sábado, 5 de septiembre de 2020

Lo único necesario e imprescindible es ser de Jesús

 evangelio – Página 6 – Semilla de Fe

El mundo, en el lenguaje bíblico, en general tiene una carga de malignidad, es malo y dañino, procura atraer al hombre para perderlo, se le identifica en esa triada de "mundo, demonio y carne", como uno de los componentes contra los cuales debe luchar frontal y valientemente el hombre que quiera avanzar por las rutas de la perfección. Pero es, a la vez, también en el mismo lenguaje bíblico, el lugar de habitación del hombre, el que debe llenar y dominar -"Llenen la tierra y sométanla", ordenó Yahvé al hombre-, desde el cual debe disfrutar de la providencia divina, y al cual debe ir a proclamar la salvación: "Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio a toda la creación". De esta manera, debemos entender que cuando la Palabra de Dios se refiere al mundo como ese lugar en el que prevalece el mal, se refiere a lo malo que hay en el mundo, no necesariamente al mundo en sí mismo. De otra forma no se entendería el deseo de Jesús de que el mundo sea sujeto de anuncio y de salvación. De nuevo hay que afirmar que no es el mundo en sí mismo el que debe ser salvado, sino a quien está en el mundo, que es al hombre y a la creación que es susceptible también ella de la redención de Cristo, como lo afirma San Pablo:  "Porque la creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de aquel que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera a una gime y sufre dolores de parto hasta ahora". No todo lo que hay en el mundo, en efecto, es para condenación, sino que existe también un componente de liberación, de bondad, del cual el hombre debe saber disfrutar y respetar, sin hacerlo caer en la desgracia de la esclavitud. Lo que debe quedar siempre salvado, en esta presencia del mundo en la vida del hombre, y en la definitiva influencia que sin duda tiene en su vida, para bien o para mal, es que el mundo entra como parte del tesoro de donación que va en el paquete completo con el cual Dios ha bendecido al mismo hombre, por lo cual jamás puede éste engreírse ni jactarse pues es propietario de algo que le ha sido donado y que no ha dependido de su accionar para hacerlo existir ni para poseerlo. Por eso San Pablo llama la atención a los cristianos para que no caigan en la trampa de la soberbia: "Aprendan de Apolo y de mí a jugar limpio y no se engrían el uno contra el otro. A ver, ¿quién te hace tan importante? ¿Tienes algo que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?"

El cristiano debe estar bien preparado, en todo caso, a saber vivir en cualquiera de las circunstancias que su vida en el mundo le procura en cada momento. Unas veces deberá estar pronto a luchar contra ese mal que está presente en el mundo y a enfrentarlo con valentía y decisión, de modo que no lo gane para su ejército de perdición. Otras veces deberá saber discernir el mejor uso de lo bueno que se presenta en ese mismo mundo, evitando hacerse esclavo de ello cayendo en la idolatría de lo creado, por muy buena que se presente la oportunidad y utilizando la sabiduría cristiana para saber colocar las cosas en el lugar propicio deseado por el Creador. También tendrá la oportunidad de hacer uso de las cosas para ponerlas al servicio de todos en la categoría de bien común, huyendo de la posible tentación de usarlas solo en provecho propio con el fin de usufructuar de ellas pisoteando a los demás y llegando incluso a someterlos abusando del poder que le da la posesión de bienes. Y en el peor de los casos deberá estar también dispuesto a vivir en la ausencia de los bienes, sin dejar de agradecer a Dios que dé la posibilidad de vivir en la escasez, reconociendo en ella una ocasión para saber disponer el espíritu de modo que esté pronto a afirmar como único bien absolutamente necesario e imprescindible el amor providente del Dios que nos ha creado. San Pablo nos invita a dar gracias a Dios "en toda ocasión", por lo cual todo lo debemos reconocer como ocasión para el beneficio del hombre, en el entendido de que no hay nada que Dios permita que suceda que finalmente no guarde una bendición para todos y que por lo tanto no sea bueno para nosotros: "He aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé andar escaso y sobrado. Estoy acostumbrado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en Aquel que me conforta". Se entiende, así, que toda ocasión sirve para una unión más profunda con el Señor, pues Él es la fuente de todo bien y el único sustento necesario para el hombre. De allí que San Pablo resalte las diversas maneras de desarrollar el seguimiento de Cristo, resaltando la diferencia entre la vida de los apóstoles, llamados a la escasez, y los otros cristianos, bendecidos en la abundancia: "A nosotros, los apóstoles, Dios nos coloca los últimos; como condenados a muerte, dados en espectáculo público para ángeles y hombres. Nosotros unos locos por Cristo, ustedes, sensatos en Cristo; nosotros débiles, ustedes fuertes; ustedes célebres, nosotros despreciados; hasta ahora pasamos hambre y sed y falta de ropa; recibimos bofetadas, no tenemos domicilio, nos agotamos trabajando con nuestras propias manos; nos insultan y les deseamos bendiciones; nos persiguen y aguantamos; nos calumnian y respondemos con buenos modos; nos tratan como a la basura del mundo, el desecho de la humanidad; y así hasta el día de hoy". A todo debe estar preparado el discípulo de Cristo.

