Dios creó al hombre a su "imagen y semejanza". De alguna manera, somos una "extensión" de ese Dios de amor, infinito, trascendente, de suprema inteligencia y todopoderoso. Tenemos una semilla divina en nuestro ser que nos hace "como dioses". Podemos decir que éste ha sido un paso audaz de Dios, por cuanto siendo suficiente en sí mismo, amándose a sí eterna e infinitamente, sin necesitar de nada para ser más, pues ya lo era todo en sí mismo, quiso tener algo que amar fuera de sí mismo... Cuando decimos que Dios se ama a sí mismo infinitamente no pensemos en nuestros términos humanos, que fácilmente lo empañan todo. Para una incorrecta compresión frecuentemente usada por nosotros, el amor a sí mismo es narcisismo, una adulteración del verdadero amor. El amor a sí mismo es la medida que Jesús pone para el amor al prójimo, por lo tanto, no puede aceptarse de primeras esta apreciación negativa. En nuestro caso concreto de humanos necesitados de la complementariedad, es la búsqueda del bien, la complacencia de existir, la búsqueda de la satisfacción plena en esa misma existencia. Y como es lo que queremos para nosotros, lo mejor por el amor es quererlo también para los demás. En la categoría de los bienes, el supremo es Dios mismo, por lo cual, en el mejor amor a sí mismo se debe procurar el mejor bien posible, que es Dios. Quien se ama a sí mismo quiere estar en Dios y disfrutarlo al máximo. Y quien ama al prójimo como a sí mismo quiere para los hermanos ese mismo bien. Quiere que Dios esté en todos y los haga plenamente felices...
Es en el amor donde está, por lo tanto, la más alta "imagen y semejanza" del hombre con Dios. Por haber sido creados en esas condiciones divinas, los hombres tendemos a lo infinito, a lo trascendente, a lo superior. La semilla de divinidad que hay en nosotros nos impulsa continuamente a buscar alturas cada vez mayores. Es como si en nosotros pugnara siempre una fuerza que nos impulsa a lo superior, y nuestra condición humana de creaturas fuera más bien una especie de cárcel que nos impide ese viaje a lo infinito. Pero la verdad es que Dios, habiéndonos creado a su "imagen y semejanza", no nos creó iguales a Él... Para nuestra desgracia, o quizá para nuestra dicha, nos ha creado limitados aun cuando con ansias de eternidad e infinitud. Cuando lo entendemos como una desgracia, queremos hacer lo mismo que Adán y Eva, escuchando la voz que nos confunde con el "ustedes podrán ser como dioses", y emprendemos caminos que, por pretender igualarnos a Él, nos alejan de Él. Quien con soberbia quiere acercarse a ser como un dios, al evidenciar una pretensión de cancelar al único Dios de sus vidas, colocándose él en su lugar, borra a Dios de sus perspectivas... Pero cuando lo entendemos como una dicha, aceptamos nuestra condición de limitación con alegría, por cuanto nos pone en el camino de tener que tomarnos de la mano amorosa de Dios, en el cual está la única plenitud que podemos alcanzar, y haciéndonos conscientes totalmente de que somos necesitados de Él para vivir, para subsistir, para elevarnos. Y lo mejor, que Él tiene tendida la mano siempre para que así sea...
Asumir nuestro ser "imagen y semejanza" de Dios, de esta manera, pasa por querer comprenderlo para mejor poder asumirlo y tomarnos de su mano. Desde antiguo, los hombres hemos querido saber "quién" es Dios. Hemos querido conocerlo, pues entendemos que para amarlo con toda propiedad, el camino debe iniciarse por el principio. Y ese principio está en saber cuál es el objeto al que debo amar, es decir, conocerlo... Hemos "definido" a Dios de mil maneras: Creador, Providente, Todopoderoso, Omnisciente, Omnipresente, Juez, Infinito, Inefable... Conocer a Dios es un reto para todos. Al menos, esperar que se presente a sí mismo. Moisés le preguntó su Nombre, y la respuesta que obtuvo fue: "Yo soy el que soy". Es decir, "Yo soy el único que existe por sí mismo, el único que es suficiente en sí mismo, el único que no necesita de nada más para ser lo que soy"... Se mantenía, así, en el misterio atrayente y subyugante de su identidad más profunda... Hasta que nuestros caminos de búsqueda quedaron prácticamente agotados y Dios mismo, en su bondad infinita, consideró que era llegado el momento de salir Él al encuentro del hombre. Y a ese Dios con todas las prerrogativas y cualidades de infinitud, lo encontramos hecho nada en "el niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre". Todo lo infinito de Dios estaba resumido en la ternura y máxima humildad y sencillez de un recién nacido... Se hacía necesario, urgentemente, un cambio en la perspectiva de querer entender a Dios... ¿Qué es lo que motivó a ese Dios inalcanzable, para hacerse tan alcanzable y tan desvalido para todos los hombres?
Y nos encontramos, entonces, con una identidad de Dios que realmente nos conquista, que desarma nuestras estrategias intelectuales, que deshace toda pretensión de desbancarlo... Ya no se trata de definirlo, sino de describirlo. La identidad más profunda de Dios no la conoceremos por lo que es, sino por lo que hace. Y, sin absolutamente ninguna duda, sin ningún temor de equivocar el camino, los hombres concluimos que Dios todo lo ha hecho por amor, y que por lo tanto, ese mismo amor con que lo ha hecho todo, define su ontología más íntima: Dios es Amor... Ya no hay sombras en lo que Dios es. Más aún, nos identificamos plenamente con ese Dios, pues Él mismo nos ha hecho capaces de vivir el mismo amor, pues somos "imagen y semejanza" suyas... No podremos jamás identificarnos con las "definiciones" que hemos dado de Dios, pues ellas, en cierto modo, quedan siempre fuera de nosotros: Infinito, Todopoderoso, Omnipresente, Omnisciente... Decimos que Dios es eso, pero no tenemos la experiencia de eso en nosotros mismos. Por el contrario, cuando decimos que Dios es Amor, entramos en un campo que conocemos muy bien, pues nosotros somos capaces del Amor: Amamos y somos amados. Ese es un terreno que pisamos y conocemos muy bien. Por eso, Dios Amor es el Dios nuestro. El mejor camino para conocerlo es, por lo tanto, el de la asunción de la humildad y limitación de nuestra inteligencia, pero que es a la vez es el de la insuperable experiencia de igualación con Dios en el amor, en lo cual Él mismo nos ha hecho capaces... No es más que un don amoroso, el más alto y bello, que Él mismo nos ha hecho. No podremos racionalizarlo mejor en esta vida nuestra, pero sí podemos conocerlo y experimentarlo intensamente, poniendo nuestro corazón en la misma onda de pulsaciones que el suyo...
Tiene sentido, por lo tanto, que nos pida que vivamos en el amor. Amar a Dios, amarnos a nosotros mismos, amar a los hermanos, es la manera de ser como dioses. No es pretender desbancarlo lo que nos hará "como dioses". Es siendo cada vez más como Él en el amor, lo que nos asimilará a Él, y nos hará inmensamente felices, pues entramos en lo que Él es. Y esa es nuestra meta. Vivir en Dios, haciéndonos como Él, hasta hacernos finalmente uno con Él, ahora y para toda la eternidad...
Excelente Don Ramón, muy bien explicado
ResponderBorrar¡Gracias David! Me alegra que te sirva. Ojalá haga mucho bien. Saludos a tu familia. Dios te bendiga
BorrarMuy buena reflexión, sin embargo sugiero colocar las citas bíblicas que sustentan cada posición.
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