martes, 25 de agosto de 2020

Lo tradicional nunca desprecia la novedad del amor

 Mateo 23, 13-22: ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas ...

La mente de los hombres es siempre muy atraída por lo novedoso, por lo snob, por lo transgresor de lo tradicional. Basta que algo sea estrambótico para que les llame la atención y vayan curiosos a entregarse a ello en cuerpo y alma. Y casi en la misma intensidad, se da una reacción contraria en la acera de enfrente, la de los que llamamos conservadores o tradicionalistas, que se enfrentan a eso novedoso como contra una fuerza diabólica con la que hay que luchar para evitar la debacle. No obstante, debemos afirmar que la virtud no está en ninguna de las posiciones extremas sino en lo sano de la conservación de un lugar equidistante entre ambas. A menos que sea un enfrentamiento definitivo contra el mal o el pecado, en el cual la posición sí debe estar claramente definida a favor o en contra, en la vida humana no todo será siempre blanco o negro, oscuro o claro, sino que habrá que saberse mover entre los diversos matices que puede asumir la realidad. No todo lo nuevo es malo, como tampoco todo lo tradicional es siempre bueno. Incluso en nuestra fe, en la que evidentemente hay un sustrato inamovible e inmutable, donde hay verdades que jamás cambiarán, es necesario buscar siempre la manera de presentarlas de modo más claro y comprensible para el hombre actual, lo que en algunas ocasiones, manteniendo la verdad, exigirá un cambio de desarrollo y hasta de presentación. En todo caso, aprovechándose de estas circunstancias presentes en todo hombre de la historia, hay quienes no desaprovechan la ocasión para sacar ventajas de su propia posición. Lo vivió Jesús en su momento, cuando se percataba de la mala intención de los escribas y fariseos, por lo que se daban sus más crudos enfrentamientos contra cualquiera de los personajes que encontró en su labor pública: "Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidan lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtran el mosquito y se tragan el camello! ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro y así quedará limpia también por fuera".

La posición de los tradicionalistas escribas y fariseos contra la novedad que representaba el seguimiento de Jesús, que era cada vez más atractiva para los judíos, se endurecía cada vez más, no por una sana preocupación de conservar el bien que representaba la ley judía, sino porque veían cómo su ascendiente sobre el pueblo que se quería mantener fiel al Dios de la Alianza iba esfumándose paulatinamente. Jesús representaba para ellos un personaje peligroso porque los ponía en evidencia delante de aquellos que por ingenuidad e inocencia los habían aceptado casi sin un discernimiento razonable como sus guías espirituales. Para Jesús no hay cosa peor que aprovecharse de la posición de ventaja para lograr beneficios y reconocimientos. Y más aún cuando para ello se instrumentaliza a los más humildes y sencillos, como era ese pueblo fiel que Él había venido a liberar. Esta posición era realmente despreciable, pues no buscaba el bien de nadie sino solo el de ellos. La lucha por conservar lo tradicional no era movida por una preocupación sana o lícita en favor del seguimiento fiel del Dios de la Ley, sino por sostener, con esa excusa "razonable", la propia posición de ventaja y de dominio sobre los débiles. Era la lucha de Jesús, pues Él había venido a liberar a los hombres de cualquier pretensión de esclavitud física o espiritual de alguien. En todo caso, en la mente de Jesús estaba el deseo de proponer una novedad absoluta, que no era otra que la del amor misericordioso de Dios, que estaba por encima del simple sometimiento de los demás. Esto pasaba por la presentación de lo que era la verdadera libertad, la que deseaba Dios para sus criaturas, que pasaba por dejarse amar y por amar hasta el extremo. La motivación final de los escribas y fariseos estaba muy lejos del verdadero amor, si no era solo el amor enfermizo y narcisista a sí mismos. Aquí la lucha entre lo tradicional y lo novedoso pasaba no por lo bueno o lo malo que se podía recibir, sino por la calidad del amor que moviera y que persiguieran ambos bandos que defendían las dos posturas. Y estaba claro de parte de quién estaba esa bondad. Quedaba claro, de esa manera, que no todo lo tradicional era malo, sino que lo que estaba mal era la intención que movía a defenderlo.

En esa misma línea, así como la defensa de lo tradicional tiene una razón que puede ser objetivamente buena, también la presentación de lo novedoso debe ser discernido con detenimiento, de modo que se tenga conciencia clara de lo que puede tener de bueno o de dañino. La novedad del amor, y del nuevo mandamiento que Jesús viene a traer, en cuanto representa una nueva manera de vivir en el amor de Dios y en el amor de respuesta a Él y entre los hombres, ciertamente tiene toda la carga de bondad posible. Vivir en la conciencia del amor de Dios hacia nosotros y responder desde el propio corazón con el mismo amor hacia Dios, viviendo también el amor entre nosotros mismos como hermanos, es la gran novedad que nos trae Jesús. Y esa novedad trae, además, la mayor carga de bondad que podemos vivir cada uno de los hombres. No hay mayor bien que el que logremos al alcanzarr la plenitud y la felicidad verdadera. Y esa se logrará solo con la experiencia personal del amor. Las ansias de bien en la novedad que sostiene como meta añorada el hombre en su vida, se conseguirán saciar solo si pasan por la búsqueda de la experiencia del amor. Pero hay quienes se aprovechan de estas ansias de bien para hacer que el hombre camine por rutas erradas, presentándole espejismos que por no ser reales son engañosos y nunca lograrán llevarlo a la felicidad, pero sí lograrán conquistarlo y esclavizarlo. San Pablo puso sobre aviso ante estos mercaderes de la novedad: "Les rogamos, hermanos, a propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, que no pierdan fácilmente la cabeza ni se alarmen por alguna revelación, rumor o supuesta carta nuestra, como si el día del Señor estuviera encima. Que nadie en modo alguno los engañe". Lo que nos debe motivar y debe servir como criterio sólido de discernimiento de lo nuevo, es el seguimiento de Jesús y de su amor: "Manténgase firmes y conserven las tradiciones que han aprendido de nosotros, de viva voz o por carta. Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele sus corazones y les dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas". Esa es la novedad sólida que nos vino a regalar Jesús, que no destruye todo lo bueno que hay en lo tradicional. Más bien la asume en cuanto de bondad hay en la tradición y la suma a todo el conjunto del bien que podemos perseguir y luchar por lograr. Ni lo novedoso del amor destruye lo tradicional, ni la tradición pretende eliminar al amor. Ningún extremo es bueno. En Dios, lo mejor es lo tradicional que siempre nos ha regalado desde su amor y lo novedoso que nos invita a vivir en el ámbito del amor hacia Él y hacia los hermanos.