Lo importante para San Pablo, en conclusión, es no quedarse en lo accesorio, sino en la conciencia clara de saber de dónde venimos y hacia dónde vamos, en dónde se debe tener fundada la vida y la esperanza, de quién proviene la bendición de vivir en la escasez o en la abundancia, cuál debe ser el objeto de nuestra mirada y cuál el fundamento de la propia vida, de dónde surge la razón de nuestra felicidad y hacia dónde debemos caminar para avanzar en la búsqueda de la única plenitud posible: "Ahora que ustedes están en Cristo tendrán mil tutores, pero padres no tienen muchos; por medio del Evangelio soy yo quien los ha engendrado para Cristo Jesús". Nada debe distraernos de la verdad fundamental que sustenta cualquier camino que tengamos que recorrer para llegar a esa plenitud deseada por Dios para todos: Hemos sido engendrados para Jesús, a Él pertenecemos, de Él recibimos todas las bendiciones, con Él nos quiere en cualquier circunstancia, sea de escasez o de abundancia, pues estar con Él es la mayor de las bendiciones y el preludio de nuestra plenitud definitiva. Es lo que sostuvo a los apóstoles en el seguimiento terreno de Jesús, en el que fueron bendecidos con la mayor de las bendiciones, que fue la de tener a Jesús a su lado y por el cual fueron capaces de aceptar vivir en la abundancia o en la escasez, pues era suficiente tenerlo a Él, felicidad fundamental y plena del cristiano: "Iba Jesús caminando por medio de un sembrado y sus discípulos arrancaban y comían espigas, frotándolas con las manos. Unos fariseos dijeron: '¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?' Respondiendo Jesús, les dijo: '¿No han leído ustedes lo que hizo David, cuando él y sus compañeros sintieron hambre? Entró en la casa de Dios, y tomando los panes de la proposición, que solo está permitido comer a los sacerdotes, comió él y dio a los que estaban con él'. Y les decía: 'El Hijo del hombre es señor del sábado'". Teniendo a Jesús al lado y viviendo solo para Él, nada es más importante. David y sus soldados servían a Dios, estaban con Él y vieron en la escasez la mano providente del Señor que ponía a su alcance incluso lo que era reservado, pues era el pan de la proposición. Así mismo lo vivieron los apóstoles. No importaba que fuera sábado, pues estaba Jesús con ellos. Él ponía en sus manos lo necesario, pues Él es "señor del sábado". Lo esencial, lo que verdaderamente importaba, era seguirlo, ser suyos, ponerse en sus manos, recibir su presencia como la mayor de las bendiciones, por encima de la abundancia o de la escasez. Lo importante, así lo entendieron ellos y así nos lo enseñan a todos, es tener conciencia de que la mayor bendición, la única verdaderamente importante y la que le da sentido a toda la vida del cristiano por encima de cualquier circunstancia, es ser de Jesús, seguirlo y recibir de sus manos amorosas la salvación y la plenitud añoradas.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Oración confiada a Jesús misericordioso en la Pandemia

 CONVOCATORIA MUNDIAL “ORACION Y MEDITACION PARA DERROTAR EL MIEDO Y EL  TEMOR” – Observatorio Regional de Tuberculosis de las Américas

Señor Jesús, hoy venimos ante Ti con el espíritu roto, abatidos por el dolor y por la sensación de impotencia que ha producido este virus en nosotros. Nos acercamos a Ti, y queremos colocarnos en tus brazos amorosos para sentir el consuelo y el alivio que Tú nos has ofrecido cuando estuviéramos cansados y agobiados. Solo en ellos conseguiremos el sosiego que necesitamos con urgencia. 

La pandemia nos ha demostrado que no somos todopoderosos como quizá llegamos a creer que éramos. No somos más que seres que existimos por tu fuerza amorosa, que puso en nuestras manos toda la creación que surgió de tus manos poderosas para que con el mismo amor con que la creaste, la habitáramos y la sometiéramos a ella también a tu amor. En nuestra soberbia no hemos respondido bien a tu voluntad y nos equivocamos creyéndonos vanidosamente dueños absolutos del universo, dejándote a Ti a un lado.

Con humildad reconocemos ahora, Señor, que el peor error que hemos cometido es habernos alejado de Ti, haberte dejado a un lado en nuestras vidas cotidianas, creyéndonos autosuficientes. Hoy sabemos que sin Ti todo es muerte y destrucción, oscuridad y frío cruel. Por eso, al reconocernos nada sin Ti, nos acercamos a tu amor misericordioso para implorarte el fin de la pandemia que ya tanto daño ha hecho.

Te pedimos que seas piadoso y misericordioso con cada una de las víctimas mortales que ha habido. No les tengas en cuenta las faltas que hayan cometido por debilidad o ignorancia. Se han visto sorprendidos por la maldad de este virus y han perdido sus vidas tristemente. Trátalos más bien como mártires que han entregado su vida en la lucha contra el mal.

Ponemos ante Ti también a cada uno de los que ahora sufren los embates de la enfermedad. Sé para ellos su escudo y su fortaleza. No permitas que se agraven ni que mueran, sino sírveles más bien Tú mismo de médico amoroso para que puedan recuperarse y reintegrarse a las actividades normales de sus vidas. Los necesitan así sus familiares y sus amigos, para quienes también pedimos alivio y serenidad.

A cada una de las personas que han perdido a un ser querido, sé Tú para ellos el consuelo y la serenidad. Ante esta sensación de pérdida total del sentido de la vida que pueden estar pasando, enséñales amorosamente que la muerte no es un final, sino un principio de plenitud en la vivencia de tu amor eterno. Que ellos fortalezcan su fe en la eternidad, en que no todo se acaba con la muerte, en que ella es más bien el punto donde se alcanza la plenitud de la felicidad y del amor que nunca más se acabarán. Que sepan elevar su mirada confiados en la promesa de habitación en la casa del Padre que Tú has ido a preparar para todos nosotros.

A todo el personal sanitario, militar, policial y de apoyo en la lucha contra los efectos de la pandemia, prémialo, Señor, con tu amor preferente. Ellos han sido la avanzada de la humanidad en esta batalla, y su comportamiento ha sido realmente gallardo. No permitas que de entre ellos siga habiendo víctimas mortales o enfermos del virus. Sé tú mismo la protección para cada uno, en atención a que se están entregando por amor y responsabilidad con sus hermanos a esta contienda. Pon alrededor de ellos una protección especial. Ilumínalos siempre para que acierten en los tratamientos necesarios para combatir el virus y guía sus manos con suavidad y dulzura.

