lunes, 30 de septiembre de 2013

"Ese no es de mi grupito..."

Los hombres debemos tener un orgulloso sentido de pertenencia... Sentirnos felices de pertenecer a un grupo humano. Todos lo vivimos. Nos sentimos orgullosos de nuestra nacionalidad, de nuestro país, de nuestra familia, de nuestro trabajo... Es la condición para poder sentirse satisfechos en donde estoy, en donde pertenezco. Podemos sentir dolor por lo que le pasa al grupo al que pertenecemos, y eso, en estricto sentido, es también, orgullo de pertenencia, pues nos duele lo que le pasa "a lo nuestro"... Podemos, incluso, establecer un sano "sentido de competencia" en referencia a otros grupos a los que no pertenecemos, haciendo que nuestra condición grupal mejore, se supere, avance... Dios mismo nos hizo miembros del gran grupo de la humanidad, y quiere que nos sintamos orgullosos de pertenecer a él, que lo hagamos avanzar, que demos lo mejor por él, que nos duela lo malo que experimenta... Y, en un paso más adelante en la demostración de su amor por la humanidad, nos convoca al gran grupo de la Iglesia, para que vivamos la fraternidad profunda de los salvados, de sus hijos, de los hermanos del Redentor, y para que, sabiendo que la Iglesia es nuestra Madre, vivamos sus alegrías y sus dolores, la hagamos crecer incorporando a más hermanos a ella, la hagamos presente en todo el mundo con nuestro testimonio, procuremos siempre que sea un excelente instrumento para hacer presente a Jesús y su amor para todos.. Es un sano sentido de pertenencia, que ayuda a construir la propia personalidad y habla de la calidad de nuestro ser persona humana...

Sin embargo, los hombres hemos corrompido la esencia de este orgullo de pertenencia y lo hemos establecido como oposición, como enfrentamiento, como exclusión... Quien no es de nuestra propia nacionalidad es considerado "menos hombre" que nosotros... Hemos fijado las fronteras que, en muchísimas oportunidades no sólo establecen los límites geográficos de un país, sino prácticamente el fin de los derechos de todo aquel que no haya nacido dentro de ellas. Pensamos absurdamente con frecuencia que nosotros o nuestra familia son el compendio de todas las virtudes y que los "pobres desgraciados" que no pertenecen a ella no han tenido tanta fortuna como nosotros... Hemos llegado al colmo de pensar que los que no son de la Iglesia no tienen el "derecho de la salvación", casi limitando la voluntad divina, atribuyéndole a Dios cualidades humanas, obligándole a pensar como nosotros, como si Él quisiera limitar su salvación que es para todos los hombres... Cierto que Jesús afirmó: "El que crea y se bautice se salvará... Y el que no crea se condenará". Sin duda, Jesús excluye de la salvación a quien lo rechaza. Pero no habla de la condenación de los hombres y mujeres de buena voluntad que ni siquiera lo han podido rechazar porque no lo conocen o de quienes inculpablemente o sin malicia alguna no se han detenido lo suficiente en la escucha de sus palabras...

Pero aún más sorprendente es la actitud de quienes, perteneciendo a la Iglesia, habiendo recibido una formación cristiana de buena calidad, activos incluso en la celebración litúrgica de la fe y siendo miembros de alguno de los diversos grupos, movimientos o asociaciones apostólicos de la Iglesia, sobrepasan su "sentido y orgullo de pertenencia" y llegan a considerar a los demás como "bichos raros"... El Papa Beato Juan Pablo II afirmó, con toda razón, que los Movimientos y Asociaciones laicales forman parte de "La gran Primavera de la Iglesia"... Cada uno de ellos es un fruto amadísimo que surge de la inspiración del Espíritu Santo, demostrando que Él es su alma y que vela por su actualización continua... Cada Grupo responde a una necesidad del momento, que sabe percibir perfectamente el Espíritu, e inspira en una persona o en un grupo fundador, un Carisma con el cual enriquece la vida de la Iglesia, pensando enriquecer con él al mundo entero y respondiendo a la necesidad que se presenta...

Tristemente, algunos miembros de estos grupos o asociaciones, han convertido lo que es un fruto de esa "primavera de la Iglesia", en algo así como un invierno... Han desvirtuado totalmente el sentido que tiene cada uno de ellos, que debe apuntar a una comunión, como teología que ha propuesto el Concilio Vaticano II a la Iglesia como su forma de vida actual, y lo han empobrecido totalmente transformándolo en teología del "coto privado", del "cerco cerrado", de "mi grupito". La primavera, rica en retoños, flores, frutos, colores y olores maravillosos, en sus manos se ha convertido en un invierno triste, gris, desnudo, frío... Para muchos de ellos, "quien no está en mi grupo es un pobre tonto", "no sabe lo que se está perdiendo", "tiene cuesta arriba su salvación"... Una vez me contó un sacerdote que un cursillista de cristiandad se le acercó y le dijo: "Padre, usted no será plenamente sacerdote hasta que no haga el Cursillo de Cristiandad"... ¡Dios santo! ¡Ese señor no tenía idea de lo que es la Iglesia, de lo que es el sacerdocio, de lo que es el Movimiento de Cursillos de Cristiandad...!

Y así como digo eso de este cursillista, podría decir muchas que he oído de carismáticos, de catecúmenos, de legionarios de María, y de los demás... ¡Qué tristeza ser testigo de una competencia desleal entre grupos apostólicos, de exclusión de personas hasta de funciones litúrgicas -¡de una misa!- porque no es de nuestro grupo, del desprecio de una misa "porque no la celebró un cura de mi grupo"... Para ese tipo de personas, algunas misas valen más que otras, algunas oraciones valen más que otras, algunos cantos valen más que otros... Está bien sentir el orgullo de pertenecer al propio grupo...Pero ese orgullo debe ser sano. Ese sentido de pertenencia debe ser sano... No es posible que el grupo apoye estas posturas contaminadas con orgullo y sentido de pertenencia enfermos...

La Iglesia es una sola, enriquecida -¡enriquecida!- con la diversidad de carismas que el Espíritu infunde en ella continuamente. No convirtamos los carismas en pobrezas, en marcas de fábrica que nos distinguen y nos apartan. Si así fuera, en nada nos diferenciaríamos de las sectas que han minado a la Iglesia y le han asestado golpes certeros... Estaríamos promoviendo "el invierno de la Iglesia", en vez de su primavera...

No caigamos en la tentación de Juan: "Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir". "Maestro, hemos visto a un catecúmeno, a un legionario, a un carismático, a un cursillista..., hablando bien de ti, haciendo apostolado en favor de tu amor y de la redención de sus hermanos, ayudando a los pobres en los que te ve a ti..., y se lo hemos querido impedir, nos hemos burlado de su esfuerzo, porque no es de los nuestros..." No suena muy cristiano...

Promovamos, más bien, la verdadera comunión... Todos tiremos del carro en una sola dirección..., cada uno en su cuerda, ¡pero en la misma dirección...! Los carismas son el tesoro más maravilloso con el que nos ha enriquecido el Espíritu Santo, Alma de la Iglesia y principal protagonista de la Evangelización. Escuchemos a Jesús, que nos dice: "No se lo impidan. El que no está contra ustedes, está a favor de ustedes"... Hagámosle caso. La Iglesia es SU Iglesia, y nadie mejor que Él sabe qué es lo que más le conviene y cuál es el camino correcto que debe recorrer...

domingo, 29 de septiembre de 2013

Combate el buen combate de la fe

Pablo nos ofrece un excelente material para un buen examen de conciencia. Su invitación a combatir "el buen combate de la fe" es una llamada perentoria a mantener una actitud vigilante ante los embates que ofrecen "las fuerzas del mal" a los cristianos. Tristemente, nos hemos acostumbrado a no combatir. Vamos por la vida con los brazos bajos, en vez de ir con los brazos en guardia. Lejos de hacerlo, nos declaramos derrotados apenas sin iniciar el combate... Y resulta que, como dijo Job: "La vida del hombre en el mundo es milicia"... Los hombres de nuestro tiempo hemos decidido no combatir, hemos decidido plegarnos a quien nos combate, hemos decidido no enfrentar con valentía y gallardía a quien pretenda vencernos con sus argucias. Nos hemos "enredado" en la telaraña del mundo (de lo malo del mundo, pues no todo en el mundo es malo), y allí estamos, a punto de ser devorados...

Pablo afirma que el de la fe es un "buen combate"... ¡Claro que sí! ¿Qué mejor combate que el de esforzarse por no ser uno más del montón? ¿Qué mejor combate que el de procurar por todos los medios caminar la senda de la realización personal, la de la plenitud de la vida, la de la respuesta afirmativa a la voluntad divina de ser los "reyes de la creación"? ¿Qué mejor combate que el de siempre intentar ser cada día mejor, más hermano, más solidario, más honesto, más fiel a Dios y a sus exigencias? Ese es el verdadero camino de nuestra promoción humana. Seremos mejores hombres no en cuanto estemos más lejos de Dios, o en cuanto nos pleguemos más a lo que va en su contra..., sino en cuanto hagamos conciencia plena de que "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti"... La plenitud del hombre está en su vida de Gracia, no en la pérdida de ella. Seremos plenamente hombres sólo en la vivencia de la posesión total de la vida de Dios en nosotros. Lo que nos hace plenos no somos nosotros mismos, sino el Dios que viene a nosotros a habitar como en su templo... Para eso hemos sido creados y esa es nuestra plenitud. Empeñarnos, por lo tanto, en lo contrario, es procurar la destrucción de nuestra propia vida... Por eso es que vale la pena "combatir el buen combate de la fe". Es el combate que daremos para defender nuestra plenitud, para avanzar en la posesión de Dios, para dar el sentido verdadero que tiene que tener nuestra vida... No es lógico que bajemos la guardia cuando se nos llama a la plenitud...

¿En qué consiste ese "buen combate de la fe"? El mismo Pablo lo ha dicho antes: "Practica la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza..." Estos son los componentes de ese combate... Cuando nos apertrechamos para ese "combate", debemos hacerlo con las armas que nos apoyarán en esa lucha por practicar esas realidades de la vida del cristiano...

Practica la justicia: El cristiano no puede estar contento cuando en el mundo reina la injusticia... Debemos ser los primeros en "dar a cada quien lo que le corresponde". Si hacemos así, esforzándonos siempre por ser verdaderamente justos, estaremos muy lejos de favorecer por caprichos a nuestros "amiguitos", los de nuestro grupo... Estaremos cuidándonos mucho de ser injustos contra quien no se lo merece.. Y a gran escala, estaremos asegurando un mundo en el que brille la armonía. ¿Cuánta tristeza hay sembrada en nuestro mundo a fuerza de haber sido injustos con los demás? ¡Cuántas guerras, cuántas muertes, cuántas esclavitudes, cuánta corrupción..., hemos permitido a fuerza de no practicar la justicia!

Practica la religión. Nos hemos dejado engañar con la famosa frase: "La religión es el opio del pueblo". Hemos desestimado la práctica religiosa, porque es supuestamente una práctica "pasada de moda", para "viejos". Decimos: "Los tempos actuales exigen otras cosas. No podemos perder el tiempo en esas tonterías". La religión, en cambio, nos asegura la unión con Dios. De allí viene, de "re-ligar" al hombre con Dios. Cuando tenemos referencia a Dios, nuestra vida es una muy distinta que cuando no está. Haber "expulsado" a Dios ha sido quizá el peor negocio que hemos hecho los hombres "modernos", pues hemos eliminado a quien nos daba la justa medida para establecer relaciones justas y armoniosas con todos. Y se ha establecido así la anarquía... Y así, pensamos que es una tontería la exigencia de ir a misa los domingos porque "yo me comunico directamente con Dios", confesarse porque "Yo no peco", o porque "Dios me perdona directamente y no necesito decirle mis pecados a un cura que es quizás más pecador que yo"... La banalización de las prácticas religiosas nos ha hecho un daño tremendo, pues nos ha hecho perder la conexión con lo misterioso que está siempre presente y es esencial en nuestra vida. Somos cuerpos espirituales o espíritus encarnados, y necesitamos siempre la conexión con lo trascendente, con lo superior, con lo infinito...