lunes, 24 de agosto de 2020

Seamos también nosotros apóstoles de Cristo

 San Bartolomé, el apóstol que murió desollado - WeMystic

Todos los apóstoles sufrieron el martirio, es decir, dieron testimonio de su fe hasta el derramamiento de su sangre y la entrega de su vida. Este gesto final fue como la rúbrica de todo lo que habían dicho y hecho en cumplimiento del mandato póstumo de Jesús: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará". Con su sangre, así se entiende, se confirmaba que todo lo que habían predicado era real. Su meta no era la conservación de la propia vida, sino la salvación del mundo por la aceptación de la Buena Nueva de la Redención lograda por Jesús con su muerte y su resurrección. En cierto modo, el seguir la misma suerte del Maestro era para ellos un orgullo, pues habían sido considerados dignos de sufrir por el nombre de Jesús. Así lo atestiguan ellos mismos, según lo que relatan los Hechos de los Apóstoles: "Los azotaron y les ordenaron que no hablaran en el nombre de Jesús y los soltaron. Ellos, pues, salieron de la presencia del concilio, regocijándose de que hubieran sido tenidos por dignos de padecer afrenta por su Nombre". Sufrir por Jesús no se quedaba solo en el sufrimiento, real y doloroso, sino en la dicha de dar testimonio de la salvación sufriendo la misma suerte que había sufrido Jesús, quien había vivido su pasión y su muerte en cruz de manera horrorosa por servir a la causa de la salvación de la humanidad. No podían ellos ser más que su Maestro, y pretender quedar sustraídos de lo que Él había vivido. Con ello, cumplían perfectamente el mandato de la evangelización, daban testimonio de la salvación que ellos mismos habían recibido, a la cual servían y de la cual querían hacer partícipes a todos los hombres, y se asimilaban al Maestro haciéndose como Él incluso en la entrega de sus vidas. Lo entendió perfectamente San Pablo: "Vivo yo, mas ya no soy, es Cristo quien vive en mí... Para mí, la vida es Cristo y una ganancia el morir". Cada uno de los apóstoles siguió este itinerario de testimonio, de sufrimiento y de muerte por el nombre de Jesús. El único de ellos que no murió derramando su sangre fue San Juan, aunque sí sufrió el martirio. La tradición nos dice que murió en la ancianidad, en la Isla de Patmos, pero también nos confirma que sufrió el martirio, pues fue lanzado a una olla de aceite hirviendo, habiendo sido resguardado de morir en ese acto por el mismo Jesús. San Bartolomé, uno de los doce, fue mártir de Cristo, dando testimonio de su fe y de su entrega a la causa de la salvación de una manera de las más cruentas. Fue desollado, es decir, le fue rasgada toda su piel, separada de su cuerpo. Terrible manera de ser torturado hasta morir elegida por parte de sus captores. Pero no flaqueó en su testimonio, confirmando con esta muerte asumida así que seguía a la Verdad y al Amor.

Este apóstol era amigo de San Felipe, quien ya integraba el grupo de los seguidores de Cristo y es invitado por éste a conocerlo: "Felipe encuentra a Natanael y le dijo: 'Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret'". Natanael es el otro nombre de Bartolomé, seguramente su nombre de pila. Bartolomé probablemente era el mote por el que se le conocía, pues significaba "el hijo de Tolomeo". Regionalista como muchos, despreciaba todo lo que tuviera que ver con Nazaret, ciudad que tenía mala fama entre los judíos. Por eso, le responde a Felipe: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?", y recibe de él esta respuesta: "Ven y verás", que evoca la respuesta que da Jesús a San Juan cuando éste le preguntó dónde vivía. Es exactamente la misma respuesta, con las mismísimas palabras. Jesús, en el encuentro con Natanael, le demuestra que no es un personaje cualquiera, sino alguien especial, por cuanto lo descubre en su intimidad: "Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: 'Ahí tienen ustedes a un israelita de verdad, en quien no hay engaño'. Natanael le contesta: '¿De qué me conoces?' Jesús le responde: 'Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi'". Reconoce Jesús la transparencia y la pureza de Bartolomé, y éste se siente desnudado completamente delante de Cristo. Por eso, Bartolomé no puede sino reconocer lo que ya le había adelantado Felipe, y hace, en cierta manera, la primera confesión de fe de todo el Evangelio: "Natanael respondió: 'Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel'". En las primeras de cambio ya estaba claro para Bartolomé quién era Jesús. El título de Hijo de Dios era el que se usaba para denominar al Mesías que esperaba Israel desde antiguo. Y llamarlo Rey de Israel era una pretensión absurda si no se hacía desde la fe, por cuanto Jesús hasta ese momento era un simple viandante que apenas estaba dando sus primeros pasos en el cumplimiento de la misión que le había encomendado el Padre, y que iría descubriendo paulatinamente por medio de sus palabras y de sus portentos, pero que aún estaba apenas iniciándose. No había manera de hacer tales afirmaciones, entonces, si no era por una iluminación superior que recibiera Bartolomé. Jesús abre allí la perspectiva del futuro inmediato que van a presenciar sus seguidores: "Jesús le contestó: '¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores'. Y le añadió: 'En verdad, en verdad les digo: verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre'". Lo que viene por delante es la obra maravillosa del Dios que se ha hecho hombre, y estos privilegiados, elegidos desde el principio, serán testigos de todo ello. Es la obra maravillosa de la Redención, que ellos presenciarán y de la cual serán luego hechos anunciadores. Verán maravillas. Vivirán maravillas. Presenciarán maravillas. No podrán, por tanto, sino asumir con alegría la tarea que les será encomendada, la cual cumplirán dichosamente, incluso derramando su sangre y entregando su vida, pues estarán convencidos de que estarán ante la obra del Dios del amor que ha enviado a su Hijo para rescatar a todos los hombres y guardarlos en su corazón.