Te pedimos, Señor, por todos los investigadores que están tratando de descubrir la cura para la pandemia. Son miles en todo el mundo que sin descanso laboran para alcanzar este fin. Dales Tu luz y Tu inspiración para que avancen por el camino correcto y sea una realidad lo más pronto posible la vacuna contra el coronavirus.

A todos nosotros, Señor, haznos entender claramente que no podemos seguir viviendo alejados de tu amor. Que no desconfiemos jamás de estar cerca de Ti, pues es la mayor consolación que podemos sentir. Que entendamos también que es urgente que abandonemos nuestras actitudes de egoísmo, de soberbia, de falta de fraternidad y de caridad. Que aceptemos que todos somos necesarios y que nadie es desechable, pues cada uno ha surgido de una intención expresa de amor de parte tuya. Que nos convenzamos de que solo unidos lograremos salir airosos en esta batalla, por lo que no podemos pensar en sacar un beneficio personal, aprovechándonos del momento de dolor que están viviendo nuestros hermanos.

Que te veamos a ti muerto en la cruz por amor a todos nosotros, para que entendamos que solo el amor le da sentido a todo sufrimiento. Que el dolor no nos deshumaniza, sino que al contrario nos diviniza, pues al unirnos contigo en la cruz de dolor, podemos alcanzar maravillosamente que nuestro dolor sea redentor como el tuyo. Es esa la cima del amor bien entendido.

Ponemos como intercesora especial en nuestra oración a nuestra Madre María, la que nos regalaste cuando estaba al pie de la cruz contemplando cómo se te iba la vida en tu entrega de amor. También Ella entendió que ese era el momento culminante de todas las demostraciones de amor que Tú y el Padre habían dado en toda la historia. También Ella puso en las manos del Padre todo su dolor cuando la espada atravesó su corazón. Nos comprende perfectamente en estos momentos y por eso es intercesora ideal para nosotros. A Ella, Salud de los Enfermos, le pedimos que nos sirva de consuelo y que nos tome en sus manos maternales, suaves y amorosas, para que nos conduzca al encuentro de tu amor y nos ponga delante de ti para que nos sigas viendo con los ojos del amor, que son los únicos con los que nos puedes mirar siempre.

Perdónanos todas nuestras iniquidades y sé misericordioso con cada uno de nosotros.

Te lo pedimos a Ti, que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo, y que con Ellos recibes todo honor y toda gloria eternamente. Que así sea.

El amor hace que todo sea bueno y construye al mundo

 Evangelio viernes 22ª semana de Tiempo Ordinario

En el camino de maduración de nuestra fe los hombres podremos ir respondiendo de dos maneras muy diversas y muy diversamente compensadoras. La primera es por temor y la segunda es por amor. Son tan distintas ambas que incluso llegan a marcar la manera de entender la acción misericordiosa del Dios del amor, que quiere que estemos con Él por haber sido arrebatados en el corazón por el amor que nos compensa totalmente, antes que por el miedo que nos daría ser condenados y destinados al infierno. Es de tal magnitud la influencia de esta diversidad que incluso hace que en la teología moral se distingan los dos posibles dolores que se dan en el hombre al haber pecado, necesarios para iniciar el camino de conversión: el dolor de atrición y el dolor de contrición. El de atrición es el dolor producido por el temor a la suerte que espera al pecador, que es la de la condenación eterna, el sufrimiento sin fin, que atiende a la sentencia de las Escrituras, que afirma que allí "será el llanto y el rechinar de dientes". El de contrición es el dolor del que siente en lo más profundo de su corazón el haber fallado al amor y traicionado la confianza de Dios, por lo cual se ha colocado lejos de Él, ha producido su decepción y ha perdido así la posibilidad de la experiencia de la compensación infinita de estar bien resguardado en el corazón amoroso de Dios. Son dos dolores muy distintos, pues el primero, en cierto modo, es un dolor egoísta en cuanto se piensa solo en las consecuencias negativas que tendrán para sí las acciones que se han llevado a cabo, y el segundo es el dolor de haber ofendido al amor y haberse alejado del lugar privilegiado en el que Dios lo había colocado, y de haber desplazado a Dios del lugar principal que debía tener en el propio corazón. En el dolor de atrición el sujeto principal es uno mismo. En el de contrición es Dios. En efecto, en la vida espiritual podemos asumir para nuestro caminar una de las dos actitudes: o avanzamos en el camino de la perfección para alejarnos del castigo del infierno o lo hacemos para vivir más en la convicción del amor que nos compensa infinitamente y que es la verdadera felicidad del hombre y el único camino que lo llevará a la plenitud que da el ser exclusivamente de Dios. Es tan determinante esto que la misma historia de la Iglesia, y dentro de ella, de la espiritualidad, podemos afirmar que ha quedado marcada por el estilo de respuesta a la fe en diversos momentos en los que ha prevalecido una u otra actitud. En unos, lo que ha pesado es el legalismo, con la respectiva categorización de premio o de castigo por la conducta asumida, demonizando absolutamente cualquier posibilidad de novedad que tenga un aire de refrescamiento en la vida de la Iglesia, y en otros, se ha querido considerar todo lo tradicional como lastre que debe ser echado a un lado por impedir la libertad humana, atándola solo a la ley y a lo que está establecido. No han faltado, en consecuencia, las radicalizaciones.