Practica la fe. En sus componentes básicos: Creer en Dios y creerle a Dios. No basta con confesar la existencia de un Dios Creador, omnipotente, omnisciente, omnipresente... Todas esas cosas son verdaderas en Dios y hay que creerlas... Pero es necesario dar un paso ulterior. Dios es el ser que entra en comunicación conmigo, es un ser personal que basa su amor infinito hacia mí en su deseo entrañable de entrar en relación conmigo. Por eso me habla, me dice que me ama, me perdona... Y por eso me pide a cambio que lo ame, que le sea fiel, que lo siga con alegría e ilusión. Mi aporte en la relación con Dios no se basa, entonces, sólo en creer en su existencia, sino también en escuchar lo que me dice y obedecer a lo que me pide. En "creerle", pues eso que me pide es bueno para mí. Un Dios que me ama no puede pedirme cosas que sean malas para mí. Cuando me pide algo, eso es lo mejor, porque me ama...

Practica el amor. ¡Cuánta falta hace el amor en nuestro mundo! ¡Qué fácil odiamos, qué fácil guardamos rencores, qué fácil sospechamos de todos, qué fácil miramos para otro lado ante una necesidad de un hermano! El combate de la fe nos exige amar. En primer lugar a Dios. Y en segundo lugar a los hermanos, particularmente a los más necesitados... Por haber dado lugar al odio hemos permitido asesinatos, abortos, miseria, esclavitud, guerras, explotación de los débiles, opresión... Sin amor, los hombres somos las peores bestias de la creación. Pero con amor somos capaces de heroísmos portentosos, sorprendentes. Veamos en nuestra historia a los que se han dejado llevar por el amor (Madre Teresa, Padre Pío, Maximiliano Kolbe, Juan Pablo II...) y contemplemos las maravillas que puede hacer el amor...

Practica la paciencia. La "inmediatez" que caracteriza a nuestro mundo nos ha mediatizado a todos. Nuestras reacciones son inmediatas, sin pensarlas. Lo queremos todo "para ya", si alguien me dice algo que me disgusta, reacciono sin pensarlo, haciendo aún más daño... Somos más injustos en nuestras reacciones que la injusticia que estamos reclamando... Hemos perdido lo sabroso del tiempo gastado en buena compañía. Nos hemos olvidado de cómo es saborear una buena conversación, un buen café junto a alguien... Todo eso, para muchos en pérdida de tiempo... "No hay tiempo que perder"... Hemos perdido la posibilidad de enriquecernos con una buena conversación, larga y tendida, con Dios, a cuenta de que "estamos apurados"...

Practica la delicadeza. En nuestra vida de relación con los demás debemos poner mucho de delicadeza. No es posible que vayamos siempre con caras amargadas. Particularmente en la familia. Nos creemos con todo el derecho de ser "patanes" en nuestras casas. Nuestra "mejor cara" se la llevan quienes no tienen nada que ver con nosotros... Y a nuestra familia la tratamos con dureza, con mala educación... Es no es justo. Son ellos los que tienen más derecho, pues somos de ellos... Tratemos en general, de llevar simpatía a nuestro entorno. Saludemos a todos, tengamos siempre en la cara una sonrisa... Hacerlo, revertirá en beneficio para nosotros mismos, pues nos sentiremos mucho mejor así, lavando nuestras amarguras...

Todo esto tiene el mayor sentido... Pablo dice: "Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado"... ¿Qué mejor sentido darle a ese esfuerzo que el de procurar estar eternamente junto a Dios, después de ese "buen combate"? Vale la pena hacerlo. Y vale la pena porque es nuestro futuro, por el que estamos luchando al combatir. Y es el futuro de la eternidad feliz junto a Dios y en su amor y junto a los que conquistemos para Dios en nuestro combate...

sábado, 28 de septiembre de 2013

¿Es obligatorio el sufrimiento?

Jesús dijo a sus apóstoles: "Al Hijo del Hombre lo van a entregar en manos de los hombres"... Fue una revelación incomprensible en el momento para sus discípulos, pues "era tan oscuro, que no cogían el sentido". Y lo peor... les daba miedo preguntarle... Era evidente que para los apóstoles Jesús debía ser un triunfador, nunca un perdedor... No tenía sentido que el que había vencido a las fuerzas más poderosas del mal, como la muerte, la enfermedad, las posesiones, ¡el pecado!, terminara "en manos de los hombres". ¿Cómo dar sentido al sufrimiento de quien era el consuelo de tantos, el vencedor de todos los dolores, el milagroso resucitador de muertos? Quien venció siempre, no podía nunca ser vencido...

Y sin embargo, en Jesús ese camino había sido asumido como una realidad insoslayable. Desde el mismo momento en el que el Verbo se colocó delante del Padre y le dijo: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad", estaba colocando en su futuro esta realidad de la Pasión, del sufrimiento, de la entrega hasta la muerte... El itinerario del amor redentor, de la salvación de la humanidad, del rescate de los hombres de su situación de oscuridad y de muerte, tenía una parada obligatoria en el dolor... ¿Era absolutamente necesario que así fuera? Tenemos que decir que no... No era necesario que Dios asumiera el sufrimiento en el hombre en el que se había encarnado. No estaba Dios "atado" a sólo una forma de redención. Él es Dios, y podía haberlo logrado de cualquier otra manera que hubiera decidido. Y había miles de otras formas en la que se ahorraba este trámite de sufrimiento... ¿Por qué, entonces, asume Jesús este camino de pasión? La respuesta es una sola: Para que los hombres entendiéramos de la manera más contundente, el inmenso amor que Dios nos tiene... Si hubiera caído del cielo un decreto de perdón, hubiéramos quedado perdonados... Si la voz de Dios hubiera retumbado desde las nubes anunciando el perdón de los pecados, hubiéramos quedado perdonados. Si en los periódicos Dios hubiera puesto un anuncio que informaba sobre el perdón de los pecados, hubiéramos quedado perdonados... Pero, lamentablemente -así somos los hombres-, eso no lo hubiéramos valorado en absoluto. Dios quería que quedara bien clara su motivación. Y no existe mejor motivación para comprender el amor que se nos tiene que cuando sufren por nosotros, en vez de nosotros... "Nadie tiene mayor amor que Aquél que da la vida por sus amigos", dice el Evangelio. Y Jesús es quien ha demostrado el mayor amor, el amor infinito, al dar su vida por todos los hombres, por los pecados de todos los hombres, por los pecados de toda la historia de la humanidad. Para perdonar más cantidad de pecados, se necesita más amor. Para perdonar todos los pecados, se necesita todo el amor. Y en Dios, todo el amor es infinito como Él, pues Él es amor...

Esto quiere decir que en Jesús, el sufrimiento fue una opción asumida con felicidad... ¿Con felicidad? ¿Cómo es posible asumir el sufrimiento con felicidad? ¿Es que acaso algún dolor puede dar felicidad? No confundamos felicidad con alegría, con risas, con superficialidad, con chistes... La felicidad es un estado del espíritu humano que tiene que ver con motivaciones profundas, con metas que se alcanzan, con logro pleno de sentido... No es simplemente la ocasión de pasarla bien en un momento, que es muy bueno, pero que se queda en el momento, hasta que se termina y se inicia otra realidad... La felicidad apunta a a la estabilidad, a la solidez, a la firmeza... Y en esto, la obra de Jesús es insuperable... Jesús se ofreció al Padre para alcanzar la meta más preciada para la humanidad: su rescate definitivo, su arranque de la realidad de la muerte, su iluminación para terminar con su oscuridad... Y lo logró... La felicidad de Jesús se basó en su satisfacción por haber logrado lo que se había propuesto... Es como el papá que sufre gastando el dinero, estirándolo al máximo, para asegurar para su familia lo que le hace falta: comida, vestidos, servicios, diversiones... Sufre, seguramente, para lograrlo. Pero interiormente siente la satisfacción, la felicidad de saber que está haciendo lo correcto, lo que hará a su familia feliz. Es feliz en el sufrimiento, en la preocupación, en la exigencia... porque sabe que la meta vale la pena...

Por eso, ante el sufrimiento todos los hombres tenemos dos opciones: O rechazarlo o asumirlo. No quiere decir, jamás, que el sufrimiento tenemos que verlo apesadumbradamente como algo que la fatalidad siempre hará presente en nuestras vidas... No es una realidad "segura" e inevitable. No nos dice Dios que nuestra vida se desarrollará en el sufrimiento. Si así fuera, no dudaría nadie en negar que Dios es un "dios malo". Pero sí debemos asumir al sufrimiento como una posibilidad que en algún momento se presentará en nuestras vidas... Y nuestro Dios de amor se hace "Dios bueno", cuando, sabiendo que ese momento llegará para cada uno, nos tiende la mano y nos ofrece su apoyo y su ejemplo... "Vengan a mí los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré", "Sepan que yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo", "Los envío como corderos en medio de lobos, pero no teman, ¡Yo he vencido al mundo!"...

El sufrimiento para los cristianos, siendo una posibilidad real, se convierte, en este caso, en tesoro... "Completo en mi cuerpo la Pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia"... Al hacernos todos uno con Jesús, nuestro cuerpo sigue ofreciendo a Dios la satisfacción por todos los pecados. No porque faltara algo a la Pasión de Cristo, sino porque el mismo Cristo la enriquece con nuestro aporte... Cuando sufrimos, podemos hacernos redentores con Jesús. Y, recordemos, esa fue la obra más grande en favor de la humanidad que se ha realizado en todo su historia... ¡Y nosotros podemos hacernos protagonistas de ella!

El sufrimiento no es, por tanto, obligatorio. Pero sí es una posibilidad real en la vida de todos. Dios sale a nuestro encuentro para invitarnos a darle sentido, para que no perdamos su riqueza. Nosotros podemos optar: O lo asumimos como algo que puede enriquecernos, sacándole el mayor provecho, uniéndonos al Jesús que es alivio y consuelo, y haciéndonos, así, felices en medio de él... O nos quedamos sólo en el sufrimiento mismo, quejándonos y lamentándonos de nuestras suerte, dejando la mano de Jesús que se ofrece tendida inútilmente, perdiendo la posibilidad de darle sentido y, por tanto, quedándonos en la más absurda tristeza...

Seamos capaces de vivir valientemente la paradoja... Démosle al sufrimiento el sentido que tiene, y seamos felices en medio de él...

viernes, 27 de septiembre de 2013

Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?

Para Jesús había llegado la hora de hacer un balance de la labor realizada hasta ese momento... Todo buen emprendedor tiene que hacerlo en algún momento. El éxito de una empresa no se basa sólo en la buena planificación, en el estudio de las circunstancias y del entorno que están alrededor de lo que se quiera hacer, en el establecimiento de objetivos (principal, específicos, intermedios...), en el inventario de los recursos humanos y materiales que se tengan a la mano, en los tiempos que se dispongan parta el cumplimiento de las metas... Esta es la base sin la cual no se puede iniciar el camino. Pero hay que apuntar a la evaluación ocasional de la marcha del proyecto, y a una gran evaluación final para descubrir el impacto, el éxito o el fracaso de la empresa, y poder así corregir sobre la marcha, incidir en los puntos positivos, incluir objetivos que se perciba que falten para apuntar a lo óptimo... Y finalmente, celebrar, continuar o recomenzar... Si no, se puede llegar a perder la perspectiva de lo que se está haciendo y todo se va por un desfiladero. Muchos emprenden grandes trabajos, muy interesantes y atractivos, pero les van perdiendo el interés, los descuidan, se imaginan que "marchan solos"... Y eso no es así... Nada más cierto que el dicho que reza: "El ojo del amo engorda el ganado"...

La "empresa" de Jesús era la más importante que hubiera iniciado personaje alguno en toda la historia de la humanidad: Nada más y nada menos que la salvación de cada hombre y de cada mujer que habían recorrido esa misma historia. Los que ya habían pasado, los que estaban en ese momento y todos los que vinieran en el futuro... Nada más delicado en las manos de un puñadito de hombres que el mismo Jesús se había elegido para que lo acompañaran en esta "aventura", que calificaba el futuro eterno de todos esos hombres y mujeres... ¡Casi nada!