Los doce apóstoles, por su entrega a la obra de anuncio de la salvación, por la cual morirán satisfechos al cumplirla, exceptuando a Judas Iscariote, sustituido posteriormente a la muerte y resurrección de Cristo por San Matías, formarán parte de la gloria eterna, representada en la Jerusalén celestial que tiene como visión San Juan y que relata en el Apocalipsis: "Me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel. Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y al poniente tres puertas, y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero". Los apóstoles son los cimientos de la muralla de la ciudad santa, de la Jerusalén celestial. Ellos, por haber cumplido fielmente su tarea estarán eternamente presentes en la historia de la salvación, aquella que trasciende lo temporal y se inscribe en la eternidad sin fin. Su testimonio ha servido para la salvación de los hombres, pero ha sido también la causa de la salvación propia, y los ha hecho sustento para la estancia en el cielo de todos los salvados. Jesús afirmó a los hombres: "Que no tiemble el corazón de ustedes; crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿les habría dicho que voy a prepararles sitio? Cuando vaya y les prepare sitio, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estén también ustedes". Esa estancia es la ciudad santa construida sobre el cimiento de los apóstoles. Ellos también están en el cielo, esperándonos a cada uno de nosotros, sustentando esa ciudad celestial que será nuestra morada final. Allí veremos cara a cara como están viendo ellos, al Dios del amor y de la misericordia, al Jesús Salvador que se les reveló a cada uno y del que dieron testimonio incluso póstumo. Ese Jesús nos espera también a nosotros. E igualmente se nos revela cotidianamente en las obras de amor y en las palabras que nos son transmitidas por intermedio del legado que dejaron los apóstoles. Y también nosotros somos invitados a dar testimonio de Jesús, de ser necesario incluso entregando nuestra propia vida. De esa manera tendremos asegurada la estancia en esa ciudad celestial, santa y eterna, que tiene sus cimientos en los doce apóstoles de Cristo.

domingo, 23 de agosto de 2020

Pedro es la piedra sobre la que Cristo funda su Iglesia, hoy y para siempre

 Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” – Arquidiócesis de Tijuana

La Cristología es la disciplina de la teología que estudia la figura de Jesús, su mensaje y sus obras. Puede ser hecha abarcando su ser desde la eternidad, partiendo por lo tanto de su existencia eterna, pasando por su encarnación y su vida terrena, contemplando su momento culminante en la pasión, muerte y resurrección, y finalizando con la mirada puesta en su gloria recuperada al ascender a los cielos. O puede hacerse tomando el camino inverso, retrocediendo desde su existencia pascual después de su resurrección y contemplando los pasos que dio hasta llegar a ella, influyendo por lo tanto en la vida de cada hombre con la mirada puesta en la finalidad que perseguía desde el principio, que es la liberación y la redención del hombre que había sido ganado por el pecado. De ese modo, la Cristología puede ser ascendente, la que apunta al final con la glorificación en la ascensión, o descendente, la que apunta al rebajamiento del Hijo de Dios para llevar consigo al final a los hombres. Un ejemplo típico de esta Cristología ascendente es la que tenemos en el cántico cristológico de la Carta a los Filipenses: "Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el 'Nombre-sobre-todo-nombre'; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre". Es como el ciclo que dice la Sagrada Escritura que debe ser cumplido por la lluvia y la nieve: "Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí vacía, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié". Jesús es, en todo caso, el enviado por el Padre que ha descendido desde su trono de gloria infinita y eterna para realizar la misión de rescate del hombre perdido, que ha aceptado con sumisión y libertad plenas la tarea, y que se ha entregado totalmente por ella, hasta morir y recuperar su vida, volviendo a la gloria que le pertenecía desde el principio de los tiempos.