Incluso muchas veces en lo pastoral esta asunción de las dos diversas actitudes establece los pasos a llevar adelante. Hay frases que pueden enmarcar cada actitud y pueden iluminar para el discernimiento de lo que se tiene como estilo: "Las cosas siempre se han hecho así", "Así lo hizo siempre el padre fulano", "Desde que me conozco se ha respetado hacerlo de esa manera", "Es mejor dejar las cosas como están", o por el contrario: "Haremos las cosas de una manera distinta desde ahora", "Todo lo hecho hasta ahora ha estado mal", "Es necesario que nos renovemos de arriba a abajo", "La Iglesia vive momentos de novedad y tenemos que renovarnos dejando todo lo antiguo". Ambas actitudes entran en confrontación y pueden producir verdaderos cortocircuitos en la vida de una comunidad. Evidentemente, la radicalización jamás es buena consejera. Lo propio es la asunción del camino del amor y de la inspiración de Dios, el que ha prometido el mismo Jesús, que es el de la acción del Espíritu Santo que acompaña a la Iglesia y que la inspira e ilumina en cada momento de su historia. Él es quien nos llevará "a la verdad plena" y nos "dirá lo que haya que hacer en cada momento". No se trata de querer imponer un criterio u otro, pensando solo en la propia conveniencia, en la defensa de lo ya establecido o de lo tradicional, o en el empeño de una renovación que no deje cabezas sanas. Lo importante es ser como aquel escriba sabio: "Un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo". No es el miedo a lo nuevo ni la oposición radical a lo tradicional lo que debe marcar nuestra historia. Entre aquellas dos actitudes, la del temor y la del amor, nuestra opción debe ser la del amor. Es la del que quiere ser realmente de Dios, no "de Pablo o de Apolo o de Cefas", sino de Jesús. El temor nos paraliza y nos ancla, centrándonos en nosotros mismos, más por el miedo a experimentar algo nuevo, aunque pueda parecer auspicioso y nos hace atarnos a lo tradicional, sin permitir ni siquiera la novedad que pueda estar sugiriendo Dios, una novedad que incluso está establecida como prioridad pastoral por la misma Iglesia que ha entrado con aires de renovación al nuevo milenio, y que fue convocada a la "nueva evangelización", que debe ser "nueva en su ardor, nueva en sus métodos y nueva en su expresión". El amor, por el contrario, nos hace vivir en la ilusión de estar realmente en las manos de Dios, que es quien dirige siempre los hilos de la historia, y nos hace sentirnos convocados por el que nos indica los caminos a seguir, sin despreciar ninguno de los buenos, y que nos centra en lo verdaderamente importante, que es el servicio al hombre, razón última del amor de Dios. Lo entendió la Iglesia cuando convocó el Concilio Vaticano II, con aires de renovación, ejemplificándolo clarísimamente en la frase de San Pablo VI, en la clausura del mismo, cuando afirmó que "la Iglesia ha vuelto su rostro al hombre".

También Jesús tuvo que enfrentar a los que se oponían a ese camino del amor, y querían insistir en la infusión del miedo para mantener el yugo sobre los hombres: "Los fariseos y los escribas dijeron a Jesús: 'Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber'. Jesús les dijo: '¿Acaso pueden ustedes hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, entonces ayunarán en aquellos días'". La razón de la alegría es Jesús mismo, el que se entregó por amor y nos invitó a confiar en ese amor que nunca dejará de ser infinito y eterno. Y es ese mismo Jesús el que sigue con nosotros en la Iglesia: "Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo". No podemos vivir en el temor, sino en el amor, porque Jesús sigue estando con nosotros. Esa novedad es eterna, por lo que debemos renovarnos continuamente. Así lo dijo Jesús: "Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque, si lo hace, el nuevo se rompe y al viejo no le cuadra la pieza del nuevo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos: porque, si lo hace, el vino nuevo reventará los odres y se derramará, y los odres se estropearán. A vino nuevo, odres nuevos. Nadie que cate vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: 'El añejo es mejor'". Es la perfecta armonía que existe entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición y la novedad. Lo que ha sido beneficioso no tiene por qué ser desechado. Pero tampoco lo que ya produjo su beneficio y ha quedado en el pasado debe ser mantenido obstinadamente. La pauta la da el amor con el que se actúe, por lo que se aprovechará lo mejor de "lo nuevo y lo viejo". Que sea solo el amor el que nos mueva. Y que lo que nos impulse a actuar no sea el temor a ser juzgados sino la libertad que nos da el amor. Así lo entendió San Pablo: "Para mí lo de menos es que me pidan cuentas ustedes o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. La conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por eso quedo absuelto: mi juez es el Señor. Así, pues, no juzguen antes de tiempo, dejen que venga el Señor. Él iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá de Dios lo que merece". Al fin y al cabo es el amor el gran motor del mundo y del hombre. Los que no se dejan conducir por el amor solo traen desgracias y muerte. Quien se deja conducir por el amor es quien construye y deja algo bueno. Porque la acción del amor es la acción de Dios mismo actuando en la historia, que es en definitiva su historia, la que Él ha diseñado para la felicidad y la salvación del hombre.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Solos somos nada. Con Jesús logramos nuestra plenitud