Era natural, entonces, que ante tan delicada tarea, Jesús quisiera hacer "un alto en el camino" para hacer una evaluación sobre cómo iban las cosas... El éxito de su empresa pasaba por la comprensión de quién era Él; por la asunción de su Persona como la del que venía a realizar esa obra esencial para la salvación de la humanidad entera; por aceptar que Él no era uno más de entre las numerosas voces a través de las cuales había hablado Dios a los hombres en toda la historia, sino que era "La Voz -la Palabra, el Verbo- de Dios" que ya no hablaba por terceros, sino que eran sus mismos labios los que pronunciaban cada palabra... Esto era fundamental para entender que sí, que lo que hiciera Jesús iba a ser fundamental para la Redención del hombre, pues era el mismísimo Dios que había venido al mundo, que había asumido la humanidad haciéndose uno más, pues, como dijeron los Santos Padres de la Iglesia, "lo que no es asumido, no es redimido"... Dios "tenía" que venir al mundo, "tenía" que hacerse hombre, "tenía" que asumir la condición humana con todas sus consecuencias, para poder llegar a satisfacer, en lugar del mismo hombre pecador, para alcanzar el perdón y abrir de nuevo las puertas del cielo, que se habían cerrado por la obcecación del hombre... El éxito de la empresa de Jesús se basaba en la aceptación de su persona, de su mensaje, de sus obras, de su amor... Por eso era tan importante saber "cómo iban las cosas"...

"¿Quién dice la gente que soy yo?"... Un examen general... "Los demás, el pueblo, los que han oído algo del mensaje, los que han sido testigos de algunas de mis maravillas, ¿quién dicen que soy yo?" Era de esperarse la respuesta... Al no haber convivido con Jesús, ellos se maravillaban de los que hacía. Se repetían muchas de las cosas que relataba la tradición judía,  lo que habían hecho grandes personajes de su historia... Por eso, para muchos, Jesús no era más que un personaje importante, sí, pero uno más de los que se valía Dios para de vez en cuando decirle al pueblo que Él seguía allí presente. El hecho de que dijeran que era Elías, Juan Bautista, o un gran profeta, los acercaba al reconocimiento de Jesús como una gran personaje, de los que ya estaban "acostumbrados", pues Dios nunca había abandonado a su pueblo... Para Jesús eso resultó "natural". Total... No había llegado aún la hora de su manifestación plena... Ya llegará...

Pero más importante para Jesús que lo que dijera la gente, era lo que dijeran "los suyos". Los Apóstoles habían sido testigos de todos y de cada uno de los milagros que había realizado, habían escuchado todas y cada una de las palabras que había pronunciado. No eran testigos ocasionales, sino vitales. Eran sus íntimos. Era muy importante qué habían percibido ellos, por cuanto al partir Él, serían ellos los encargados de anunciar su obra y su mensaje, su Persona, a todos... "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?" Me imagino la sorpresa que se llevaron los Apóstoles ante esta pregunta de Jesús... Pero Pedro, siempre el que llevaba la voz cantante del grupo como primero de todos, respondió sin titubear: "Tú eres el Mesías de Dios". El paralelo de Mateo descubre la sorpresa y satisfacción de Jesús ante semejante respuesta... No tanto por lo que Pedro mismo hubiera entendido de lo que dijo (¡probablemente, el primer sorprendido fue él mismo!), sino por lo que significaba de la inspiración que había recibido del Padre... Quizás a Jesús no le importaba tanto el que tuvieran claridad absoluta sobre su Persona, sino el que fueran, y llegaran a serlo del todo, instrumentos dóciles en las manos de Dios para poder cumplir la tarea posterior... Después de esto, según los evangelistas, Jesús prohibió a los apóstoles revelarlo a nadie más, hasta que llegara la hora, y descubrió para ellos cuál iba a ser el itinerario futuro, plagado de sufrimientos, de pasión y de muerte, pero desembocando en la gloriosa Resurrección...

Ese es Jesús... El Mesías de Dios... El Redentor que había sido anunciado tantas veces en el Antiguo Testamento. El que cumplía la promesa hecha por Dios desde el pecado del hombre, al decirle a la serpiente: "Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te pisará la cabeza, mientras tú le muerdes el talón..." Jesús es esa descendencia de la mujer que pisa la cabeza de la serpiente... Sufrirá su mordedura en la Pasión y la Muerte en Cruz, pero vencerá pues con su muerte, morirá el poder del pecado, el poder de la descendencia de la serpiente... Es a ese Jesús al que hay que aceptar. Él es el Dios hecho hombre que ha salido al rescate de la humanidad, que se ha hecho hermano para unirnos a todos a la gran familia de Dios, restableciendo en nosotros la imagen y la semejanza suya que había sido destruida por el pecado... El que realiza esta obra movido sólo por una cosa: el inmenso amor que Dios nos tiene y que sería la única explicación razonable para todo lo que hace a nuestro favor... Rendirnos a esa evidencia es la mejor manera en la que podemos responder sobre quién es Jesús para nosotros.

A nosotros también nos pregunta Jesús: "¿Quién soy yo para ti?" Si se nos presenta en este mismo instante y nos pregunta esto, ¿qué le respondemos? No cometamos la torpeza de quedarnos callados. Seamos sinceros con Él. Muchos lo tenemos como "talismán", como "muleta", como "milagrero", como "muerto en la Cruz"... ¿Qué respuesta le podemos dar a Jesús hoy, en este momento? Ojalá nos suceda como a Pedro. Que Dios nos tome como instrumento y nos inspire. Quizás no comprendamos perfectamente quién es Jesús, pero si somos sus instrumentos dóciles, podremos dejarnos inspirar por Dios y decirle a los hermanos quién es. Y que lo vivamos en lo más íntimo de nuestro corazón, de nuestro ser. Que en esa intimidad del corazón podamos decirle a Jesús: "Señor, Tú eres mi Dios, el que vino a rescatarme haciéndose hombre, el que murió por mí, el que se entregó para morir en vez de mí. Siento tu amor infinito en mi corazón y me rindo a ese amor. Y por eso, porque me haces infinitamente feliz al sentir tu inmenso amor, quiero hacer a mis hermanos partícipes de mi alegría. Quiero darte a conocer a los demás, para que Tú seas también para ellos, la plenitud de la felicidad, para que derrames sobre sus corazones tu amor redentor y les abras también a ellos las puertas del cielo..."

jueves, 26 de septiembre de 2013

Y tenía ganas de ver a Jesús...

Herodes tenía miedo. Era un supersticioso de primera. Su gran temor era de que ese de quien hablaban tanto fuera alguno de los que ya habían muerto que había "reaparecido", como para cobrarle algunas deudas que tenía... Se decía que no era posible que fuera Juan, pues él mismo lo había mandado a decapitar... Tampoco podía ser una "reencarnación" de Elías o algún profeta de los famosos... Pero, de todas maneras, tenía miedo de ese personaje famoso...

Ya sabemos cómo era la personalidad de Herodes. Voluble como él solo, pendiente de lo que dijeran los demás, vanidoso al extremo, dándole importancia sólo a los vientos de opiniones, buscando únicamente lo que complacía a sus pasiones... Era un verdadero muñeco de las circunstancias exteriores, satisfecho sólo cuando complacía sus caprichos...

Se podría llegar a pensar que su empeño en conocer a Jesús podía basarse también simplemente en el deseo de "codearse" con alguien que era famoso y adquirir con ese contacto una fama a su costa... Sea el miedo o las ansias de ser famoso, las motivaciones de Herodes eran de lo más rastreras posibles. No se sentía motivado por conocer en profundidad a Jesús, por escuchar su mensaje, por dejarse interpelar por sus cuestionamientos a los hombres. Eso era lo que menos importaba...

Pero, a pesar de que sus motivaciones no eran las más puras, a pesar de que quizá eran extraordinariamente superficiales, de todas maneras "tenía ganas de ver a Jesús"...  Quería tenerlo cerca para verlo, para tocarlo, para escuchar aquello de lo que tanto se hablaba, a ver si de verdad valía la pena tanto revuelo que causaba...

¡Cuántos Herodes tenemos hoy! ¡Cuántos hombres y mujeres solo ven en Jesús a un personaje llamativo, casi como un showman, al cual se quieren acercar únicamente para presenciar sus grandes milagros, para escuchar sus lindísimos mensajes, para percibir su grandeza...! Pero no pasan de allí... Jesús sería un gran personaje, un gran actor, merecedor de gran admiración, pero más nada... Los hombres de hoy también tenemos ganas de ver a Jesús, pero como en una película, como en un teatro, como en una representación a la que asisto, en la que me emociono, en la que presencio sus alegrías, sus dolores, sus sufrimientos, su pasión y su muerte, en la que oigo el mensaje novedoso del amor y la invitación a seguirlo, en la que incluso puedo llegar a llorar al ver que su humillación fue extrema..., pero que, al terminar, termina también mi empatía con el personaje y me voy a tomar una cervecita o a comer una hamburguesita con los amigos, para completar la velada...

Jesús se ha llegado a convertir, no por Él mismo, sino por lo que hemos hecho de Él, en alguien al que vemos de lejos. En alguien al que, sí, admiramos, pero al que consideramos tan lejano que no nos implica ni nos compromete. Su mensaje y su exigencia quedó para el pasado, para los hombres y mujeres que lo escucharon en vivo, para ser admirado en lo maravilloso y portentoso de los milagros que hizo, pero rechazado en lo que vivió como servicio y entrega final hasta la muerte, que nos exigiría a todos lo mismo... Los hombres exigimos a un Jesús que multiplique los panes, que produzca la pesca milagrosa, que resucite al hijo de la viuda de Naím y a Lázaro, que cure enfermos, que devuelva la vista a los ciegos, que perdone los pecados a los publicanos y a las prostitutas... Pero al mismo tiempo rechazamos al Jesús que nos pide que perdonemos a quien nos ha hecho daño, que amemos a los enemigos, que enfrenta a los poderes políticos y religiosos del momento, que se opone valientemente con su Verdad a la mentira que vive el mundo, que carga con su Cruz hasta el extremo del desfallecimiento, que perdona en la Cruz a quienes lo están asesinando, que muere prestando el mejor servicio a la humanidad entera, haciendo morir con Él a la misma muerte.... ¡Esto último es inaceptable! ¡Cómo es posible que quien vive en la gloria y tiene el poder infinito, se muestre tan complaciente y tan débil cuando se necesitaba más contundentemente la demostración de su poder...!

Es muy simple la explicación... Nos pasa como a Herodes... Sufrimos todos el "Síndrome Herodes"... Queremos conocer al Jesús triunfante, al Jesús espectacular, al Jesús showman. Queremos ver al Cristo glorioso, resucitado... Pero que no nos muestren más... No queremos saber nada de dolores, de sufrimientos, de exigencias, de entrega, de perdones. Eso no va con nosotros. Queremos al Jesús que perdona, pero no quedemos perdonar. Queremos al Jesús que cura enfermedades, pero no colaborar nosotros en eso. Queremos al Jesús que habla bellezas del amor, pero no queremos amar. Queremos ser testigos de la gloria de Jesús, pero no ver su muerte en Cruz...

Y resulta que a Jesús no lo podemos parcelar. A Jesús, o lo aceptamos integralmente, o no lo estamos aceptando. No podemos decir que tenemos a Jesús, si solo queremos una parte de Él. El mismo Jesús que hace caminar al paralítico y libera de los demonios, es el que nos dice que debemos poner la otra mejilla. El mismo Jesús que se transfigura delante de los apóstoles, es el que les dice que el que quiera ser el primero que sea el servidor de todos. El mismo Jesús que camina sobre las aguas, es el mismo que le dice a Pedro que es un hombre de poca fe. El mismo Jesús que se muestra en su gloria resucitado a los apóstoles y a los demás discípulos, es el mismo que antes había muerto ignominiosamente en la Cruz... Es más, necesitaba morir para poder resucitar. No hubiera sido posible resucitar sin antes morir... Ese es Jesús. No hay otro. No nos enfermemos del "Síndrome Herodes". No queramos tener al Jesús maravilloso sin el Jesús exigente y sufriente. Ese primero no existe. Sólo existe el integral...