Esta realidad de la vida de Jesús, de su existencia eterna, de su obra de redención, de su pasión y su muerte, de su resurrección y glorificación, estaba ya anunciada desde antiguo en la Palabra de Dios. Él es el "descendiente de la mujer que pisará la cabeza de la serpiente", es el hijo de "la joven que esté encinta y dará a luz un hijo al que pondrán por nombre Emmanuel", es aquel siervo sufriente de Yahvé que sufrirá lo indecible pero al que "no le partirán un hueso", por cuyas heridas "hemos sido curados". En el Antiguo Testamento se fue haciendo cada vez más clara la presencia futura de aquel Mesías redentor, enviado por Dios, para la liberación de Israel, por lo cual en las mentes y en los corazones de los israelitas se consolidaba cada vez más una actitud de expectativa y de esperanza en que la promesa de ese personaje se cumpliera plenamente. Y "llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para liberar a los que estaban sometidos a la ley", Jesucristo, el Señor, el Mesías, el Redentor. En Él se cumplía perfectamente la promesa realizada por el Padre, y sus palabras y sus obras no hacían sino confirmar la presencia entre los hombres de aquel personaje que había sido anunciado. En su etapa terrena se hizo acompañar por ese grupo privilegiado de doce hombres que serían testigos de todo lo que decía y hacía. Y para ellos fue progresiva la revelación final de quién era Él, de modo que fueron aceptando, no sin dificultades, que este era el personaje por el que suspiraba tanto tiempo el pueblo. Avanzada en algo su estancia entre ellos, Jesús mismo quiso hacer una especie de balance de su gestión, averiguando lo que se pensaba sobre Él: "Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: '¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?'" Era importante saber hasta ese momento, mediante un sondeo entre sus más cercanos, cómo iba siendo aceptada su figura y quién pensaba la gente que fuera: "Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas". Podemos suponer la decepción de Jesús al escuchar esto, pues no era ninguno de ellos. Por ello, se va en barrena directamente preguntando a los mismos discípulos: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" La respuesta de Pedro es verdaderamente sorprendente por lo ajustada a la realidad: "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo". Es una respuesta teológicamente perfecta. Y es sorprendente sobre todo viniendo de quien no tenía casi ninguna formación. Por ello no puede sino recibir de Jesús la mayor de las alabanzas: "¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos". Pedro ha sido tomado por el Padre como instrumento de revelación para todos sobre quién es Jesús en su identidad más profunda.

La respuesta de Pedro, que seguramente después de la alabanza de Jesús hicieron propia todos los demás discípulos, le atrajo no solo una alabanza sentida de Jesús, sino el anuncio de la responsabilidad mayor que tendrá en la obra de consolidación del rescate de la humanidad que deberá ser llevada adelante cuando Jesús sea glorificado: "Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos". Pedro será la roca sobre la que descansará la Iglesia, que es el instrumento de salvación que instituirá Jesús para la salvación de los hombres de siempre, los contemporáneos y los futuros, por lo que se puede colegir que esa figura de piedra fundamental no terminaría con su muerte, sino que se mantendría sobre los nuevos "Pedros" que fueran encargados de esta tarea. De allí el carácter de fe que tiene la figura del Papado, que deberá existir mientras dure la Iglesia de Cristo. No puede ella quedar sin su fundamento rocoso. Cada Papa es Pedro, piedra sobre la que estará sustentada la Iglesia hasta el fin de los tiempos. La presencia de ese Pedro que trasciende lo temporal propio, de alguna manera estaba ya también anunciada anteriormente: "Le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén y para el pueblo de Judá. Pongo sobre sus hombros la llave del palacio de David: abrirá y nadie cerrará; cerrará y nadie abrirá. Lo clavaré como una estaca en un lugar seguro, será un trono de gloria para la estirpe de su padre". Es un elegido de Jesús que llevará adelante su misma obra. Por eso puede ser llamado con toda propiedad "Vicario de Cristo", es decir, el que hace las veces de Cristo. Muy bellamente lo llamó Santa Catalina de Siena: "El Dulce Cristo en la tierra". Esa figura de Jesús que hará la obra de la salvación y que se ocupa de la salvación de todos los hombres nos descubren a un Dios que sobrepasa cualquier expectativa de amor. Es un Dios que está más allá de la mayor bondad que podemos imaginar, más allá del mayor amor que podemos suponer, más allá del mayor poder que podemos presenciar. Ante Él, no podemos sino admirarnos: "¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? Porque de Él, por Él y para Él existe todo. A Él la gloria por los siglos. Amén". Es el sentimiento y la convicción que debemos tener todos los beneficiados de la obra redentora. Nuestro Dios es un Dios que nos ama con amor eterno, que se ocupa de nosotros, de cada hombre y de cada mujer de la historia, que no nos ha dejado a nuestra suerte sino que nos ha regalado todo su amor y se ha encargado muy bien de dejarnos una roca sólida en la que fundamentarnos para no caer en el vacío total. Es el Cristo que ha venido desde lo alto rebajándose al máximo para tomarnos y llevarnos a su gloria eterna.

sábado, 22 de agosto de 2020

Nuestra conciencia es el templo en el que debe habitar Dios

 EVANGELIO DEL DÍA: Lc 14,1.7-11: El que se enaltece será humillado ...

