Al iniciar el año, la principal de todas metas que debemos proponernos es la de ser de Cristo, la de ser santos. Corremos el riesgo muy frecuentemente de ponernos metas menores y contentarnos con ellas. Que las cosas en lo material vayan mejor, que tengamos un año económicamente fructífero, que tengamos trabajo, que podamos satisfacer nuestras necesidades y algo más, que tengamos buenas relaciones con los demás, que podamos tener serenidad de espíritu y que desaparezcan las cosas que nos perturban, que tengamos éxito en el amor, que sean muchas las ocasiones para divertirnos, que se despejen las malas relaciones con algunas personas -familiares, vecinos, compañeros de trabajo-...Son, en general, metas buenas y deseables. Todos deberíamos tener ese recorrido en nuestros caminos del nuevo año...
Lamentablemente, el peso de estos propósitos lo colocamos en los demás. Cuando manifestamos estos deseos estamos pensando, fundamentalmente, en los que hacen ese camino más pesado y en los que los impiden, en los que nos crean desasosiegos y nos ponen el camino cuesta arriba, en los que están siempre entre las causas de nuestras amarguras y los que pensamos son los más difíciles de hacer cuadrar en nuestras buenas intenciones. Creemos, finalmente, que la felicidad del nuevo año está en las manos de los otros, en lo que ellos hagan en favor nuestro. Es una especie de "servicio" que deben prestarnos, del cual, además, nos consideramos en pleno derecho de recibir. Los demás deben hacernos felices. Está en sus manos nuestra felicidad y ellos deben procurárnosla, sea como sea...
Esta fijación de metas en muy pocas ocasiones nos toca a nosotros mismos, a no ser que sea para recibir los beneficios. Muy raramente pensamos en lo que nos corresponde a nosotros mismos hacer en esta labor de hacer nuestro propio mundo mejor. Más aún, casi consideramos que hasta ahora todo lo que hemos hecho ha sido perfecto, y no terminamos de entender cómo es que no nos lo reconocen. Más aún, pensamos que todos, para ser felices, deberían hacer lo mismo que hacemos nosotros, considerándonos, así, casi como el modelo ideal a seguir para lograr un mundo de felicidad plena... Nos erigimos, de esta manera, casi que en la norma ideal de un mundo perfecto...
Lo cierto es que debemos asumir también nuestra tarea en procurar un camino mejor para todos. Debemos iniciar en nosotros mismos ese camino. Son muchas, seguramente, las cosas que deben ser mejoradas en nosotros para lograr que nuestro mundo de alrededor cambie a bien. No somos la suma de las perfecciones, como muchas veces pretendemos, sino que hay cosas en nosotros que deben ser cambiadas para rendir un tributo a un mundo que pugna por brillar más y mejor. Debemos deslastrarnos de la mentalidad de ser centro del mundo y colocar las cosas en el orden debido. Por haberlas desordenado hemos pagado consecuencias terribles. Fue ese desorden, en el cual se colocó al hombre a sí mismo en el primer lugar y en el centro, desplazando a lo verdaderamente importante, el que ha desembocado en un caos que hace imposible un mundo en el que se viva la felicidad a plenitud... Dios fue puesto en un lugar secundario y los demás fueron colocados al servicio del hombre, casi como en una esclavitud subyugante. Un orden así jamás será estable, pues Dios naturalmente tiene siempre ese primer lugar y cuando, artificialmente, queremos desplazarlo, lo natural se pone cabeza abajo... Y cuando el hombre pretende que los demás se coloquen a su servicio, igualmente procura para sí mismo la frustración, pues el orden natural de la felicidad establece que ella se alcanzará sólo en el servir y no en el ser servido... Además, para aumentar el caos, el hombre que pretende ser el centro, se pone al servicio de lo creado, en vez de servir al Creador, con lo cual ya no sólo coloca un "orden desordenado", sino que promueve, en definitiva, el absurdo mayor. El grande se coloca al servicio de lo pequeño. La criatura predilecta se pone al servicio de aquello que fue creado para servirle... Es la idolatría de lo pasajero, que desaparece cuando desparece lo creado y deja como resultado sólo una inmensa frustración...
La clave para dar con el camino correcto es restablecer el orden que jamás debió ser cambiado. Es ese orden el que en el designio eterno de Dios está establecido para surtir de la verdadera y plena felicidad al hombre creado a imagen y semejanza suya. No existe otro camino posible. Y esa clave se logrará alcanzar sólo en la medida en que nos decidamos a ser de Dios y de nadie más, a ponernos en las manos de Jesús para que Él nos transforme y sea la medida de todas las cosas que hagamos. Las metas personales que nos hacemos al iniciar el año son muy buenas, pero carecerán de un sustento sólido si no colocamos por encima y en la base de todas ellas lo que verdaderamente importa: El ser de Dios, el ser de Cristo, el de cumplir con lo que nos pide, pues Él sabe mejor cuál es el camino que debemos recorrer para ser plenamente felices, ya que salimos de sus manos y nos conoce mejor que nosotros mismos...
El principal propósito que debemos ponernos es, entonces, el de ser santos. Esto es, el ser de Cristo. Y con Él, recorrer el camino del amor, del servicio, de la entrega. El de no pensar que somos el centro del universo, sino que es Él. Y que Él nos invita a ponernos al servicio de los hermanos, como secreto de la verdadera y máxima felicidad, donde está nuestra propia felicidad. No nos empeñemos en pedir que se nos haga felices. Hagámonos conscientes de que que sólo lo seremos en la medida en que nosotros luchemos por hacer felices a los hermanos, viviendo la verdadera fraternidad y solidaridad que es el sentido real de la vida de cualquier hombre...
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