 Dios también habla hoy: Domingo 5 – Ciclo C | Mensaje a los Amigos

Dios nos ha creado a los hombres donándonos sus propias cualidades. La expresión que usa en el momento de nuestra creación revela lo que está en su intención más profunda: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". Como Él es eterno, ha puesto en nosotros la condición espiritual, regalándonos un alma que no muere y que trasciende la temporalidad. Como Él tiene la capacidad de amar, más aún, como Él mismo es amor esencial, ha puesto entre las capacidades del hombre la de amar al igual que lo hace Él. Como Él es comunidad trinitaria de amor, ha creado al hombre con la esencia natural de la vida comunitaria, cuando estableció que "no es bueno que el hombre esté solo". Como es libertad absoluta, por tener la capacidad de raciocinio y la voluntad que, combinadas, le dan la capacidad de discernimiento y de decisión que le permite ejercer esa libertad sin que pueda haber algún obstáculo que se lo impida, así mismo le imprimió al hombre esas mismas capacidades de inteligencia y voluntad absolutas para que ejerciera la misma libertad que Él poseía. Evidentemente el hombre tendrá su plenitud en la asimilación cada vez más cercana a lo que es Dios y a lo que lo identifica más con Él, es decir, en el ejercicio cada vez más cercano a la plenitud de esas capacidades con las que ha sido enriquecido su ser. El hombre será más él mismo, avanzará más en el camino de la perfección y, por lo tanto, se acercará más a su propia plenitud, en la medida en que se parezca más a Dios ejerciendo esas capacidades que han sido puestas por Él en su ser. Lamentablemente, en la torpeza de hacer caso a las insinuaciones del demonio, que lo convenció de que su plenitud la alcanzaría en el camino de alejamiento de quien es la causa última de su existencia y de su subsistencia, quien le habría impedido esa plenitud al ponerle prohibiciones a las que debía acatar para afirmar la aceptación voluntaria de su inferioridad delante de Él, quien era el que estaba por encima de todo y le había hecho existir, comenzó así su debacle y su caída en el abismo de la oscuridad y de la muerte. El demonio convenció al hombre de que Dios le impedía su desarrollo absoluto por una supuesta especie de celo que buscaba impedir que surgiera un competidor a su prevalencia sobre todo. Y el hombre se lo creyó, dejando que surgiera una soberbia que lo impulsaba a querer hacerse un dios como el Creador, atendiendo a la frase cautivante de Satanás: "Serán como Dios". Esa libertad, fruto de la inteligencia y de la voluntad que eran un don maravilloso de Dios, al haberla utilizado mal, se convirtió en la más letal de las espadas de Damocles que se puso el mismo hombre sobre su cabeza, alcanzando con ella su propia destrucción.

Desde ese momento en el que reinó la soberbia, la condición de eternidad pasó a ser el riesgo mayor de muerte eterna, la condición de amor se desvirtuó en el sentimiento letal del odio, la cualidad de ser comunitario se trastocó en explotación de los más débiles de los hermanos, y la característica de hombre libre mutó en la mayor esclavitud. La "sabiduría" humana demostró no ser tan sabia, pues se enroló en las filas de la rebeldía demoníaca que no logró otra cosa que truncar por completo el camino hacia la plenitud que estaba marcado, con la condición de un seguimiento fiel y constante con el Dios del cual se había surgido. La plenitud del hombre será tal solo en la sumisión amorosa, fiel y confiada a Dios. Nunca será alcanzada extrañándose de Él, pues Él es la única fuente de la plenitud posible. Fuera de Él todo es oscuridad, tristeza y muerte. De allí la insistencia de reconocer lealmente la inferioridad propia delante de Dios que de ninguna manera nos hace menos, sino que, por el contrario, nos hace más, pues nos encamina hacia nuestra plenitud que será lograda solo en el sometimiento al Todopoderoso: "Que nadie se engañe. Si alguno de ustedes se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios, como está escrito: 'Él caza a los sabios en su astucia'. Y también: 'El Señor penetra los pensamientos de los sabios y conoce que son vanos'". La "sabiduría" humana nos destruye cuando no está alineada con la sabiduría de Dios. Esa sabiduría es la que por esencia pertenece a Dios, propietario de todo, nuestro Señor, el que actúa no por otra razón que la de su amor por nosotros y que, en el ejercicio de esa sabiduría, nos aclara que todo es de Él y lo pone en nuestras manos para facilitarnos el seguir encaminándonos hacia Él: "Que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es de ustedes: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es de ustedes, ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios". Al final de nuestro camino llegaremos a la presencia de Dios, cuando Él "será todo en todos", y nos llevará a la vida que nos espera y que es la que Él ha establecido como la que nos corresponderá, en la que estaremos viviendo la única plenitud posible, la de su amor y la de la felicidad que Él hará una realidad para todos eternamente. Para ello nos ha creado. No nos ha creado para hacer que nuestro fin no sea superior al de nuestro origen. El ser "imagen y semejanza" del origen, se hará pleno, viviendo la misma vida eterna de felicidad y de amor que Él vive ya.

Mientras tanto, nosotros debemos avanzar en ese camino de confianza extrema en Él, en su amor y en su poder, como lo vivieron los apóstoles en su periplo terrenal con Jesús: "Dijo a Simón: 'Rema mar adentro, y echen sus redes para la pesca'. Respondió Simón y dijo: 'Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes'. Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse". La palabra de Jesús hizo aparecer los peces que habían estado ausentes toda la noche en la brega de la pesca nocturna. Bastó que fuera su orden para que esto sucediera. Es la confianza que debemos tener todos delante de Dios, que hace que lo imposible sea posible. Y debe desembocar en el abandono radical en su amor, en su poder y en su misericordia: "Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: 'Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador'. Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón". Al constatar que de Él viene todo beneficio, se debe reconocer también que de Él viene la piedad y la misericordia. La sabiduría no se trata solo de conocimiento, sino de vivencia. Y la sabiduría que podemos tener de Dios pasa por reconocer que Él es el Dios del cual provenimos, que nos sostiene con su providencia y que viene en ayuda de nuestra debilidad, produciendo en nosotros nuestro arrepentimiento y el abandono confiado en ese amor que se transforma en misericordia infinita y que posibilita nuestro avance apoyados en su poder, no en el nuestro. Es el reconocimiento de nuestra nada delante de Él, que se trasforma en el todo que Él nos proporciona, por lo cual nos hace capaces de abandonarnos en su amor y en su poder, que hace que lo podamos todos, no por nuestras fuerzas débiles delante de las suyas, sino por esa fuerza invencible del Dios que se pone de nuestro lado. Al hacernos suyos y al dejarnos invadir por ese poder, por esa misericordia y por ese amor que todo lo puede, nos coloca de su lado, nos confía la tarea de llevar ese mismo amor y ese mismo poder a todos los hermanos. Por eso le confía a Pedro lo que será de su futuro de abandono en las manos todopoderosas y amorosas de su Creador: "Y Jesús dijo a Simón: 'No temas; desde ahora serás pescador de hombres'. Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron". Es el abandono que no se resuelve en la pasividad, sino en el accionar extremo, pues es la sabiduría de reconocer como único Dios y único Señor al que nos convoca y nos hace suyos, y que nos encamina a la única plenitud posible que es la que podremos vivir unidos a Él y sometidos con ilusión bajo las alas de su amor y de su poder.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Jesús no es el ídolo del momento, sino el Dios que nos ama sencillamente