En la Teología Moral hay una distinción muy importante en la conciencia que puede mover a los hombres a actuar. La conciencia es el templo sagrado del hombre, en el que ni siquiera Dios tiene entrada, sino solo el mismo hombre. Este es el último responsable de la formación de su propia conciencia, y por ella puede ser considerado culpable o inocente de sus propias actuaciones. Existe la conciencia bien formada, que es aquella en la que el hombre ha puesto su empeño por conocer en profundidad la distinción entre el bien y el mal, la que se ha dejado iluminar por la ley natural que establece sin necesidad de referencias externas la bondad o la maldad de los actos humanos, y que se ha elevado al máximo de la calidad posible pues ha permitido que la iluminación no sea solo natural sino que se ha empeñado por conocer la ley divina para encaminar su vida según lo que ella establece y manda. En la acera opuesta está la conciencia mal formada, que es la que no tiene la capacidad plena para distinguir, fuera de lo que naturalmente le dicte la ley natural, cuya iluminación recibimos todos, lo que es bueno de lo que es malo. Puede ser una conciencia mal formada sin que haya una responsabilidad personal directa, pues puede haberse dado una imposibilidad de acceder a la iluminación total por razones que escapaban al dominio del sujeto, o que se haya obtenido por una mala formación adquirida de parte de algún superior responsable de la formación de las conciencias y le haya hecho equivocar el camino con un argumento de autoridad, en cuyo caso nos encontraríamos con una conciencia errada inculpable. Pero puede darse también que haya una conciencia errada, mal formada, culpablemente, en cuanto el sujeto, habiendo tenido la posibilidad de acceder a la buena formación de su conciencia, conociendo otros caminos de formación mejores y que apuntaran a un conocimiento real de la bondad y de la maldad de los actos humanos, incluso con la iluminación de la ley divina, se haya decidido a ignorarlos y a seguir obcecadamente por los caminos errados, siguiendo simplemente criterios de comodidad o de conveniencia personal, para no complicarse la existencia. La conciencia errada puede ser, entonces, inculpable o culpable. En el primer caso, no hay una responsabilidad directa del sujeto cuando actúa obedeciendo a su conciencia, pues los criterios que tiene no son los mejores, ya que no ha tenido la capacidad de lograrlos o porque no han sido adquiridos con mala intención. En el segundo caso, sí hay una plena responsabilidad, pues el sujeto conoce perfectamente que hay normativas mejores o superiores de los que tiene y que ha adquirido, pero por haberlos desechado conscientemente no ha querido poseerlos.

Este caso de la conciencia errada culpable está claramente ejemplificado en la persona de los fariseos con los cuales se enfrentaba Jesús continuamente en el Evangelio: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: hagan y cumplan todo lo que les digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen". Los fariseos conocían perfectamente lo que era bueno y lo que era malo. Incluso lo enseñaban así a las gentes. Por eso Jesús les dice que deben hacer lo que digan, pues era lo correcto. Pero en el uso de su conveniencia personal, para perseguir prerrogativas personales y lograr con su imposición el dominio sobre los que dependían espiritualmente de ellos para aprovecharse incluso de sus bienes, conscientemente hacían uso de ese ascendiente sobre la gente del pueblo. Esta conciencia podríamos ubicarla en un lugar aún más bajo, pues actúa peor que la errada culpablemente, por cuanto no era una conciencia sin formación, sino que se ocultaba a sí misma lo que ya conocía y que debía cumplir para actuar con el bien como norte: "Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame 'rabí'". Una conciencia bien formada, que actúe responsablemente, no solo hace las cosas bien porque así debe ser, sino que busca que ese bien alcance a todos. Es una conciencia comunitaria, por cuanto esa cercanía con los demás, principalmente con los más necesitados y humildes, es un criterio básico para la actuación siguiendo las normas que distingue el bien del mal. La conciencia bien formada, aun perteneciendo al ámbito de la responsabilidad individual, tiene pleno conocimiento de la necesidad de actuación para el bien no solo individual sino para el de toda la comunidad. De ahí que la responsabilidad de los fariseos en lo malo que hacían era inmensa. Y por eso Jesús llega incluso a desnudarlos delante de todos para que su conducta fuera censurada y nadie más se dejara llevar por esa manera de actuar. El hombre, en lo más profundo de su conciencia, sin necesidad ni siquiera de que alguien tenga que aclarárselo, pues está inscrito a sangre y fuego en lo que ha recibido por la ley natural, sabe muy bien que su vida debe estar guiada por el interés comunitario, por la búsqueda del bien para todos, con la idea clara de que incluso su bien personal depende del bien que procura para los demás. Quien no actúa así está incluso yendo contra la ley natural que, en cierto, modo, deviene en una actuación contra sí mismo.

La llamada de Jesús es, en definitiva, a actuar dejándose guiar por los criterios del bien, por esa ley natural que es la voz de la conciencia profunda que no necesita que le digan qué es lo bueno y qué es lo malo, a los que se añaden los que dicta la ley divina que fundamenta aún más sólidamente el amor a Dios y a los hermanos, que es lo que consolida definitivamente la actuación del hombre bueno: "Ustedes, en cambio, no se dejen llamar 'rabí', porque Uno solo es su maestro y todos ustedes son hermanos. Y no llamen padre de ustedes a nadie en la tierra, porque Uno solo es su Padre, el del cielo. No se dejen llamar maestros, porque uno solo es su maestro, el Mesías. El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". La ley divina añade a los criterios de bien y de mal que establece la ley natural, la relación filial con Dios y la relación fraternal con los demás hombres. Es decir, con la elevación de calidad que corresponde a la ley divina que se añade, se inscriben entre los criterios que rigen la actuación del hombre bueno, los del amor y la humildad. La ley divina apunta como criterio básico para la acción el amor a Dios y a los hermanos y la humildad, fruto del amor, que impulsa a saberse servidor de todos, lejos de buscar el ser servido. La conciencia bien formada se transforma en conciencia dorada cuando a los criterios de la ley natural sobre el bien y el mal, se esfuerza por sumar los del amor y la humildad. Se apunta así, a la elevación suprema de la conciencia, lo que hace del hombre un ser natural y espiritualmente bueno, que construye una vida comunitaria ideal, dejando que los personajes principales de su vida sean Dios y los hermanos, lejos de un egocentrismo que buscaría solo el beneficio personal con actuaciones que sigan solo la propia conveniencia. Sería el hombre que coloca a Dios en el lugar privilegiado, en ese templo sagrado que es su propia conciencia: "La Gloria del Señor entró en el templo por la puerta oriental. Entonces me arrebató el espíritu y me llevó al atrio interior. La Gloria del Señor llenaba el templo. Entonces oí a uno que me hablaba desde el templo, mientras aquel hombre seguía de pie a mi lado, y me decía: 'Hijo de hombre, este es el sitio de mi trono, el sitio donde apoyo mis pies, y donde voy a residir para siempre en medio de los hijos de Israel'". La conciencia es ese templo en el que debe habitar Dios en todo su esplendor, desde donde regirá con sus criterios de amor y de humildad las actuaciones del sujeto, con lo cual estará haciéndose verdadero hombre bueno que construya comunidad, pues estará rigiendo su vida y todas sus actuaciones en función de hacer presente a Dios y de llevar el amor a todos los hermanos y servirles humildemente.