Paradójicamente, porque no queremos asumir al Jesús integral, los hombres nos hemos quedado con la mitad de la alegría que podemos experimentar. La plenitud únicamente se dará cuando aceptemos y respondamos afirmativamente al compromiso de seguir al Jesús total, que es el que nos ha salvado, el que ha alcanzado nuestra Redención actuando integralmente... No nos quedemos en la mitad del camino, llegando a la mitad de la exigencia, viviendo la mitad de Jesús. Vayamos a la plenitud. Aceptemos al Jesús integral, respondamos al compromiso al que nos invita, y lleguemos a la meta, que es la felicidad plena...

Tengamos ganas de ver a Jesús... Al Jesús pleno, al Jesús integral, al Jesús total... No nos quedemos a mitad de camino...

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Reconstruir nuestro Templo interior

La historia de Israel es una historia de encuentros y desencuentros, de fidelidades e infidelidades, de premios y castigos... Desde su elección como pueblo, hecha la alianza de Yahvé con Abraham, al que Dios exigió que dejara sus seguridades, pasando por la portentosa liberación de la esclavitud en Egipto y la entrada en la Tierra prometida, hasta la deportación y la posterior recuperación de Jerusalén como ciudad santa, simbolizada por el hecho maravilloso de la reconstrucción del Templo, percibimos a grandes rasgos lo que es la historia de la misma humanidad en su relación con Dios...

En esa historia hay personajes radicalmente fieles al Señor, que no dejan ver jamás un atisbo de alejarse de Él. Los hay que, habiendo sido extremadamente fieles, en un momento se dejan llevar por sí mismos, por las voces de la soberbia, y le dan la espalda a Dios. Y, como es natural, existen en esa historia los que jamás fueron conquistados por el amor de Yahvé... Del otro lado de entre los protagonistas de esta historia nos encontramos con Yahvé, que jamás dejó de ser fiel a su pueblo, que jamás dejó de amarlo, que siempre tuvo tendida su mano a los israelitas para que se tomaran confiadamente de ella. Destaca sobre todo, el empeño de los escritores sagrados por mostrar los rasgos "humanos" de Yahvé, al describir su ira por las infidelidades del pueblo, su dolor, su decepción (actitudes extremadamente humanas, "antropomorfizaciones" -dirían los sabios-, con las cuales poder comprender algo de las reacciones divinas), pero inmediatamente hacen brillar la actitud realmente divina, que es la del perdón, la de la reconciliación, la de la misericordia, la de la comprensión, la de la exculpación justificándolas por la libertad y la debilidad del hombre... Muchas veces encontramos a Yahvé "arrepentido del castigo que había decidido dar a Israel"...

Y, como decíamos, en esta historia del pueblo de Israel, descubrimos la historia de la humanidad, la historia del hombre concreto... En cada instante de esa historia, tenemos, por un lado, a Dios que está siempre del lado de la humanidad. Es el Dios Creador de todo y de todos, que en el inicio de cada historia personal espera confiadamente que cada uno le sea verdaderamente fiel. Que le demuestra su amor cotidianamente al hombre, con los milagros diarios que hacen salir el sol para iluminarlo, que hacen surgir el oxígeno para su respiración, que lo llenan de ideas en su mente para emprender proyectos nuevos, que dan vigor a sus músculos para llevar adelante sus obras... Que lo mira siempre como su criatura predilecta, por la cual fue capaz de llegar al extremo de donarle a su propio Hijo para que ofreciera el sacrificio póstumo al entregarse a la muerte para servir de propiciación por sus pecados... Que luego de la gesta redentora sigue ofreciendo su amor reconciliador y llamándonos a todos a vivir como hermanos... Y de la otra parte, en los mismos instantes de esa historia, encontramos al hombre que se toma amorosamente de la mano de Yahvé, y que se deja conducir por Él y por su amor, que realiza acciones heroicas en favor de sus hermanos en nombre del amor, que lucha por construir un mundo mejor basado en la vida y en la justicia que ofrece Dios. Y junto a ellos, encontramos hombres que "se cansaron" de ser fieles a Dios y prefirieron la suerte de los malos "a los que todo les sale bien y la pasan mejor que los buenos", que se dejan ganar por su soberbia, por su materialismo, por su egoísmo, por la idolatría absurda de las cosas, del poder o del placer, y se dejan embaucar por los "cantos de sirenas" del mundo, y se van hacia las tinieblas... Y a los que, con culpa propia o sin ella, jamás escuchan la llamada del amor de Dios y viven su vida simplemente como "criaturas predilectas", pero no como "hijos de Dios"...

Pues bien, en esta historia la presencia del Dios reconciliador es y será eterna. Es la misma presencia del Dios que movió el corazón de Ciro, Rey de Persia durante la deportación de Israel, para permitirle al pueblo volver a Jerusalén y reconstruir su Templo. Y que puso todo a la disposición del pueblo para que esa reconstrucción llegara a buen término... ¡Qué alegría la de Israel al ver su Templo, símbolo de la presencia de Dios en medio de ellos, reconstruido! Ese fue un signo inequívoco de que Dios no se había olvidado de ellos. De que a pesar de los "castigos" que habían sufrido por sus infidelidades, la misericordia, como expresión del amor infinito de Dios, no la habían perdido... De que Dios no se había olvidado de ellos y, al contrario, se había valido incluso de un "pagano" para hacerles ver que Él seguía allí, amándolos, demostrando su preferencia por sus elegidos, llevándolos a la plenitud de su felicidad... Ese Dios es el mismo de hoy. El que nos ve a cada uno "deportado", fuera del camino de la salvación, entregado a placeres, egoísmos, soberbia, materialismo... idolatrías... Añorantes, quizás inconscientemente, de algo más, de algo superior... Pensando que la realidad no se puede agotar en "esto que vemos y tocamos", sino que tiene que haber algo más, que dé la plenitud, que dé la felicidad mayor...

Y Dios se vale de lo "pagano" para eso. Los hombres se cansan de lo que viven. Se dan cuenta de que su añoranza no se sacia con lo horizontal. Es lo "pagano" los que los convence de ello. Llega un momento en que el mismo hombre se da cuenta de que la vida entera no puede consistir sólo en eso... Llega el momento de la reconstrucción del Templo interior...

Reconstruir el Templo interior significa echar abajo todos los añadidos indeseables a lo que Dios colocó en el origen. Y poner de nuevo lo que lo hace hermoso, lo que hace vivible, lo que lo hace divino... Los hombres necesitamos sacar de nosotros todo lo que no es de Dios. Debemos expulsar los odios, los rencores, las suspicacias, las injusticias, la falta de solidaridad... Debemos poner freno y encaminar bien las pasiones desenfrenadas. Debemos poner nuestra esperanza en lo que es absoluto y no en lo que es pasajero. Y debemos poner en la base de nuestro Templo, de nuevo, a Jesús. Él es "la piedra que desecharon los arquitectos y es ahora la piedra angular"...Debemos poner las paredes de las virtudes teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad; la vivencia de los valores más sólidos; la experiencia de los principios constructores de una sociedad mejor. Debemos poner en el techo de todo, como defensa sin la cual no podemos vencer, al amor: el amor de Dios por nosotros, que saldrá siempre a nuestro favor, como lo ha demostrado en toda nuestra historia; nuestro amor a Él, que nos motiva siempre a serle fiel, a valorarlo como lo mejor que podemos experimentar, a sentirnos preferidos por encima de todo, incluso por encima de nuestro propio pecado; y el amor a los hermanos, que nos hará entregarnos en el servicio desinteresado a todos, buscando para ellos los bienes superiores, los más valiosos, todos los bienes, lo cual revertirá en beneficio de nosotros mismos...

Sí es posible reconstruir nuestro Templo interior. Dios mismo está de por medio para hacerlo posible. Y donde esta Dios y su amor, nada es imposible... Sólo se necesita que nos decidamos a dejarnos reconstruir y a poner nosotros mismos nuestro aporte para lograrlo portentosamente...

martes, 24 de septiembre de 2013

Mi madre y mis hermanos son estos...

Alguien se le acercó a Jesús, acechado por el gentío que lo seguía... Su madre, María, y sus hermanos, familiares cercanos pertenecientes al clan familiar, lo buscaban con insistencia, pero no podían llegar a Él a causa del tumulto... "Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte..." Fue una voz compasiva, que sirvió de mensajero de la necesidad de María y de los otros para hacerle llegar a Jesús su deseo de verle. La respuesta de Jesús es llamativa, no tanto por inclusivo en referencia a todos los que lo escuchen y ponga por obra sus palabras, sino por lo supuestamente excluyente con la persona de su Madre María...

Los hermanos cristianos que no están en plena comunión con nosotros hacen fiesta con este "desplante" de Jesús a María. Y lo hacen por dos razones: La primera, porque Jesús reconocería que tiene hermanos, lo cual echaría por tierra la "pretensión" de la Tradición al afirmar que María no tuvo otros hijos y que, por lo tanto, habiendo tenido una concepción y un parto virginal, se mantuvo virgen por siempre... Y la segunda, porque Jesús prácticamente "negaría" querer tener algo que ver con María con la expresión que usa...

A fuerza de parecer repetitivo, atendiendo sobretodo a la repetitividad de la argumentación protestante más recalcitrante, cuyo honor parece estar sustentado en el logro de la desacreditación absoluta de la Madre de Jesús como personaje fundamental de la Historia de la Salvación, con lo cual nos tildarían a los católicos de idólatras, es necesario aclarar estas cuestiones que ellos mismos han hecho equívocas...

En primer lugar, la expresión "hermano" en el uso de las Escrituras no es reductiva sólo a los hijos de los mismos padres. Es harto conocida la mentalidad profundamente familiar entre los judíos. Todos los miembros del clan familiar son llamados no sólo "familia", sino "hermanos". Por ello, todos los miembros del mismo clan, basta que tengan una raíz común, son considerados hermanos. Un  ejemplo claro es el de Abraham, que se casa con su "hermana" Sara... No es un incesto el que se está cometiendo en este caso, sino que es el matrimonio entre dos miembros de la misma familia que no son estrictamente hermanos de sangre. Y en el mismo Evangelio está el caso de Santiago "hermano del Señor", que es hijo de "María, la de Santiago". Lo más probable es que María, la de Jesús, y María, la de Santiago, fueran primas o hermanas, y por ello, Jesús y Santiago son llamados "hermanos"... El hecho de que digan a Jesús "Tu madre y tus hermanos quieren verte" es, claramente, una referencia a familiares cercanos que estaban en busca de Jesús. Y tiene, además, continuidad con la lógica humana. María se había quedado ya sola. Al no aparecer José, su esposo, en la escena, suponemos que ya habría muerto... María se había quedado sola, y lo lógico es que estuviera viviendo en casa de algunos familiares, de algunos "hermanos"...

En segundo lugar, la expresión "Mi madre y mis hermanos son estos, los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra...", lejos de ser en descrédito de la Madre es realmente una de las mejores alabanzas que ha podido hacer Jesús de María... Veamos... San Agustín, tremendamente realista en referencia a la condición humana pecadora (basándose en su propia experiencia), cuando habla de María dice: "María fue capaz de concebir al Verbo en su vientre, porque ya antes lo había concebido en su corazón"... Esto significa que la escucha de María a la Palabra, al Verbo de Dios, había sido pleno, perfecto, absoluto. Tanto, que ya lo había engendrado en su corazón como algo propio. Fue tan perfecta la escucha, que había hecho suya, definitivamente, la Palabra... Toda la vida de María nos habla de disponibilidad, de entrega, de servicio a lo que diga la Palabra de Dios. La respuesta que da al Arcángel Gabriel: "Hágase en mí según tu palabra", no es más que la expresión exterior de su actitud interior. En ningún momento hubo un atisbo de duda, de rechazo, ni siquiera de indiferencia, a lo que Dios le pedía. Por eso, ella misma reconoce: "El Señor ha hecho grandes maravillas en mí, ¡Gloria al Señor!" Para María, era fundamental ser humilde ante el Señor, por lo que era absurdo oponer algo a lo que Él dispusiera: "Ha mirado la humildad de su sierva". Y esa humildad la lleva a reconocer la grandeza de la que Dios la revestirá, no por ella, sino por la misma gloria divina: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones"... María es la mujer que más ha escuchado la Palabra de Dios y más la ha puesto por obra, y por eso se convierte en ejemplo para todos. Jesús, lejos de despreciarla, la propone de modelo para todos los que quieran ser sus seguidores...