 Verbum Spei” “Palabra de Esperanza” – Página 110 – verbumspei

La obra de redención que vino a realizar Jesús, que constituyó la obra más grandiosa en favor de la humanidad en toda la historia, pues significó la recuperación de la altísima dignidad con la cual había sido creado el hombre en su origen y que había perdido por su propia torpeza, se inició y prácticamente se llevó a cabo toda ella en medio de la mayor sencillez. Jesús, el Hijo de Dios que se había hecho hombre para rescatar al mismo hombre desde lo más íntimo de su propia naturaleza, empezó a recorrer los caminos en solitario y fue convocando a aquellos hombres que lo acompañarían en esa travesía. Fueron hombres nada versados, desconocedores en absoluto de quién era Aquel que los iba llamando, incluso algunos con ideas muy erradas sobre la esperanza que debían guardar acerca del Mesías prometido y sobre cómo haría su irrupción en la historia para lograr la liberación que Dios había prometido desde antiguo y de cómo la llevaría a cabo. No es imaginable poder concluir que una obra tan grandiosa tuviera ese signo tan claro de humildad y sencillez, alejada de toda la grandiosidad que era dada esperar. Pero así creyó Jesús que era más conveniente y así diseñó su plan de acción. Quizás porque haberla iniciado con bombos y platillos, revestida de toda la pomposidad auspiciable por ser la obra más grande que Dios emprendía en favor de la humanidad, lograría, sin duda, reacciones maravilladas en los testigos, pero solo arrancarían una admiración extraordinario sin llegar a lo profundo y a lo íntimo. Hubiera sido un baño de portentos que asombraría a todos, pero que convencería y conquistaría a muy pocos. Jesús hubiera sido así, poco más que el personaje del momento, el que arrastraría masas entusiasmadas y admiradas, pero que estaría sobre el tapete lo que durara su presentación hasta que apareciera otro personaje más que hiciera obras iguales o mejores que las de Él. Hubiera sido el ídolo del momento, con innumerables fans, que luego cambiarían su preferencia por el nuevo ídolo que surgiera. Los suspiros que se lanzaran por Él irían a ser lanzados por ese supuesto nuevo ídolo. Es la naturaleza humana, basada en la maravilla y en la admiración mutable, la que determina a cuál personaje va a seguir y a cuál va a dejar, dependiendo del arrastre que vaya teniendo. Jesús no quería esto. Él no quería admirar a nadie. Él no quería ser el espectáculo de moda. Él no quería ser recibido como el ídolo del momento, sino que quería que le fueran abiertas las puertas de los corazones para dejarlo habitar en ellos. Él no quería subyugar a nadie, sino conquistar suavemente, con amor. Él quería ser recibido como el Dios que ama, que se entrega, que salva, demostrando verdadero amor por cada uno de los que viene a salvar, y no un simple poder que admirara y que pasara hasta que viniera un nuevo ídolo que ocupara su lugar. Allí está la clave de todo. La figura de Jesús debe ser para cada hombre una figura que no pasa, que conquista, que arrastra a un seguimiento fiel y no pasajero. Su obra es una obra que prevalece y no una que pasa y se queda en el pasado. Su influencia no es temporal, sino que quiere ser eterna. Mientras esto no suceda en nuestros corazones, la obra de Jesús, siendo eterna, no será influyente para nosotros.

El proceso, entonces, empieza echando unas bases sólidas. No empieza por el techo, que sería la admiración y el deslumbramiento. Eso lo deja, en todo caso, para el final, con su resurrección y su ascensión a los cielos. Es entonces, después de haber echado las bases sencillamente con sus palabras y sus obras, cuando está todo preparado para producir la admiración. Quien es conquistado por lo maravilloso, esperará siempre la maravilla para sustentar su fe. Y aunque no hay nada que impida a Dios poder hacerlo, no es ese el itinerario que Él quiere seguir, por cuanto sabe muy bien que lo que lograría sería subyugar por el deslumbramiento, pero no conquistar por el amor. Jesús, sin aspavientos, no desvía su ruta, sino que avanza por el camino emprendido, pavimentado en ladrillos de humildad y de sencillez: "Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar desierto. La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos. Pero él les dijo: 'Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado'. Y predicaba en las sinagogas de Judea". No era por falta de poder o por ausencia de obras portentosas que Jesús se retiraba, sino, precisamente lo contrario. Su decisión de apartarse la tomaba después de haber realizado obras maravillosas en medio de todos: "Al salir Jesús de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos cuantos tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y Él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: 'Tú eres el Hijo de Dios'. Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías". Un ídolo, aprovechando la admiración que iba produciendo en todos, se hubiera aprovechado al máximo y hubiera seguido atrayendo a más a fuerza de obras maravillosas. Esa no era la intención de Jesús. Lo primero que había en su mente era demostrar, no el poder infinito de Dios que Él poseía naturalmente, sino el amor de quien había sido enviado por el Padre para atraer sutilmente con los lazos de ese mismo amor, anunciando la llegada del tiempo de gracia en el que Dios había establecido la instauración de su Reino en el mundo. Las obras maravillosas de Jesús no eran el fin de su misión, sino elementos que le servían para sustentar, en el momento en que fuera necesario, la presencia del amor del Dios que ama y que quiere salvar a la humanidad por la llegada de su Reino y del año de gracia que Él había decretado.