viernes, 21 de agosto de 2020

Sirvamos todos a la vida y avancemos juntos a la eternidad

 Resucitar muertos – Grita al mundo

Una de las afirmaciones terribles que se han hecho sobre la presencia de los hombres en el mundo es la de que son una procesión de muertos que caminan casi sin rumbo, llenándolo todo y vaciando todo de sentido. Algunos serían letales también para los demás, pues irían contagiando sus conductas de muerte. Otros simplemente serían pasivos y no se ocuparían de más nada sino solo de vivir su día a día en su actitud de muerte interior, por la que se desentenderían de todo intercambio posible y todo los dejaría absolutamente indiferentes. Ambos grupos son tremendamente perjudiciales, unos por acción y otros por omisión. Los primeros están muertos y llevan la muerte. Con sus acciones destructivas van contaminándolo todo también de muerte y oscuridad. Son los mercaderes del mal, que en la práctica se han asociado al artífice del mal y de la muerte, al demonio, ganando adeptos para ese ejército funesto. Han rechazado acercarse a la frescura que representa la vida y el bien, y han preferido colocarse al servicio de sí mismos y de todo lo que signifique muerte y destrucción. Estos, que ya están muertos, no se contentan con su propia condición de difuntos, sino que van dejando su semilla de destrucción sembrada por doquier. Son los que se oponen frontalmente a la vida, sirviendo a las causas que manchan trágicamente de sangre la existencia de los demás. Son los mercaderes de muerte que van distribuyendo armas de destrucción masiva, que promueven los atentados contra la vida como el aborto o la eutanasia, que van creando armas biológicas con las cuales dominar al mundo sembrando también el terror ante el deterioro de la salud por enfermedades que seguramente ellos mismos han diseñado en laboratorios, que promueven la destrucción del medio ambiente solo para satisfacer sus ansias de tener sin importarles lo que pueda afectar a la calidad de vida de los hombres. No contentos con estas acciones que van frontalmente contra la vida, atacan también todo lo que sea favorecedor de la vida: a la Iglesia que por esencia se coloca siempre del lado de la defensa de la vida, al matrimonio y la familia que son las cunas de la vida humana, al compromiso hipocrático de los médicos, a las instituciones de ayuda a madres solteras o a la vida humana recién nacida y desprotegida o a los ancianos abandonados, a los que se colocan contra la explotación de los hombres más pobres e indefensos y contra su esclavización. Y apuntan no solo a herir la vida corporal, sino también la vida espiritual, promoviendo todo lo que vaya a favor de alejar al hombre de Dios, el pecado y toda forma de inmoralidad que pueda resultar en la muerte espiritual del hombre. Son los muertos vivientes que van caminando por el mundo dejando su legado trágico. Los que están en el segundo grupo, en su pasividad, asisten impertérritos a esa destrucción sin hacer nada en contra, pensando que esto no les afectará, cuando la verdad es que ninguno quedará indemne pues la afectación será general. Todos, los que actúan decididamente a favor de la muerte y los que asisten pasivamente a este espectáculo, serán finalmente también afectados gravemente. Este mal nos daña a todos los hombres.

Delante de estos se encuentran quienes sí están a favor de la vida y siguen luchando por defenderla y promoverla, por encima de todo ataque contra ella y contra ellos mismos. Son los hombres y mujeres que han entendido que no pueden ser indiferentes ante esta circunstancia, pues han sido convocados por la misma naturaleza, y finalmente por el mismo Dios, a servir a la vida, a favorecer todo lo que la defienda y la promueva, a sembrar la semilla de la bondad y a hacer que llegue a todos los demás. Han entendido que Dios es el Dios de la vida y no de la muerte, que su deseo es que el hombre viva y sea su gloria -"La gloria de Dios es el hombre viviente"- , que los quiere a todos conformando a la gran comunidad de los que sirven a la vida. Cada uno se ha hecho consciente de que al final de sus días lo único que valdrá la pena será lo que hayan hecho en función de servir al amor, que es en definitiva la causa que los mueve a servir al hombre, sirviendo a la vida: "Vengan benditos de mi Padre, entren a gozar de la dicha del Señor. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estuve desnudo y me vistieron, estuve enfermo y en la cárcel y vivieron a verme". Nada de lo que se haga en favor de la vida quedará sin recompensa. Por eso, al entenderlo, ellos pasan a formar parte de esos que son los que se han decidido a no ser huesos muertos que llevan muerte, sino a ser servidores de la vida, sabiendo que han recibido la vida de quien es la fuente de todo bien: "Pronuncia un oráculo sobre estos huesos y diles: '¡Huesos secos, escuchen la palabra del Señor! Esto dice el Señor Dios a estos huesos: Yo mismo infundiré espíritu sobre ustedes y vivirán. Pondré sobre ustedes los tendones, haré crecer la carne, extenderé sobre ella la piel, les infundiré espíritu y vivirán. Y comprenderán que yo soy el Señor'. Yo profeticé como me había ordenado, y mientras hablaba se oyó un estruendo y los huesos se unieron entre sí. Vi sobre ellos los tendones, la carne había crecido y la piel la recubría; pero no tenían espíritu. Entonces me dijo: 'Conjura al espíritu, conjúralo, hijo de hombre, y di al espíritu: 'Esto dice el Señor Dios: ven de los cuatro vientos, espíritu, y sopla sobre estos muertos para que vivan'". Los servidores de la vida son los que se han dejado hacer por Dios cuerpos vivos, con tendones, músculos y piel, y llenos del soplo que les da el espíritu, y se ponen dichosos e ilusionados al servicio del Dios de la vida que los convoca y los envía al mundo para que sean causa de bien y de salvación para todos.