Vale preguntarnos nosotros mismos: ¿Queremos ser familia de Jesús" ¿Queremos ser la madre y los hermanos de Jesús? Jesús mismo nos ha colocado el camino a la vista: Escuchar su Palabra y ponerla por obra, tal como lo hizo María. Si los cristianos nos llamamos "la familia de Jesús", debe ser porque somos los primeros, como María, en escuchar su Palabra y ponerla en práctica. No seamos cristianos "de pacotilla", que se quedan en la periferia solo contemplando y maravillándonos de los portentos que Jesús realiza, asistiendo a un "espectáculo", como simples "espectadores" de una gran obra que se representa ante nuestros ojos. Seamos actores y protagonistas de esa obra, inmiscuyéndonos de tal manera que no sólo nos sepamos el libreto, sino que "nos lo comamos", para hacer nuestra la Palabra de Jesús y vivir según lo que ella nos exige. María y los hermanos de Jesús lo hicieron, y por eso fueron actores importantes de la Historia de la Salvación que todos disfrutamos. Hagamos también nosotros lo mismo, y convirtámonos en los principales aliados de Jesús en esta obra de salvación, que es suya, pero en la que quiere que nos integremos todos como socios suyos para hacerla llegar a todos los hermanos...

lunes, 23 de septiembre de 2013

¿Por qué escondemos nuestra Luz?

Hace algunos años, un amigo me dijo un refrán que me quedó dando vueltas en la cabeza: "En comunidad, nunca muestres tu habilidad". Y me lo dijo ante un comentario que le hice de que alguna vez yo había hecho algo que, objetivamente y sin jactancia, había quedado muy bien, y desde ese momento, cada vez que había que hacerlo, me lo encomendaban a mí... No lo dije con ninguna molestia, sino como un comentario neutro sobre el comportamiento de un grupo de personas ante las habilidades que puede mostrar alguien entre ellos...

Yo, sinceramente, disfrutaba haciendo lo que se me encomendaba. Porque, además del bien que representaba para todos, me gustaba hacerlo. Pero el comentario me llevó a profundizar en una meditación ulterior. Pensaba que es realmente una lástima que los hombres intentemos esconder nuestras capacidades para que no se "aprovechen" de nosotros. Que nos molestemos al poner nuestra habilidad al servicio de todos, cuando realmente, si es una habilidad, es un absurdo pensar que esté destinada para el disfrute de nadie, más allá que el portador...

Por eso tiene mucho sentido lo que nos dice Jesús: "Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entren tengan luz". Esto tiene conexión directa con la parábola de los talentos... Esos talentos los hemos recibido para ponerlos a producir, no para enterrarlos. Así mismo, la luz que hemos recibido la debemos poner a alumbrar a todos, no podemos ocultarla... Una luz que no ilumine es un absurdo...

En una sociedad que promueve el egoísmo y el materialismo, se nos anima a esconder las habilidades. O a demostrarlas sólo en el caso en que produzcan réditos para nosotros mismos. Si no nos van a dejar alguna ganancia, para esta sociedad egoísta y mercantilista, sería absurdo demostrarlas... Esa economía de mercado, ese capitalismo sin corazón que tanto criticamos, nos ha hecho daño no sólo en lo económico o lo social... También ha perjudicado hasta nuestra relaciones humanas y el compromiso que tenemos todos de aportar lo que nos corresponde para hacer nuestra sociedad, nuestro mundo, mejor, más humano, más fraterno, más solidario...

Y lo cierto es que todos tenemos una inmensa cantidad de habilidades... No pensemos sólo en las grandes cosas o en las grandes empresas. No confundamos talento con ampulosidad o magnificencia... De esas cosas, más bien, podríamos decir que muchísimos carecemos... Cuando hablamos de poner a la disposición de los demás las habilidades, estamos hablando de lo cotidiano, de lo "normalito", de lo que todos tenemos a la mano y podemos poner a la mano de los demás. Son las cosas más sencillas que poseemos, no por voluntad propia, sino por iniciativa divina, con las cuales el mismo Dios nos ha enriquecido para que podamos a nuestra vez enriquecer a nuestro entorno, empezando por los más cercanos, nuestra familia, nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestros compañeros de trabajo... Y que podemos, incluso, extender a un grupo mucho más amplio, al que pertenecerían aquellos que circunstancialmente nos cruzamos en nuestro camino... En el ascensor, en el bus, en el metro, en la acera, en el cine, en el estadio... En tantos lugares...

No intentemos cavar tan profundo que perdamos lo que está ahí mismo, muy cerca... Esa habilidad tiene que ver mucho con la afabilidad, que podemos demostrar siempre con un saludo cariñoso de buenos días, con una sonrisa simpática que rompe cualquier hielo, con un buen apretón de manos que denota confianza, con una palabra que comente las condiciones del día... Esa luz la escondemos debajo del celemín cuando ponemos caras largas, de mal humor, cuando negamos el saludo o el beso cariñoso incluso al cónyuge o a los hijos y les ponemos delante el glaciar de nuestra cara desencajada... ¡Es impresionante lo que puede cambiarle el día a alguien el iniciarlo con encuentro afectivo, cariñoso, con alguien en sus primeras horas!

La luz la ponemos al servicio de los que están a nuestro alrededor cuando ofrecemos el apoyo a quien está pasando por un momento malo, a quien se le ha fallecido algún ser querido, a quien está pasando por una crisis afectiva importante, a quien sin decir nada deja traslucir una preocupación grande... No nos estamos quedando con nuestra luz escondida, sino que procuramos iluminar con ella a quien está cerca de nosotros...

No podemos permitir que nuestro mundo se despersonalice tanto que las cosas de los demás no nos llamen a compromiso. No se trata de entrometernos en la vida de ellos, sino de iluminarlos, de hacerles sentir que no están solos en sus circunstancias, que estamos a su lado no para invadir su privacidad, sino para respetarla al máximo y queriéndola hacer más llevadera cuando se comparte la carga aunque no sepamos cuál es...

Una sociedad que quiere hacernos mónadas, burbujas individuales, lucha contra ese intercambio. Te invita a tener tu luz debajo de la cama. Te convence de que debes enterrar tu talento para no perderlo... La sociedad a la que te quiere integrar Jesús, ese mundo nuevo que Él propone, te invita a colocar la luz sobre la mesa, a multiplicar tus talentos, para que todos se enriquezcan de ellos. Los que tienen grandes llamaradas o inmensas habilidades y talentos, que hagan su parte. Nosotros, que los poseemos en calidad mucho más humilde, hagamos la nuestra, la sencilla, la que construye desde la base, la que hace que, trabajando cada uno como células, nuestra sociedad se vaya enriqueciendo casi imperceptiblemente y vaya transformándose en una sociedad verdaderamente humana y divina, según la voluntad de Dios...

Definitivamente la frase que me dijo mi amigo, no es cristiana. Debemos transformarla a: "En comunidad, pon a disposición tu habilidad". Sólo así sentiremos que hacemos algo que vale la pena. De lo contrario, estaremos yendo contra nuestra naturaleza, que es comunitaria, y contra la voluntad de Dios, que nos ha hecho a todos hermanos y nos ha comprometido a unos en favor de los otros...

domingo, 22 de septiembre de 2013

Conformarse con mínimos...

Jesús nos exige a los hombres la perfección. Su invitación es clara: "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". De ahí que jamás podrá estar contento con que nosotros nos decidamos a dar "alguito", como para "mantenerlo contento". Con que mantengamos "medias tintas", "medias entregas", "medias exigencias"... No quiere medios corazones, medias manos, medios brazos, medias voluntades... No quiere que cumplamos a medias para "salvar las responsabilidades". No. Él lo quiere todo. Él no se contenta con mediocridades ni medianías... Por eso exige así, sabiendo que nuestra plenitud está en buscar la meta de la perfección. No podemos pensar que sea injusto cuando nos pide eso, pues si alguien nos conoce bien y sabe hasta dónde podemos llegar es Él mismo, pues hemos salido de sus manos... Que nos exija el máximo no es para beneficio suyo, sino para beneficio nuestro, para que nosotros lleguemos a ejercer nuestra condición humana al máximo y no nos quedemos en la mitad del camino...

La medida que pone Jesús es: "Como el Padre celestial es perfecto"... ¿Qué significa eso? No se trata de que los hombres lleguemos a ser dioses. La perfección divina es sólo de Dios. Nadie más la puede poseer. Pero la condición de perfección en la medida humana, sí estamos obligados a perseguirla. Una traducción de la frase de Jesús podría ser la siguiente: "Así como el Padre celestial es perfecto en su divinidad, sean ustedes también perfectos en la humanidad que les corresponde. No ejerzan su humanidad a medias. Utilicen en plenitud su inteligencia y su voluntad. Sean plenamente libres como hombres. Amen sin límites..." En lo humano, debemos ser perfectos como el Padre celestial lo es en lo divino...

Jesús nos pone la meta para que tengamos siempre la vista elevada. Para que busquemos las alturas, para que no nos quedemos arrastrados en los actos del hombre, sino que nos elevemos a los actos humanos... Lo del hombre es lo corporal, lo material, lo instintivo. Lo humano es lo integral, lo corporal enriquecido con lo espiritual, lo humano llevado a su plenitud por la vivencia de los valores, de las virtudes, de los principios enriquecedores... Lo humano es lo que nos hace imagen y semejanza de Dios, pues es lo que Él ha impreso en nosotros desde su propia naturaleza, haciéndonos partícipes de la suya...

Cuando Jesús nos dice: "El que es fiel en lo poco, es fiel en lo mucho", no nos pone una meta imposible. Simplemente nos está pidiendo que cumplamos siempre, sin excepciones, con lo que es propio de nuestra naturaleza. Si estamos llamados a la honestidad, lo estamos siempre. No sólo en las ocasiones en las que tengo que ser "muy honesto", sin que importe ser "poco honesto" o "medianamente honesto"... Quien es honesto ante 10 millones de dólares, debe serlo también ante un dólar, o ante 10 mil... Lo que importa es la "condición de honestidad", no la "cantidad de honestidad". Quien no es honesto con un dólar, ha dejado de ser honesto. Punto... Es ahí donde Jesús no quiere medias tintas... Ni medias entregas... Ni medias exigencias...

Lamentablemente, los hombres no hemos enfermado de mediocridad aguda... Nos hemos conformado con exigirnos lo mínimo. Creemos que cumplir con eso ya es suficiente. ¡Y que nadie venga a exigirnos más...! Y empezamos a "rasguñar" por todos lados... "¿Por qué no quedarme cinco minutos más tomándome el cafecito? Total... Cinco minutos son nada..." "¿Por qué no devolver los 10 céntimos que me dieron de más en el vuelto? Total... Ese es un regalito que no me esperaba, y el vendedor ni lo va a notar..." "¿Por qué no quedarme con estos 10 dólares de más que tengo en las manos? Total... A mí me hacen falta y al jefe ni cosquillas le hacen..." "¿Para qué hacer más de lo que he hecho en el día? Total... Ya cumplí mi cuota por hoy y nadie me va a reconocer el esfuerzo extra que haga..." Y así... Podemos enumerar miles de situaciones en las que los hombres no sólo nos contentamos con lo mínimo, sino que hasta nos jactamos de ello y lo justificamos...

