habrá manera de convencerlo, ni siquiera aunque tenga a los otros diez como testigos que aseguran que lo han visto y que se les ha aparecido. Ciertamente es un poco cabeza dura, pues el testimonio de tantos debería haber sido suficiente para darle la credibilidad suficiente al acontecimiento. Sin  embargo, aunque ciertamente es extraña la reacción de Tomás, es un poco injusto el desprecio que hacemos de él, por cuanto, de alguna manera todos tenemos algo de Tomás en nuestras conductas. También nosotros somos deudores de ese positivismo que exige pruebas. Nos cuesta mucho rendirnos a las pruebas de fe, que no son materiales sino que van en la línea de la afectividad, del amor, del poder divino. Tomás eres tú y soy yo, cuando exigimos de Dios actuaciones evidentes, milagros a diestra y a siniestra, y cuando al faltar estos, perdemos la ilusión de seguirlo y de dar testimonio de Él. No somos capaces de hacer evidente para nosotros las acciones espirituales con las que Dios nos enriquece y nos eleva. La renovación de nuestras vidas, al recibir la gloria con la que Cristo ha vencido, al enriquecerse con el perdón de nuestros pecados, al tener nuevamente la posibilidad de irrumpir en el cielo como hijos amados de Dios, al ser realidades que pueden ser percibidas solo desde nuestra dimensión espiritual, quedan en el ámbito de lo dudoso. Es necesario para nosotros que haya pruebas contundentes que nos hagan rendirnos ante la evidencia física. La pérdida de noción de lo importante que es el componente espiritual de nuestro ser nos hace perder la riqueza que ello representa y quedarnos en la pobreza de lo solo material. Y, no obstante, debemos aceptar que esa realidad es, sin duda, la más determinante e importante, pues es la que prevalecerá y quedará para la eternidad. Las pruebas físicas, incluso ellas, desaparecerán para dar paso a la nueva realidad de los cielos nuevos y la tierra nueva.

Es interesante, de todas maneras, fijarnos bien en el proceso que sigue Santo Tomás. En la siguiente aparición de Jesús resucitado, Él lo conmina a comprobar lo que exigía: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente". Jesús, en su condescendencia amorosa con todos, le concede lo que ha pedido. Le invita a tocar sus llagas y comprobar que ciertamente es Él. Y Tomás, ante la evidencia, hace la primera confesión de todas las que se hacen después de la resurrección: "¡Señor mío y Dios mío!" Ya no existen dudas en su corazón. No necesita tocar las llagas. Es suficiente para Él tener a Jesús frente a sí para arrancar esa confesión de fe maravillosa. Él es su Señor y su Dios. Ya Tomás no tiene ninguna duda. Pasó de ser el mayor incrédulo y el prototipo de ellos, al creyente radical, confesando a Jesús como su Señor y su Dios. Y por lo que sabemos de su vida posterior, vivió solo para Él y entregó su vida dando testimonio fiel y hasta la muerte de su persona y de su obra. El incrédulo se dejó arrebatar el corazón y vivió toda su vida posterior solo para Él, su Señor y su Dios. También es injusto que pongamos el acento solo en el momento en que dudó y no en su confesión de fe, que es tan perfecta que ha pasado incluso a ser la oración de intimidad que hacemos normalmente en el momento de la consagración del pan y del vino que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. La hacemos conscientes de que en las especies de pan y vino se hace presente Jesús, con todo su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. Y lo hacemos con la oración de confesión de fe más maravillosa que se puede hacer, que es la de Santo Tomas, el supuesto incrédulo. "¡Señor mío y Dios mío!" No tenemos ninguna duda de que Jesús está allí, presente para ser nuestro alimento de eternidad y nuestro compañero de camino. Es el regalo que nos ha dejado desde aquel primer Jueves Santo, en el que adelantó su entrega y se quedó, dando rienda suelta a su deseo de permanecer entre nosotros hasta el fin de los tiempos. El Señor y el Dios nuestro es el mejor regalo que Él mismo nos ha dejado. Y lo percibió en su plenitud Santo Tomás, convirtiéndose en el perfecto creyente. Ya no es el prototipo del incrédulo, sino el que nos marca la pauta para tener una fe inquebrantable. Jesús es el Dios que se ha hecho hombre. Es el Señor que ha venido a nosotros. Es el que ha resucitado y el que está vivo y nos acompaña hasta el fin de los tiempos.

Por ello, alabamos al Señor por la obra que ha hecho en favor de nosotros. Nuestros Señor y nuestro Dios ha transformado radicalmente nuestra realidad: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a ustedes, que, mediante la fe, están protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final". Ya no somos hombres y mujeres sin perspectiva mayor. Tenemos a nuestra vista el futuro de gloria en el que habitaremos, gracias a la obra que Jesús ha realizado en nuestro favor. Es nuestro Dios y Señor, cuya obra es la más importante que se ha realizado. Nosotros ya no quedaremos en una realidad simplemente horizontal, con todo lo importante que es, pues en ella construiremos nuestro futuro y sembraremos las semillas de eternidad que cosecharemos, sino que esa perspectiva se abre a una eternidad que no finalizará jamás y que viviremos al lado de nuestro Padre celestial, amoroso y providente, que tiene reservada para cada uno una estancia en las moradas eternas. Nuestra fe nos mantiene en esa esperanza de eternidad: "Sin haberlo visto lo aman y, sin contemplarlo todavía, creen en él y así se alegran con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de su fe: la salvación de sus almas". Y en la vivencia de esa esperanza, estamos llamados a ser testimonio de Jesús y de su amor y salvación para el mundo. Nuestra conducta como cristianos será también causa de salvación para nuestros hermanos: "Todo el mundo estaba impresionado, y los apóstoles hacían muchos prodigios y signos. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Con perseverancia acudían a diario al templo con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando". Nuestra experiencia de fe será razón no solo para nuestra propia salvación, sino para todo el que viéndonos pueda sentirse atraído por Jesús, nuestro Dios y Señor. Nuestra confesión de fe y nuestra conducta son instrumentos que el Señor utiliza para seguir salvando a los demás. Ojalá lo asumamos y podamos llegar a muchos para que todos puedan ser salvados por el amor redentor de nuestro Señor y nuestro Dios.