Ese servicio a la vida es servicio al amor. Dios es el Dios vivo que ha llenado al mundo con su misma esencia vital. No lo ha creado para la muerte, sino para la vida. Y no simplemente para una vida pasajera, sino para la que trasciende el tiemplo y el espacio. Dios apunta a la vida eterna, de la cual es parte integrante la vida temporal que vive el hombre aquí y ahora. El gran sueño de Dios es que toda la creación, al final de los tiempos, esté rendida a sus pies amorosamente. Él quiere que todo siga en la bendición que le ha dado desde el inicio, que es la llamada a estar a su lado, rebosante de vida y de bondad. La vida es toda ella una sola unidad. Finalizado el trayecto temporal se inscribe en la realidad que nunca se acaba. La temporalidad no es otra cosa que la primera etapa de la totalidad. Y está diseñada para que en ella se viva siempre la unidad esencial con el Dios del amor, la bondad como sello identificador, la verdad con sustento sólido y la belleza como adorno que la eleva de calidad. Y que eso sea solo ese primer paso para que esas características lleguen a ser inmutables en la eternidad feliz a la que está llamada a vivir toda la realidad existente. Mientras tanto, el ámbito en el que se debe ir dando todo es el del amor: "'Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?' Él le dijo: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente'. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas'". Es el amor el que le da forma a todo. Fue lo que motivó a Dios para salir de sí mismo y hacer que existiera todo lo que no es Él. Fue lo que lo movió a colocar en medio de todo al hombre, su criatura predilecta, sobre el cual derramó todo ese amor eterno e infinito y que es la motivación última de la existencia de todo pues todo existe para su servicio. Fue lo que lo motivó a diseñar un plan que en todo favorece al hombre pues lo creó para la felicidad, y que contempla incluso el perdón y la misericordia, pues conocía bien de su debilidad y de la necesidad que tendría de ser perdonado y atraído de nuevo a su amor. Fue lo que lo movió a pensar para el hombre en una existencia que trascendería el tiempo y que nunca se acabaría, pues su intención es amarlo siempre y nunca dejar de amarlo, pues sabía bien que la felicidad plena del hombre estaría solo en saberse amado con amor entrañable por Aquel que es la causa de su existencia. Por todo ello, porque es un Dios que ama la vida, nunca permitirá que sea la muerte la que venza. Él es el todopoderoso y nada es imposible para Él. Por ello vencerá siempre al mal y a los mercaderes de la muerte. Esos huesos muertos de aquellos que se han puesto al servicio de la muerte y del mal quedarán derrotados y vencerán siempre aquellos que se han llenado de la carne y del espíritu que les proporciona el Dios que siempre estará a favor de la vida.

jueves, 20 de agosto de 2020

Somos llamados a la vida y a alcanzar responsablemente la plenitud

 22 de Agosto 2019 Tiempo ordinario... - Parroquia San Isidro ...


Todos somos llamados por el Señor. Pero no todos somos elegidos. Así lo sentencia rotundamente Jesús al finalizar la parábola del banquete de bodas: "Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos". Ese "muchos", está claro, es global. Podría sencillamente significar "todos". Cada hombre surgido de las manos amorosas del Padre Creador recibe, en primer lugar, una llamada a la existencia. Dios lo llama de la no existencia a la existencia. Hay, de esa manera, una primera llamada a la vida. Pero en la mente de Dios, esa vida a la que es llamado el hombre, no es a una vida cualquiera. La vida que quiere Dios que vivamos es una vida de unión amorosa a Él, como respuesta a la llamada que nos ha hecho desde su amor a vivir. Es una llamada al reconocimiento de que todo beneficio viene de Él y que la misma existencia, tal como Él la ha diseñado, solo se mantiene así si se mantiene unida a su Creador. La vida será vida auténtica solo si se desarrolla en las categorías que su autor la establecido, por lo que, si llegara a alejarse de ellas, se convertirá en la "antivida", y lo que no es vida, es muerte. Por ello la llamada a la vida es, en cierta manera, una llamada a la responsabilidad. Dios ha hecho al hombre responsable de sí mismo, pues lo ha dotado de inteligencia y voluntad, con lo cual le ha dado una participación en su esencia de libertad absoluta por la que puede decidirse a seguirlo dócilmente y hacer que su vida se desarrolle y llegue a su plenitud, tal como es el plan que Dios ha diseñado para la vida de cada hombre. Un hombre responsable de su propia vida entiende que su plenitud solo la alcanzará en la sumisión amorosa y dichosa, asumida desde la libertad que posee, a la voluntad de su Creador. Está muy consciente de que la total autonomía y la emancipación absoluta desembocan en la soledad radical con la cual nunca podrá alcanzar una plenitud que solo será alcanzada de la mano del Dios Creador. El hombre responsable de su vida asume con total claridad que su plenitud será posible solo en la unión con Dios, y que lejos de Él solo encontrará vacío y oscuridad. Por eso podemos entender que hay una segunda llamada, que es a la plenitud. No es a vivir cualquier vida, sino a vivir la vida que Dios ha pensado para que el hombre camine hacia la plenitud, hacia la felicidad. Y ese camino es el que conduce hacia Él. Es decir, Dios crea al hombre para que sea plenamente feliz, e inscribe en su corazón que la única posibilidad de alcanzar esa felicidad sea en la unión amorosa y plenificante con Él. Y en el colmo de su amor por su criatura se hace siempre el encontradizo para que el hombre pueda hallarlo, unirse a Él con ilusión y alegría, y alcanzar esa plenitud que añora. Dios crea al hombre necesitado de Él y se pone en su camino para que siempre tenga a la mano la posibilidad de satisfacer su necesidad.