Este mismo procedimiento que siguió Jesús en su itinerario de misión es el que debe ser seguido por cada enviado de Jesús. No se trata de la presentación y realización de maravillas, por muy llamativas que fueran, sino la revelación de ese amor infinito del Dios que quiere salvar al hombre y habitar en su corazón, conquistando con la fuerza de ese amor su inteligencia y su voluntad de manera que para él no hubiera ya otra realidad por la que valga la pena vivir e incluso llegar a entregar la vida, que la del amor redentor y liberador de Dios. No se sigue a Dios por la cantidad de milagros que pueda hacer en nuestro favor, a pesar de que los pueda hacer y efectivamente los haga, sino por el inmenso amor que nos demuestra claramente al enviar a su Hijo a entregarse por nosotros para liberarnos y que confirma el mismo Jesús cuando acepta la misión y, desde la cruz, muriendo, siente la satisfacción de la misión cumplida: "Todo está consumado". Por ello, la conquista de Jesús no se hace desde lo admirable, sino desde el amor. No es al ídolo que subyuga, sino al único que ha sido capaz de entregarse por amor, al que debemos seguir. No son otros nombres los que deben conquistarnos, a los que debemos seguir, sino solo el de Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Nadie más lo ha hecho: "Si uno dice 'yo soy de Pablo' y otro, 'yo de Apolo', ¿no se comportan ustedes al modo humano? En definitiva, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Servidores a través de los cuales ustedes accedieron a la fe, y cada uno de ellos como el Señor le dio a entender. Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer; de modo que, ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer". Mientras esto no sea plenamente entendido, y nos centremos solo en las maravillas, confundiendo a Jesús con un gran ídolo, estaremos necesitados de aclarar lo que hay en nuestro corazón. Necesitaremos de lo más básico: "Hermanos, no pude hablarles como a seres espirituales, sino como a seres carnales, como a niños en Cristo. Por eso, en vez de alimento sólido, les di a beber leche, pues todavía no estaban ustedes para más. Aunque tampoco lo están ahora, pues siguen siendo carnales". La misión del que anuncia es apuntar a ir alcanzando la madurez de los beneficiarios, de manera que vayan disponiendo bien su corazón para recibir el amor infinito de Jesús y empiecen a caminar en la salvación, no quedándose solo en lo aspaventoso y portentoso, sino en la experiencia personal del amor que los conquista, el del Dios que envió a su Hijo, y el de ese Hijo que se despojó de su rango no para admirar a los hombres sino para atraerlos a la salvación, liberándolos de las sombras del pecado, demostrándoles su amor infinito que llegaba hasta la entrega de la propia vida con tal de que todos tuviéramos la Vida.

martes, 1 de septiembre de 2020

Reconozcamos a Jesús como el Dios que nos ama y que nos salva

 Cántico de Ana | De la mano de María

En el Evangelio, todo él sondeado por el mensaje que han querido sus autores hacer llegar a los hombres, que es un mensaje de salvación, esa que quiso donar Dios a todos a través de la misión que encomendó a Jesús y que Éste cumplió a la perfección con su pasión, su muerte y su resurrección, nos encontramos con todos los acontecimientos con lo que el Redentor fue, primero, aclarando quién era Él y por qué tenía la plena autoridad que como Dios le correspondía naturalmente y que además había sido puesta en sus manos por el Padre, quien era la causa original de su presencia en el mundo y, segundo, emprendiendo con sus acciones y sus palabras la obra salvadora, la acción mayor y que ha tenido más trascendencia en toda la historia de la humanidad, por las consecuencias extraordinarias de cambio de la perspectiva de muerte y de oscuridad en la que estaban sumidos los hombres por la de luz y vida eterna que adquiría el Mesías para todos, sin que los hombres hubieran tenido nada que hacer, sino solo ponerse a la disposición para dejarse salvar. Esa identidad que Jesús fue desvelando paulatinamente a la vista de todos no quedó definitivamente clara sino solo al final de sus días terrenales, con el acontecimiento glorioso de su resurrección, por el cual volvió triunfante de la muerte, dando así las últimas pinceladas al cuadro que iba pintando progresivamente y revelando claramente así que Él era el dueño de la vida y de la muerte, de la luz y de la oscuridad, de las alturas y de los abismos. Cuando ya la obra estaba terminada fue cuando pudo Jesús asumir que los discípulos estaban ya listos para ser sus testigos, para ir al mundo a anunciar su verdad y su amor, para abrirle a todos con su predicación la perspectiva de la salvación que Él había venido a traer por encomienda del amor del Padre: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación". Así como los apóstoles ya estaban listos para dar testimonio de la obra maravillosa de la redención, así también el mundo debía ser preparado para disponerse a recibir esa noticia maravillosa y acomodar su corazón para dejarse salvar y ponerse al arbitrio de ese amor. Fue todo un proceso didáctico el que usó Jesús para revelarse según lo que era y para llevar adelante esa gesta heroica y definitiva del rescate del hombre de las garras del demonio. Los hombres necesitaron de este itinerario, pues era una verdad absolutamente nueva para todos. El hecho de que Dios hubiera enviado a su Hijo para salvarlos y de que ese Hijo hubiera tenido que asumir la naturaleza humana para realizar ese rescate, de ninguna manera hubieran podido descubrirlo los hombres por sí mismos, sino solo con la ayuda y la disposición del mismo Dios de convertirse en maestro.