jueves, 3 de julio de 2014

Ver para creer... Y no ver y aún creer

De alguna manera, Santo Tomás somos todos. Todos ponemos, consciente o inconscientemente, la condición para creer: "Si no lo veo, no lo creo". No es extraño, ni siquiera es malo, que lo hagamos así. Lo malo sería que nuestra fe estuviera condicionada únicamente a eso. Llega un momento en que la evidencia no es posible y tendremos que rendirnos simplemente ante lo que no es evidente, pero que es real, total y absolutamente. Es muy fácil criticar a Santo Tomás porque exigió evidencias. Es muy fácil, desde el sitio de los otros apóstoles que sí lo habían visto, desde la experiencia palpable que habían tenido cuando se les presentó Jesús. Lamentablemente, Jesús lo hizo cuando Tomás no estaba presente. Se perdió aquella evidencia primera que sí habían tenido los otros. Más aún, lo que le dice Jesús a Tomás no es de ninguna manera una condena. "¿Porque has visto has creído? ¡Dichosos los que crean sin haber visto" No declara malo el querer tener la evidencia. Declara malo, en todo caso, el que de ninguna manera se crea. Esa sí sería la tristeza mayor para cualquiera...

Hay quienes tienen evidencias claras. Hay quienes han recibido favores de Dios y han experimentado de manera concreta y práctica su amor. Para ellos no hay problema en creer. Pero, preguntémonos: ¿Es fácil creer para quien sólo vive desavenencias en su vida, para quien la vida ha sido un transitar duro y exigente, para quien las cosas no son nada fácil? Por supuesto que a éstos la fe se les hace más cuesta arriba. Es la necesidad de la experimentación del consuelo, del alivio, como último recurso ante una sarta de dificultades. La fe, en estos casos, se funda sólo en la necesidad de creer en algo y en alguien que está por encima de todo lo que se vive y que es capaz de dar el único consuelo posible, pues los otros de ninguna manera aparecen... Es la fe de quien en vez de querer percibir por los sentidos la realidad espiritual, de querer "tocar" lo trascendente, se deja tocar por ello. Para el que siente la brisa, es suficiente dejarse tocar por ella, dejarse acariciar las sienes con su frescura, dejarse refrescar por el alivio que ella da ante el calor sofocante. No necesita tocarla o verla o guardarla en un cofre, para estar seguro de que ella está allí. Esa es la fe de quien necesita creer...

Santo Tomás es modelo. No debemos verlo sólo "el que no creyó", porque es falso. Tanto creyó que hace una confesión altísima de su convicción al ver a Jesús: "¡Señor mío y Dios mío!" Tan alta es esta confesión de fe que los cristianos, ante el Jesús Sacramentado que se nos hace presente en la Eucaristía, lo confesamos igual en lo íntimo de nuestro corazón. Es Jesús, el que está presente en el Pan y en el Vino, al que reconocemos, como lo hizo Santo Tomás. Es confesión de fe. Real y sentida. Profunda y comprometedora. No es un negarse, sino un afirmarse totalmente en la confianza de que ese es nuestro alimento, nuestro compañero de camino, nuestro alivio y nuestro consuelo en los momentos en los que lo necesitamos...

De Tomás se dice que luego fue misionero en el oriente medio y que murió entregando su vida por la causa del Evangelio. Ya quisiéramos nosotros tener esa fe como la suya que nos lance al mundo,que nos haga gritar el amor de Jesús a todos, que nos convenza a querer hacer partícipes de su salvación a todos los hombres, no sólo a los cercanos, a llegar al extremo de entregarnos por esa causa, derramando felices la sangre por el amor a Cristo... De ninguna manera es criticable Santo Tomás. Al máximo, debemos tener cuidado de no llevar su posición al extremo, de no dejar de creer por falta de evidencias....

En todo caso, las evidencias las tenemos ahí a la mano. El Jesús resucitado que se aparece a los apóstoles es el mismo Dios que sigue haciendo salir el sol para todos, que nos sigue dando el oxígeno para respirar, que nos sigue proveyendo de todo lo necesario para vivir. Es el mismo Dios que hace posible el milagro cotidiano del amor, el de los esposos, el de los padres a los hijos, el de los hijos a los padres, el de los amigos, el de los novios, el amor a los sencillos y humildes... No hay duda de que algo superior produce todo esto. Y de que ese algo superior es Alguien que nos ama infinitamente... Ante tantas evidencias sólo debemos caer de rodillas como Tomás y reconocer a Jesús, diciéndole: ¡Señor mío y Dios mio!"