Debemos afirmar rotundamente que ese no es el comportamiento de un cristiano. La mediocridad, vista en su realidad más horrible, es un cáncer que nos va carcomiendo por dentro... A menos que se cure a tiempo, nos matará. Nos matará el espíritu, se comerá nuestros valores, eliminará nuestras virtudes, borrará nuestros principios.... Y al final, tendremos las manos totalmente vacías, y nos preguntaremos por qué... Y no nos habremos dado cuenta de que la mediocridad nos fue consumiendo poquito a poquito, trágicamente...

Lo que Cristo nos pide es que estemos alerta, que no nos descuidemos. Que no nos creamos "más vivos", pues la realidad es que nos estaremos haciendo trampas nosotros mismos. Y en esas trampas seguramente caeremos indefensos, pues ante nosotros mismos tendremos los brazos abajo... Cristo nos pide que seamos fieles en todo, sin importar en cuánto. Que tengamos "actitud de fidelidad" y no simples "conductas fieles". Que apuntemos siempre más alto, pues es la única manera de ser cada vez mejores, para beneficio de nosotros mismos. Por eso, al joven rico, que ya era bueno pues cumplía todos los mandamientos desde niño, le invitó a elevarse un escalón más. Para Jesús no es suficiente lo bueno. Él quiere que persigamos lo mejor, hasta llegar a la perfección... Si no apuntamos a la perfección nos quedaremos en lo mediocre... Y estaremos apuntando a nuestra muerte como humanos...

Seamos fieles, honestos, responsables... Sirvamos sólo a Dios, sin meter cuñas indeseables. No nos hagamos trampas nosotros mismos. No creamos que seremos más vivos así. Los verdaderamente vivos, los verdaderamente humanos, son los que le hacen trampas a la mediocridad, a la deshonestidad, a la poca exigencia, para erigirse firmes con actitud de fidelidad ante la vida, elevándose cada vez más, avanzando más en el camino que conduce a la meta de la perfección...

sábado, 21 de septiembre de 2013

Tú, ¡Ven y Sígueme...!

Contemplar la vida de los Apóstoles es contemplar a aquellos hombres que estuvieron con Jesús en la relación más cercana e íntima que ser humano, fuera de sus padres José y María, pudieron haber tenido con Él... Para quienes queremos ser seguidores de Cristo, se erigen en un modelo que produce santa envidia. ¡Qué cosas hermosas no habrá vivido quien estuviera con Jesús en esos tres años de su ministerio público! ¡Qué maravillas pasaron ante sus ojos! ¡Cuánto no daríamos nosotros por haber tenido esa misma experiencia, para entonces poder fundarnos más sólidamente en nuestra fe! Seguramente no habría en nosotros tantas dudas, tantas debilidades, tantas fallas... Seguramente, si hubiéramos tenido las mismas experiencias que ellos, tendríamos una fidelidad extrema, sólida, incólume, inmutable...

¡Qué equivocados estamos! La fidelidad no se funda en haber presenciado los milagros de Jesús. No se basa en haber convivido con Él físicamente durante tres o más años, o menos... Los milagros de Jesús se repiten cotidianamente. Las Palabras de Jesús las escuchamos una y otra vez. Y son las mismísimas que pronunció delante de los Apóstoles. La vida de Jesús, esa de la que los Apóstoles fueron testigos de primer orden, la conocemos al dedillo... Ellos mismos se encargaron de hacérnosla llegar... Si es así, ¿entonces qué es lo que nos haría ser fieles a Jesús? ¿Qué necesitamos para tener una fe inquebrantable, para poder seguir con verdadera solidez los mismos pasos de Jesús, los que siguieron los Apóstoles?

¿Es que acaso en los Apóstoles no hubo dudas, debilidades, cuestionamientos? ¿Es que acaso ellos fueron un dechado de fidelidad extremo? En absoluto... Entre ellos encontramos las más variadas reacciones ante la figura de aquel Hombre, en el que descubrieron luego que estaba Dios, que se presentó siempre maravillosamente enigmático. Cierto que las Escrituras habían vaticinado que vendría un enviado de Dios a liberar al pueblo. Cierto que Isaías había anunciado ese misterioso personaje, "el Hijo de Hombre", que vendría con poder y gloria, a emprender una lucha contra los poderes del mal... Cierto que ese personaje misterioso del futuro se confundía con "el Siervo Sufriente de Yahvé", que asumía todos los sufrimientos sobre sus hombros, pero que rescataba al pueblo con sus propias llagas... "Por sus llagas hemos sido curados"... Pero es también cierto que entre tanta confusión, el final de todos los vaticinios era un final de victoria, de derrota de los adversarios, de liberación de los oprimidos... "El Espíritu del Señor está sobre mí, y me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo..." La presencia de Jesús no podía ser sino el cumplimiento de esa gesta histórica y victoriosa anunciada por Dios a través de los Profetas... ¡Este que los había reunido, no podía ser otro sino aquél en el que se cumplía el futuro tantas veces prometido por Yahvé!¡Vale la pena seguirlo y esperar a que esa obra de Dios se lleve a cabo!

Los Apóstoles vivían la llamada "tensión escatológica", la espera de la llegada inminente del Salvador. Los tiempos que corrían eran ya de cumplimiento. En el ambiente se respiraba un clima de realización... Tanto, que algún tiempo después de que los Apóstoles habían iniciado su seguimiento de Jesús, alguno de ellos le preguntó: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel?" O sea, "¿Ya va a darse el momento en que Israel derrotará al Imperio Romano, cuando vamos por fin a ser ese pueblo poderoso y vencedor que tantas veces se ha anunciado?" Para los Apóstoles, en su limitada comprensión, al parecer no había otro Imperio al que vencer, no había otro poder fuera del militar o político... Algunos de ellos en un principio comprendieron la obra del Mesías sólo exteriormente... ¡Y eso que fueron testigos primigenios y privilegiados!

Se necesitó la experiencia posterior al lado de Jesús para que se aclararan bien las ideas. Necesitaron ver a Jesús sufriendo la Pasión y la Muerte para que se hiciera la luz completa en ellos. Para los que seguían al Mesías militar y político, el que iba a derrotar a las fuerzas invasoras, tuvo que haber sido un golpe tremendo... Ese en el que habían puesto sus esperanzas, estaba allí pendiendo inerme de una Cruz... ¡Qué decepción! Pero no... En ese momento se hizo la luz total, plena, esclarecedora. La liberación era en un sentido integral. Las Escrituras no habían engañado, sino que habían sido mal comprendidas. Por supuesto que las injusticias, la humillación de los débiles, la liberación de la miseria formaban parte del plan.... Pero no era EL plan. No se agotaba en eso. De otra manera, hubiera sido un simple plan sociológico para el cual no se necesitaba la presencia del mismísimo Dios. La cosa era mucho más profunda. No bastaba luchar contra el mal, contra la injusticia social, contra la miseria, contra la esclavitud. Había que luchar contra las causas de ellas. Contra lo que se había asentado en el corazón del hombre y lo había hecho "malo", al extremo de atentar contra sí mismo y contra los hermanos... Había que luchar contra la soberbia, contra la vanidad, contra el egoísmo... Había que luchar contra la ausencia, o mejor, contra la expulsión de Dios, de las propias vidas... Había que restablecer la unión con el Dios del amor, la fraternidad humana, la caridad. Había que aclarar que el Amor es la clave de la felicidad y no la absoluta autonomía que prescinde de Dios y que lleva a la explotación del hombre por el hombre...

Cuando Jesús le dijo a Mateo: "Sígueme", éste lo dejó todo para seguirlo. Vio un panorama distinto que se abría al que había vivido hasta ese momento. Pedro escuchó: "Te haré pescador de hombres"... Pablo escuchó: "¿Por qué me persigues?"... Otro escuchó: "El Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza"... Y todos, entusiasmados, dijeron: "¡Hemos encontrado al Mesías!"... Sólo Judas Iscariote, a última hora, se echó atrás... Pero los demás, por encima de dudas y sufrimientos, se decidieron a seguirlo con fidelidad, a pesar de las pruebas en contra... No fue sencillo ese seguimiento. Tuvo que pasar por muchísimas pruebas, por muchísimas persecuciones, por muchísimas dudas, por muchísimas veces de tener ganas de claudicar...

No nos llevan ninguna ventaja los Apóstoles. Al contrario, ellos sufrieron en primera persona la debacle de Jesús. Ellos tuvieron las razones más sólidas para haberse ido, cuando lo vieron derrumbarse totalmente bajo el peso de la Cruz y luego clavado en ella, muriendo ignominiosamente... A nosotros nos ha llegado el cuento completo... No por partes, como lo fueron viviendo ellos. Nosotros sabemos el final de la historia. Ellos la fueron escribiendo y viviendo paso a paso... Para ellos Jesús les fue demostrando que la fe no es triunfalismo, sino que es un triunfo sobre sí mismos, que es tener la capacidad de dejarlo todo, como lo fueron haciendo ellos, incluso los propios pensamientos, las propias seguridades, las propias fortalezas, para fundarse únicamente en la seguridad que Él prometió, que era como un salto en el vacío, sabiendo que son sus manos las que están en el fondo esperándonos para no dejarnos caer estrepitosamente...

Mateo lo dejó todo para irse con Jesús. No sólo su riqueza de recaudador de impuestos, no sólo el banquillo en el que se sentaba para esquilar a los israelitas... Dejó sus pensamientos, sus actitudes, sus conductas, que eran, sin duda, mucho más valiosos que las monedas que ganaba. Y lo hizo porque percibió en ese Jesús algo grande, que estaba oculto misteriosamente, pero que él percibía que era infinitamente mejor que lo que tenía hasta ese momento... Y así podemos hacer todos y cada uno de nosotros. ¿Qué estamos dispuestos a dejar en las manos de Jesús? ¿Qué estamos dispuestos a abandonar para ganar el tesoro escondido, para ganar la perla preciosa? Pensemos... Eso que Jesús ofrece es infinitamente mejor que lo que tenemos. No seamos tontos, aferrándonos inútilmente a una riqueza inferior, a los despojos, cuando podemos tener las máximas ganancias. Ya está demostrado. Estar con Jesús es, con mucho, lo mejor... En la oscuridad del misterio así lo descubrieron los Apóstoles. Y hoy son columnas de la Iglesia en el cielo, viviendo en una eternidad feliz que ya nadie les arrebatará...

viernes, 20 de septiembre de 2013

Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres...

El grupo de seguidores de Jesús era realmente variado. En su círculo más íntimo estaban los doce apóstoles, elegidos para que fueran sus compañeros inseparables, los testigos de todas las maravillas que Él realizaría, y los oyentes de todas las palabras que pronunciaría. Él los eligió "para que estuvieran con Él", lo que significaba más que una simple compañía de viajeros, pues los hacía espectadores privilegiados de todos los acontecimientos que sucedieran en torno suyo. Eran sus discípulos, y eso implicaba una relación Maestro-alumno muy profunda, según el entender del tiempo. Desde que decidieron seguirlo, para los apóstoles Jesús se convirtió en punto de referencia obligado e insoslayable...Era una relación realmente profunda, que exigió de ellos, "dejarlo todo" para seguir con fidelidad y radicalmente a Jesús. La demostración de esta relación profunda y de la huella que ella produjo en este grupo de íntimos, está en el desarrollo posterior de sus vidas. Fuera de Judas Iscariote, el traidor, absolutamente todos rindieron su vida en homenaje a la fidelidad que asumieron respecto a Jesús, a su obra y al anuncio de la salvación que Él procuró para todos los hombres...

Existía un segundo grupo, el de "los 72", que eran como un círculo más abierto que seguía a Jesús, con menos compromiso, pero también cercano. Tanto, que en un momento dado, Jesús los envió a anunciar el Reino, a curar enfermedades y a expulsar demonios. Fueron estos los que regresaron, luego de cumplido el envío, felices porque expulsaron demonios y todos se les sometían. Jesús, entendiendo su alegría, les dijo: "He visto a Satanás cayendo del cielo como un rayo". No eran, por lo tanto, simples acompañantes, sino que tenían sobre sus hombros responsabilidades importantes dentro de esos grupos de seguidores de Cristo. Se dice que algunos de los personajes que aparecen en algún episodio del Evangelio o de los Hechos de los Apóstoles pertenecieron a este grupo: Lucas, los discípulos de Emaús y otros...