Esa responsabilidad del hombre implica su libertad. Así como es libre para decidirse a vivir su plenitud uniéndose a Dios, así mismo puede usar de su libertad para probar otros caminos. Teniendo esa libertad se hace aún más admirable la decisión de seguirlo, pero a la vez se hace más dolorosa la posibilidad real de alejarse de Él. Son aquellos que piensan que someterse a la voluntad divina no es la plenitud, sino que sería una especie de tiranía que destruye toda posibilidad de ser verdaderamente libre. El hombre tiene capacidad de seguir otros caminos. De eso no hay duda. Pero la soberbia puede hacerle una mala jugada cuando lo hace pensar que su plenitud la alcanzará lejos del que es la razón de su existencia y de su permanencia en la misma vida. De ninguna manera puede considerarse un rebajamiento de la propia dignidad unirse al que es la razón de la vida. Muy al contrario, esa es la única plenitud posible. Nunca se llegará a ser lo máximo que se puede ser alejándose de lo único que nos pude hacer realmente grandes, lejos del cual se logra la más ínfima pequeñez. Solo nos mantiene vivos estar unidos a la fuente de la vida. Lo demás es muerte. Pero la muerte así decidida por el mismo hombre no es una realidad inexorable. Aquél que es la causa de la vida, en el infinito amor que tiene a quienes ha llamado a la vida, ofrece siempre su mano amorosa a quienes se han alejado de Él. Movido por su infinita misericordiosa, lejos de la ira que lo podría embargar por el alejamiento del hombre, y siendo clemente al extremo, tiende su mano para que el hombre entienda que Dios no quiere su muerte, sino que viva eternamente: "Derramaré sobre ustedes un agua pura que los purificará: de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar; y les daré un corazón nuevo, y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su carne el corazón de piedra, y les daré un corazón de carne. Les infundiré mi espíritu, y haré que caminen según mis preceptos, y que guarden y cumplan mis mandatos. Y habitarán en la tierra que di a sus padres. Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios". El corazón de piedra es el corazón que ha muerto, que no bombea sangre al cuerpo. Dios está dispuesto a regalar un nuevo corazón, uno de carne, que esté vivo y que lleve vida a todo el cuerpo, que será reflejo de su propio corazón, y que restituirá la ilusión y las ansias de la auténtica plenitud en el hombre. Y de ese modo Dios confirma su alianza de amor eterno, en un compromiso de posesión mutua, con la típica frase de construcción gramatical característica de la alianza de amor entre Dios y el hombre: "Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios". Esa es la verdadera plenitud del hombre.

Lamentablemente, en esa llamada de responsabilidad a la vida que lanza Dios al hombre, hay quienes no asumen positivamente el camino correcto y se empeñan obcecadamente en seguir a su propio arbitrio con la vida que ellos consideran la mejor para sí mismos. Jesús lo ejemplifica en la parábola de los invitados al banquete de bodas. Ese banquete es la plenitud a la que todos estamos invitados. En su manifestación más alta será la vida eterna junto a Dios, para vivir la felicidad y el amor que no tendrán fin jamás: "El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: 'Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Vengan a la boda'. Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron". El Señor coloca la imagen del gran señor que está feliz por la boda de su hijo y quiere compartir su alegría con los suyos. Pero éstos no aceptan su invitación, despreciándola, para seguir en sus cosas, incluso violentándose contra los emisarios. Son los llamados por Dios a la plenitud de la vida, pero consideran que lo suyo es más satisfactorio y compensador, aunque implique estar lejos de Dios. Por eso el Señor, que no ceja en su empeño de hacer partícipes de su gozo a los hombres, convoca a los menos pensados, pero que sabe que no rechazarán su llamado, pues son los humildes, los que no tiene rebuscamientos ni otras cosas que los distraigan del camino de la plenitud al que están llamados: "'Vayan ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encuentren, llámenlos a la boda'. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales". No hay exclusión para nadie. Los excluidos son únicamente los que rechazan el llamado. A estos se suman aquellos que creen que pueden entrar al banquete sin exigirse a sí mismos nada: "Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: 'Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?' El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: 'Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes'". No basta, por lo tanto, desear estar en el banquete, desear alcanzar la plenitud, sino que es necesario demostrar el interés cumpliendo la voluntad amorosa del Señor del banquete, es decir, colocarse el vestido de fiesta. Ese debe ser el objetivo de nuestras vidas. Habiendo recibido el don de la existencia, asumir nuestra responsabilidad en ella, responder positivamente a la invitación a la plenitud de vida junto a Dios y exigirnos al máximo para poder ser comensales en el banquete de la felicidad eterna junto al Padre.