Por eso sorprenden en el Evangelio los relatos en los que se nos dice cómo algunos personajes descubren quién en Jesús anticipadamente. Podemos ver a una Isabel, la prima de la Virgen María, quien afirma que el fruto de las entrañas de María es su Señor: "¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?", o a un Natanael que afirma al encontrarse con Jesús: "Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel", o a un Pedro que ante la pregunta de Jesús sobre su identidad, responde: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Sorprenden estas consideraciones por cuanto la revelación progresiva de Jesús era apenas incipiente y, en todo caso, las demostraciones que Él había dado aún eran totalmente insuficientes para sacar una conclusión de tan alto calibre. Por eso el mismo Jesús a San Pedro le dice: "Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo", con lo que afirmaba a la vez que humanamente era imposible aún sacar esa conclusión pues solo era posible hacer bajo la iluminación y revelación del mismo Dios. Pero es aún más sorprendente el que esas confesiones vinieran de quienes menos se podrían esperar, como por ejemplo, los mismos demonios con los cuales Jesús se enfrentaba: "Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu de demonio inmundo y se puso a gritar con fuerte voz: '¡Basta! ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios'. Pero Jesús le increpó diciendo: '¡Cállate y sal de él!'. Entonces el demonio, tirando al hombre por tierra en medio de la gente, salió sin hacerle daño". En este caso no hay iluminación de Dios, sino una constatación del mismo demonio de quién en realidad es Jesús. Similar situación se dio en el episodio del encuentro con el endemoniado de Gerasa, en cuyo caso el demonio se enfrenta a Jesús diciéndole: "¡No te metas conmigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo! ¡Te ruego por Dios que no me atormentes!" Exactamente lo mismo sucede al curar enfermos y liberar poseídos del demonio, después de curar a la suegra de Pedro: "De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: 'Tú eres el Hijo de Dios'". El demonio, que descubre perfectamente quién es Jesús, no recibe la iluminación de lo alto. Lo lógico de pensar es que lo sabe por su experiencia personal. No confiesa a Jesús por haber tenido una experiencia espiritual de encuentro que lo haya elevado. Existe otra razón que debe ser descubierta. Y no la podemos encontrar fuera de la misma experiencia previa del demonio. Recordemos que Satanás era un ángel de Dios, el más bello de todos, de nombre Luzbel, "Luz Bella", perteneciente por tanto a la creación del mundo espiritual, que en el tiempo anterior a la creación del mundo material, se reveló a Dios y se enfrentó a Él, planteando la gran batalla del mundo angelical, en el cual salió victorioso el ejército leal a Dios, liderado por San Miguel arcángel. Allí empezó su historia de derrotas, que culminó con la más grande de todas que le infligió Jesús.

En efecto, Satanás conocía a Jesús incluso antes de su encarnación. Conocía a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, al Hijo de Dios, al Verbo del Padre. Por ello, cuando se encuentra con Él en los Evangelios, sabe muy bien quién es. No necesita que le sea revelado, pues ya lo sabe. Al pertenecer al mundo espiritual, identifica muy bien quién es Cristo, al que había conocido desde siempre, pues él mismo había surgido de sus manos creadoras. Había convivido con Él desde su primer momento de existencia. Y lo encuentra en el mundo, consciente de que está planteada una lucha contra Él, y de que nunca podrá pretender obtener la victoria, pues ya ha probado su poder y ha sido derrotado previamente en aquella guerra angelical. Al pertenecer al mundo espiritual, no tiene ninguna dificultad en reconocer la realidad espiritual de Jesús. En cierto modo, esto que sucede con Satanás, puede ser una enseñanza para nosotros. Solo lo que está en el mundo espiritual puede reconocer sin ninguna dificultad quién es Jesús, por experiencia personal, como el demonio, o por revelación, como Isabel, Natanael y Pedro. Del demonio podremos obtener solo maldad y muerte, y sin embargo de él podremos aprender que haciéndonos seres espirituales, es decir desplazando nuestra consideración de lo simplemente material y asumiendo lo espiritual, podremos reconocer y recibir mejor a Jesús como nuestro Salvador. Así nos lo afirma San Pablo: "El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios. Pues, ¿quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios. Pero nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos". Para conocer a Dios y reconocer a Jesús, y dejarnos conquistar por sus obras de amor y de salvación, necesitamos dejarnos abordar por nuestra realidad espiritual. Debemos impedir que nuestra condición corporal, nuestra materialidad, se interponga en nuestra ruta de acceso a Jesús, dejando en el desierto la posibilidad de vivir con toda intensidad su amor y su salvación: "El hombre natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una necedad; no es capaz de percibirlo, porque solo se puede juzgar con el criterio del Espíritu. En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, mientras que él no está sujeto al juicio de nadie". El objetivo del encuentro con Jesús, dejando que lo espiritual que hay en nosotros tome las riendas, es su reconocimiento como nuestro Mesías, nuestro Salvador, el que tiene el poder y el que nos libera del poder del mal: "¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen". Solo siendo hombres espirituales podremos reconocer y vivir a Jesús. Nuestra realidad material, que es la riqueza con la que el Señor nos ha bendecido desde el primer momento de nuestra existencia, es un tesoro maravilloso, pero no debemos permitir jamás que obstaculice a nuestra realidad espiritual que nos acerca al encuentro amoroso y plenamente satisfactorio con el Dios que nos ama y que ha venido a salvarnos.