Y por último están "algunas mujeres que Él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana, y otras muchas, que le ayudaban con sus bienes". Era un grupo importante, sobre todo teniendo en cuenta el trato que Jesús siempre dio a las mujeres, que sin duda, sobrepasaba lo normal de las relaciones con las mujeres en esa época. Particularmente, estos dos casos concretos de los que habla este texto, llaman la atención: Una, pecadora pública y por lo tanto despreciada al máximo por una "sociedad moralizante" como la hebrea; y la otra, "casada" con el poder, contra el cual bastante predicó Jesús...

La mujer en los tiempos de Jesús era poco más que un trasto. No contaba ni siquiera para las estadísticas. Al referir las cantidades de personas que se beneficiaban de los milagros de Jesús, como en la multiplicación de los panes y los peces, se decía que eran "tantos hombres, sin contar mujeres y niños". Un signo claro del lugar absolutamente secundario que ocupaba la mujer en la sociedad judía. En la sala comedor de las casas, hecho patente en los banquetes en los que fue invitado Jesús, la mujer no podía estar presente en la comida. Estaba vedada su presencia. La mujer estaba en la cocina cocinando y sirviendo la comida. Por eso es tan sorprendente la irrupción de la pecadora que se coloca a los pies de Jesús en el banquete que le ofreció Simón el Fariseo en su casa... Ni hablar si esa mujer era una viuda. La viuda era tratada casi como una leprosa, y era rechazada por todos...

Por eso, es tan significativo que a Jesús lo acompañara un grupo de mujeres tan considerable. Eso significaba que Jesús elevó la condición de la mujer y la colocó en puestos relevantes. Tanto, que formaban parte de ese grupo de "íntimos" que lo acompañaban a todas partes y eran testigos de primera línea. En toda la vida de Jesús esto quedó totalmente demostrado. Jesús vino a restablecer la dignidad igualitaria de todos los seres. No hay ya distinción, pues el amor de Dios es el mismo para todos, hombres y mujeres. Esa elevación de la mujer quedó bien clara en la elección de María como la Madre del Dios encarnado. El Verbo se hubiera podido hacer presente de cualquier manera. Es Dios y para Él nada hay imposible. Pero quiso nacer "de una mujer, bajo la ley", y escogió portentosamente a esta mujer para preservarla de toda mancha de pecado en atención a los méritos de su Hijo, porque sería la Madre del Redentor. María es el ser más elevado de toda la humanidad. Y con Ella, se eleva a la mujer a esa misma condición de elevación infinita. Desde María, para Jesús no hay razones absurdas para discriminar a la mujer...

Por si esto fuera poco, podemos notar en la relación de Jesús con la mujer un sesgo de preferencia, de prevalencia, de amor entrañable... No hay en todo el Evangelio un pasaje en el que Jesús deje mal a una mujer, la rechace, la humille, la veje. En la que pudiera pensarse que ocurrió algo de esto, en la Cananea que se acerca con la máxima humildad, los estudiosos concluyen que el trato que recibe de Jesús es sencillamente con un fin pedagógico, pues Jesús estaba seguro de que esta mujer daría con su actitud una cachetada a todos los soberbios y engreídos y les iba a enseñar cuál era la actitud correcta para dirigirse a Dios: "-También los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de los señores... -Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla como has pedido!"

Jesús fue especial con la Magdalena, a la que rescató de su vida de oscuridad y la colocó en la luz de la cual nunca más quiso separarse... Jesús fue especial con la mujer adúltera, a la que salvó de morir apedreada, echando en cara a los que la acusaban su propia vida de pecado, lo que los hacía indignos de condenar a nadie... Jesús fue especial con Marta y con María, a las que visitaba con frecuencia y consideraba casi su familia, junto a su hermano Lázaro, y a las que regaló y consoló con el mejor don que podían recibir, resucitando a su hermano fallecido... Jesús fue especial con la viuda de Naím, a la que dio el consuelo mayor ante el dolor que la traspasaba, resucitando a su hijo único muerto que llevaba a enterrar.. Jesús fue más que especial con su Madre María, a la que, después de haberle hecho el mejor regalo, preservándola del pecado, no la dejó sola al morir Él, sino que dejó a Juan encargado de su custodia, y en él, a todos nosotros, regalándonosla como Madre amorosa y entrañable... No existe ninguna duda del trato especial que Jesús siempre dio a la mujer en general, y en particular...

Hoy, en una sociedad en la que todo se ha instrumentalizado, debemos volver nuestra mirada a Jesús y aprender de Él y de su trato a la mujer. No es justo que hayamos hecho de la mujer "una cosa". Y que hayamos llegado al extremo de que la misma mujer haya entendido mal su rol, haciéndose ella misma "un objeto de placer", quizás bajo la inaguantable presión de la opinión pública. Es cierto que se debe reivindicar en todo la igual dignidad de la mujer, pero esto está muy lejos de gritar a los cuatro vientos el reclamo de una igualdad para hacer las mismas barbaridades que han realizado los hombres por siglos, en autodestrucción continua. Es tiempo de que, como Jesús, demos el lugar que le corresponde a la mujer, hecha ella también, al igual que Adán, "imagen y semejanza de Dios". Que la veamos como el rostro tierno del Creador, como su socia perfecta al procurar vida humana en el templo sagrado de su vientre. Que la veamos como la "ayuda adecuada" que Dios ha procurado al hombre para transformar la sociedad. Que la veamos en sus plenas capacidades intelectuales, en algunos campos mayores que las de los hombres, para llevar adelante el progreso de nuestro mundo. Que aprovechemos de ella su agudeza que muchas veces va más allá de lo simplemente visible y que descubre para el hombre un mundo distinto, sorprendente, afectivo, intuitivo, que complementa perfectamente lo tangible y experimentable, a lo cual el hombre se rinde casi exclusivamente...

Si Jesús lo entendió así, no debe ser difícil que nosotros lo entendamos y los aceptemos. Que lo vivamos con intensidad. Somos un mundo que tiene su plenitud en la complementación. No está la plenitud en el desbalance. Está en el equilibrio perfecto, dando cabida al claroscuro, a la diversidad, a la complementación...

jueves, 19 de septiembre de 2013

Sus muchos pecados son perdonados porque tiene mucho amor

El perdón es cuestión de amor... No se trata simplemente un acto de la voluntad bonachona de alguien, sino del amor que se le tiene al que se perdona, con todas las consecuencias que tiene el perdón: reconciliación, renovación de la cercanía, olvido del mal, recuperación de la confianza. Sólo quien verdaderamente ama puede perdonar de verdad. De lo contrario, será simplemente un dejar pasar, "esperándolo en la bajadita", no solo porque se piense en una venganza o en una retaliación, sino porque se estaría esperando una nueva falta del "perdonado", para confirmarse en la idea de que esa persona no vale mucho la pena...

Perdonar requiere del amor, pues sólo amando se es capaz de "transgredir" las fronteras de la lógica humana. Solo quien ama es capaz de arriesgarse a dejarse llenar del criterio divino para abandonar la simpleza del horizontalismo humano y elevarse. Se trata de ser valientes al reconocer que no es superior nuestra lógica humana, sino la lógica divina, la del amor que perdona sin tachones en la borradura... De no ser así, de ser el perdón de Dios como el del humano simplón, la verdad es que nuestra condición sería trágica. Si Dios perdonara como perdonamos los hombres, tendríamos que estar vigilantes por cualquier emboscada al cruzar cualquier esquina... Debemos agradecer a Dios ser somo es. Debemos agradecer que desde el principio nos prometió el perdón, sin que ni siquiera lo hubiéramos pedido. Debemos dar gracias de que Él tomó la iniciativa del perdón, habiendo nosotros tomado la de ofenderlo. Debemos dar gracias de que asumió nuestra culpa como si fuera suya y que la satisfizo desde una Cruz ignominiosa, humillante, degradante. Debemos dar gracias de que pasó por encima de nuestra soberbia y se hizo extremadamente humilde, ofreciendo su rostro a golpes y salivazos sin ni siquiera defenderse. Debemos dar gracias de que, incluso en el extremo del sufrimiento y a las puertas de la muerte dolorosa, pidió perdón al Padre por lo que hacíamos, pues no éramos conscientes del tremendo error que estábamos cometiendo... Si Dios no fuera como es, nuestra suerte sería terrible: Solo desgracia, destrucción, apartamiento del amor, soledad, desierto... Por ser Dios como es nuestra realidad es de esperanza, de frescura, de perdón, de futuro feliz, de cielo...

Y es que así es que actúa el amor. Cuando se ama hasta el extremo, se procura el mejor bien para el amado. Y si ese bien es el perdón, pues ese perdón será extremo, hasta las últimas consecuencias, sin ocultamientos ni dejando facturas pendientes. Es total, pues cuando se ama plenamente, se da el perdón plenamente. Y Dios no tiene otra forma de amar. No ama Dios "a medias". No nos "medio ama", no nos "casi ama". Nos ama. Y punto. Y por eso perdona. Y punto... Creo que fue San Bernardo quien dijo que, al terminar la creación, "Dios vio que todas las cosas eran muy buenas (no solo buenas, como los días anteriores, sino muy buenas), porque al fin ya tenía a quien perdonar". Y es que el amor se prueba en el perdón. Un amor que no perdona, no es tal... Y si Dios es amor, es perdón. Y Dios no puede dejar de existir, por lo que nunca dejara de perdonar...

Total, que porque nos ama, nos perdona, incluso a veces, a pesar de nosotros mismos. Porque el perdón compromete. El perdón no es que deja impune. Hay quien se pregunta si perdonar una y otra vez no crea vagabundos... Buena pregunta... La respuesta es que el amor que da Dios debe ser también asumido con responsabilidad. Dios espera que la respuesta del perdón sea igualmente respuesta de amor. El perdón no puede ser "impune"... Aun cuando Dios perdonará siempre, porque amará siempre, también esperará siempre el cambio, la conversión del perdonado. Y esto por una razón muy sencilla. El perdón es bien en sí mismo para el amado, pero sería solo la mitad del recorrido. El bien total es la búsqueda de la conversión, que el perdonado sea mejor. El bien será completo en la medida en que el perdonado reconozca su error y le deje a un lado, tomando una ruta diversa. Ese es el bien total. El perdón se complementará solo cuando haya conversión... Y por eso, el perdón no es solo movimiento del amor de quien perdona, sino también de quien recibe responsablemente el perdón...

Por eso Jesús, a la mujer que se atrevió a entrar en la sala de comensales de los fariseos, y se puso a sus pies llorando, bañando sus pies con lágrimas, enjugándolos con sus cabellos, besándolos y perfumándolos, le dijo: "Perdonados son todos tus pecados". E hizo la observación: "Sus muchos pecados son perdonados porque ha demostrado mucho amor"... Aquella mujer entró en la dinámica correcta del perdón: la del amor. Porque Dios la ama, la perdona. Y porque ella ama, pide perdón... Y cambia de conducta. Se dice que esta mujer es María Magdalena, discípula fiel de Jesús hasta el final; la única, junto a Juan, que acompañó a María en los últimos momentos de sufrimiento y muerte de su Hijo...

También nosotros debemos esforzarnos por entrar en este ámbito del amor, sin temores, sin vergüenzas, sin prejuicios. Si aquella mujer hubiera tenido alguna de estas actitudes, se hubiera perdido de recibir el perdón de Jesús. Y fue perdón total, absoluto, pleno, sin dejar nada guardado. "Sus muchos pecados son perdonados"... Basta que nos dejemos invadir por el amor, que pensemos que el amor de Dios es infinito, que dejemos que el amor fluya desde nosotros hacia Dios, con confianza, sin obstáculos, libremente... Lo único que se necesita para el perdón es la presencia de dos corazones, el de Dios y el del penitente, que se aman y se necesitan, que no quieren estar lejos, que quieren ser uno solo... Como el de Jesús y el de la mujer. Como el de Jesús y el de cualquier pecador arrepentido que se acerca con humildad a recibir el amor convertido en perdón...

miércoles, 18 de septiembre de 2013

¡Qué inconformes somos...!

Jesús experimentó en carne propia la inconformidad de los hombres... Criticó abiertamente que "esta generación" (la que conformamos los hombres y mujeres de este tiempo, hasta la eternidad), siempre tuviera un "pero"... Criticaron a Juan Bautista y lo tildaron de loco porque no comía ni bebía... Y criticaron a Jesús y lo tildaron de comilón y borracho, porque bebía y comía... Para esta generación no existe el término medio. Todo es criticable...

Nos hemos acostumbrado a ser críticos con todo..., menos con nosotros mismos. Cuando nos dicen las cosas a la cara, nos molestamos casi como si nos estuvieran torturando o asesinando... Nos creemos superiores o inmejorables...Óptimos... Creemos que no somos superados por nadie ni por nada. La soberbia y la vanidad nos oprimen. Es la herencia que hemos recibido de nuestros padres Adán y Eva, cuando quisieron colocarse por encima y se creyeron superiores incluso al mismísimo Dios Creador... Para nosotros es impensable que alguien se atreva a considerar que cometemos algún error, que debemos corregir algo, que somos susceptibles de mejorar... Por la soberbia, nos hemos colocado nosotros mismos en el centro del universo y queremos obligar a que todo gire a nuestro alrededor como si fuéramos referencia obligada para todo el mundo. Es inaceptable que no se nos tome como ese norte y se nos deje a un lado. Algo andaría muy mal en el mundo si no somos nosotros puestos como su punto de apoyo...

Por ello, cuando nos toca ejercer la crítica lo hacemos de manera casi hostil, humillante, con aires de superioridad que aplastan... Para muchos, las cosas siempre están mal, nunca mejoran... Se han colocado en una actitud pesimista tan destructiva que jamás podrán estar satisfechos con la cantidad de bondades que otros ojos sí pueden percibir, pero ellos no. Sería preferible esperar a que todo termine de derrumbarse para reconstruirlo de nuevo, pues ya no tiene salvación... Paradójicamente, están también los que se colocan en el extremo opuesto. Son los que lo ven todo color de rosa, para los que no habría necesidad de cambiar nada pues todo marcha de maravilla, sin problemas... Ambos extremos son tremendamente dañinos pues lo mismo que unos pecan por pesimistas, los otros pecan por ilusos...

Lo mejor es colocarse en el medio. "In medio virtus", decían los antiguos. Los extremos no son para nada saludables. No todo está mal, pero tampoco está bien. Hay cosas muy buenas en nuestro mundo, pero hay cosas también muy malas, y otras que no lo son tanto pero que hay que corregir...

Hay que evitar por encima de todo colocarse los lentes con cristales negros o con cristales rosados... Hay que dejarse llevar por la objetividad, por la humildad, por la sensatez, por la razón. Debemos dejar de ser tan pasionales en nuestras apreciaciones, y buscar por encima de todo el bien de todos. Si se trata de reconocer lo bueno de los demás, hagámoslo sin problemas. Eso no nos disminuye en nada y, al contrario, nos enriquece, pues es un bien también para mí. Si alguien tiene algo malo que corregir, digámoslo también sin problemas, porque igualmente, se trata de procurar el bien que resultará del cambio del que corrijo. Y ambas cosas debemos hacerlas siempre desde la humildad, desde el amor, desde la búsqueda del bien común, ese bien que nos corresponde a todos y que es para que todos lo disfrutemos. No se trata de un beneficio sólo personal, sino de una riqueza para todos en la comunidad.

Sin duda, cada uno de nosotros tenemos algo con qué contribuir para hacer de nuestro mundo algo mejor. Ponemos nuestro granito de arena con lo que cada uno hace. Lo que hacemos en nuestro mundo personal, es un aporte para mejorar el mundo de todos. Y por eso, animar con verdadera objetividad a que todos hagan lo suyo de la mejor manera posible, reconociendo las bondades y corrigiendo fraternalmente los errores, es también un excelente aporte que hacemos para lograr un mundo mejor. Que cada uno de los hermanos reciba con agrado nuestro reconocimiento o nuestra corrección, es un paso adelante. Y por ello, tenemos siempre que vigilar nuestra actitud al hacerlo.

No critiquemos por criticar. Tampoco nos tapemos los ojos. Mucho menos pretendamos que todo está excelente. Ninguna de esas actitudes son constructivas. Hacemos mucho más por nuestro mundo reconociendo todo lo bueno que hay en él (¡que es mucho!), y reparando y haciendo que todos contribuyan a reparar lo malo que existe. Así haremos nuestra parte y los otros harán la suya. Todos pondremos nuestra contribución...

martes, 17 de septiembre de 2013

Para exponer la fe en Cristo Jesús

La predicación del cristiano no es cualquier cosa. En primer lugar, es un mandato de Cristo, ante el cual no se pueden buscar excusas. Claramente, antes de ascender al cielo, Jesús dejó una orden: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará..." Para los discípulos de Jesús no hay alternativa. O evangelizamos, o evangelizamos. Evidentemente, aunque sea un mandato, Cristo no quiere de ninguna manera violentar la libertad que Dios regaló a todos. Queda la posibilidad de refutarse a hacerlo, pues Dios es soberanamente respetuoso del don que nos ha regalado en nuestra libertad. Negarse, en todo caso, no va contra Él, sino contra nosotros mismos, pues nos negamos a vivir la inmensa dignidad de ser portadores de la noticia de salvación que Jesús vino a traer al mundo. Nos hace, de esa manera, ejecutores de la obra que Él mismo realizó. Nos hace, sin haber tenido ningún concurso en ella, actores de su obra redentora. La dignidad del cristiano, en este caso, es la de ser considerado por el mismo Jesús como apto para llevar adelante su propia obra, la que Él realizó, salvando a la humanidad. De alguna manera, nos hace con Él, salvadores de nuestros hermanos... Por nuestra libertad podríamos eximirnos de vivir esa dignidad al refutar el mandato de Jesús. No suena, realmente, muy inteligente de nuestra parte...

En segundo lugar, la predicación es consecuencia de una vida. Cierto que podemos pronunciar palabras hermosas en referencia a la obra de Jesús, para darla a conocer a los demás... Existen hombres y mujeres que son realmente elocuentes en su palabra y presentan sus argumentos muy válidamente... Pero, lamentablemente, muchos de estos no hablan "con autoridad", como reconocían los judíos contemporáneos de Jesús cuando oían sus discursos: "Este habla como quien tiene autoridad"... Y la razón era muy sencilla: Jesús sustentaba perfectamente sus enseñanzas en una vida de coherencia con lo que predicaba... No había en Él un hablar "de memoria". Su experiencia era la que dominaba en su discurso. Si invitaba al amor, la invitación surgía de un corazón que había demostrado inmenso amor y compasión por el hombre. Ese que hablaba de fraternidad, de perdón, de compasión, era el mismo que se había dolido de la gente que andaba "como ovejas sin pastor", el que se preocupó de que quienes lo escuchaban tuvieran que comer y para ello multiplicó los panes y los peces, el mismo que vio a la viuda de Naím traspasada de dolor por la muerte de su único hijo y lo resucitó para que su madre tuviera una inmensa alegría, el mismo que entregó su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena para que los hombres tuvieran el alimento espiritual que necesitaban para avanzar sólidamente en sus vidas, el que desde la Cruz pidió al Padre que no tuviera en cuenta el pecado de los que lo asesinaban porque "no saben lo que hacen"... Al predicar Jesús no hacía más que mostrar su propio corazón a los hombres. Y cuando invitaba de palabra, les mostraba con hechos lo que pedía que imitaran...

La predicación, sin duda, es un hecho comprometedor. Es un mandato, pero también es un desnudarse delante de todos. Por el Bautismo hemos sido hechos apóstoles de Cristo. Y eso se acentuó al recibir la fuerza del Espíritu en nuestra Confirmación. Los bautizados hemos sido hechos discípulos de Cristo, hijos de Dios, hermanos de todos los hombres, para tenerlos a cada uno como responsabilidad propia. No podemos deshacernos de ese compromiso. Los demás son responsabilidad nuestra. Están en nuestras manos para llevarlos a la salvación, mediante la vivencia del amor, de la compasión, de la fraternidad, de la solidaridad. Tenemos que hacer práctico el amor que Jesús quiere que reciban todos con nuestras acciones propias, a imitación de las que realizó Cristo en su vida terrena. De lo contrario, estaremos traicionando nuestra propia esencia, la que fue elevada en nuestro bautismo a la dignidad de discípulos y apóstoles de Jesús. Y estaríamos refutándonos de ejercer la altísima dignidad que nos concede Cristo al poner su propia obra en nuestras manos, encomendándonos que la hagamos llegar a los demás.

A esto se suma la necesaria veracidad que deben tener nuestras palabras, que deben estar sustentadas en una vida buena. Pablo dice: "Los que se hayan distinguido en el servicio progresarán y tendrán libertad para exponer la fe en Cristo Jesús"... El servicio que distinga al predicador, al evangelizador, es el mejor aval para la credibilidad del mensaje que se transmita. Y aún más: dará la libertad para poder predicar con absoluta frescura, con lozanía, con convicción... Es necesario predicar no sólo con una palabra convincente, hermosa, cierta. Es imprescindible hacerlo, además, con coherencia, con transparencia, con apoyo en el testimonio vital... ¡Cuántos son los que quieren erigirse en maestros, pero lamentablemente no son testigos! ¡Cuántos en la Iglesia son incoherentes, predicando el amor pero guardando rencores, odios y suspicacias! ¡Cuántos proclaman la fidelidad a Dios y a los hermanos, desde la propia infidelidad que los acusa! ¡Cuántos exigen honestidad y pulcritud en el manejo de los bienes, viviendo una vida de corrupción y de deshonestidad, no sólo con bienes materiales, sino también en otros órdenes de la vida! ¡Cuántos claman por la Verdad desde la mentira en la que ellos mismos viven, llegando incluso a justificarla por nimiedades! ¡Cuántos "se duelen" porque no se ama a Dios por encima de todas las cosas, y a la primera oportunidad sustituyen al único Dios por cualquier ídolo que les dé placer o alegría momentáneos! Estamos invadidos, lamentablemente, por incoherencias en la evangelización. Por eso, muchas veces el mensaje de amor de Cristo no es aceptado por nuestros hermanos... Escuchamos demasiado frecuentemente: "¿Yo ir a misa, rezar o acercarme a la Iglesia como fulanito o fulanita, que se la pasa en eso, dándose golpes de pecho a cada rato, pero en su casa, en su trabajo, en su vida personal, es un desastre? ¡No, mi amor!"...

Por eso Pablo insiste en "distinguirse en el servicio", es decir, en ser coherente con lo que se predica de palabra. Toda nuestra vida debe ser una predicación continua. Es más elocuente nuestra vida que nuestra voz. Servir es el sentido de la vida del cristiano. Si no entendemos esto, no sabemos lo que es ser cristiano. Un cristiano que no sirve es la nulidad total y absurda... Y más allá, tener conciencia de nuestra coherencia, saber que no hay quiebres en nuestra vida, que no hay contradicciones, nos da la sensación de ser verdaderamente libres para poder anunciar a Jesús. ¡Qué sensación tan agradable la de predicar aquello que estás viviendo! ¡Que agradable es poder desnudarse delante de todos y que vean lo que realmente eres, sin tener necesidad de estar ocultando nada que te haría avergonzarte! ¡Esa es la verdadera libertad, la que le da frescura a tu vida, la que la llena de vientos renovadores, la que le da alas a tus palabras para que se asienten en el corazón de todos los hermanos!

Esto es lo que necesitamos "para exponer la fe en Cristo Jesús". Que no haya nada que nos lo impida. Que seamos auténticos servidores del amor a nuestros hermanos, prestándoles el mejor servicio posible, que es hablarles de Jesús, de su amor, de su salvación, de su justicia... Y eso, desde una palabra convincente, sustentada por un testimonio de vida valiente y sin quiebres, que ha asumido a Jesús y su Reino como su vida propia...